14.8.25

El verano de Griguol

"Traigo tresientas gorras y ninguna bonita", dijo Carlos Timoteo Griguol con su acento argentino cuando llegó a España para entrenar al Betis. Era Chiquito de la Calzada hecho míster. Lo adoré al instante. Fue en el verano de 1999 y solo aguantó un año en Sevilla, durante el que seguí todas sus declaraciones y no cesé de imitarlo. El verano siguiente, el del 2000, tuve que quedarme por primera vez en Madrid, trabajando. Decidí llevar gorras a lo Griguol y por eso le puse "el verano de Griguol".

No solo llevé gorra, sino todo lo demás: pioneras bermudas, camisas de manga corta, gafas de sol, sandalias. Me camuflé de turista para vivir el julio y el agosto madrileños. Por fortuna trabajaba en casa, escribiendo una serie; solo tenía un par de reuniones semanales. Me quedaba mucho tiempo libre y vivía Madrid a ese ritmo mitificado del verano. Lo que se cuenta es verdad: uno añora el mar, está claro, añora las vacaciones; pero, ya puestos, echa unos días y noches aceptables, con su poética particular. Luego tuve que pasar más veranos, pero el que recuerdo es el primero, en que todas aquellas sensaciones se grabaron en mí.

Iba mucho al cine yo solo, por la refrigeración. Me metía en los cafés de la cadena Jamaica, por la refrigeración. Leía la prensa de pie en el Vips; solo me compraba El País si había artículo de Savater o Azúa. Comía también en el Vips, o en el McDonald's o en la Cantina Mariachi. "¿En qué franquicia comes hoy?", me preguntaba con sorna un amigo. La Cantina Mariachi a la que yo iba la cambiaron de un día para otro por un Lizarran: se quedaron los mismos camareros mexicanos disfrazados de pamplonicas. En la calle los pasos debían ser lentos, y siempre por la acera de sombra. Si uno tenía que cruzar por un tramo de sol, sentía el cuchillo caliente cortándole el cuerpo. Había algo zen, o samurái.

Solo salí una vez de Madrid en aquellos meses: para ir a ver a João Gilberto a Barcelona, que actuaba en el Grec. Me escapé con mi amiga Marga, que era la productora de Gran Hermano, entonces en su apogeo. Con frecuencia ella tenía que resolver por el móvil asuntos de la Casa. En Barcelona reencontré aquel día la brisa mediterránea, que recibí con felicidad tras tanta ausencia. Y por la noche el genio de la bossa nova, que nos dejó mudos.

Iba también al templo de Debod, a la Fnac, y por la noche a las terrazas de Olavide y Conde-Duque. Recuerdo que fue el verano del submarino Kursk, cuyo rescate imposible estuvo durante días en la tele, como una pecera siniestra. Una tarde me terminaba mi McPollo en la plaza de los Cubos cuando pasó caminando muy despacio, solo, Lou Reed. Le eché un vistazo y seguí con mi comida. Me gustó no inmutarme, porque eso probaba que yo era un neoyorquino más. (Para disipar dudas miré al día siguiente el periódico y, en efecto, Lou había estado en Madrid.)

Yo vivía por la zona de Serrano Jover con Princesa. En las madrugadas de calor insoportable me vestía (sin las gafas de sol ni la gorra de Griguol) y bajaba hasta la plaza de España. Me situaba en la esquina del hotel con calle Reyes: allí siempre corría el aire. Es el cruce mágico de Madrid. Dos o tres más en la ciudad lo sabían y allí nos instalábamos, sin decir nada, absorto cada uno en su chute de fresquito. Era como Fuego en el cuerpo, pero sin ganas de follar.

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