4.8.20

Solución de leyenda

Al enterarme del exilio del rey Juan Carlos I he pensado más en su biografía que en la historia: cómo se la redondea, por simetría. Vuelve adonde estuvo su padre, dejando a su hijo donde él estuvo. No sé si es una injusticia (“es una vergüenza para España”, le leo a un voxista; “es una salida deshonrosa, cutre, por la puerta de atrás”, le leo a un podemita), pero me parece una buena solución: una solución de leyenda.

Hablo de estética, por supuesto. La vida se le deshilachaba en sus últimos manejos, ciertamente lamentables. Le quedaban años feos. La potencia simbólica del exilio, sin embargo, contrarresta esa fealdad. Le pone un colofón vistoso para los libros de historia. Quedándose en España (que a lo mejor es lo que tendría que haber hecho) no lo habría conseguido.

No está mal un destino shakespeariano para alguien que no parece muy complejo. Supongo que le fastidiará la situación (“estoy tomando aguantaformo”, le dijo a Raúl del Pozo hace no mucho), pero para su biografía va muy bien. Se acopla con el niño exiliado, que vuelve a ser él mismo. La rácana mirada historicista que predomina en la actualidad puede que no aprecie esa belleza, literaria.

Nunca me explicaré –escribí aquí de ello– su falta de comprensión de lo que significaba ser un rey también para los republicanos: esa exigencia de ejemplaridad fáctica que debía corresponderse con su irresponsabilidad legal. Porque para no ser intachable, mejor tener a un presidente de la república al que poder juzgar o echar en unas elecciones. Pero también es verdad que le tocó una época no muy escrupulosa: su conducta casi fue equiparable a la de muchos de los gobernantes electos.

El juicio de la historia será positivo, incuestionablemente. Posibilitó la democracia en España, que vivió en paz y prosperidad durante su reinado. Le gustaron además las mujeres y el dinero. Conforme pasen los siglos esto resultará casi entrañable, como la “verdura de las eras” que decía Jorge Manrique. Y, salvo por el viejo mandato absoluto, que no cató, apuró lo de ser rey con frenesí: dos exilios, una abdicación y un reinado (más el principado con Franco, que no lo escondo).

Cuarenta años de democracia en paz y prosperidad: se dice pronto, pero no los hubo antes en nuestro país y no sabemos si se repetirán. Al menos tanto tiempo seguido.

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En The Objective.