Como Borges habla de libros, y prácticamente solo de libros, se dice que es un autor libresco, cuando tal vez sea el autor menos libresco de la historia de la literatura. Por dos razones principales: porque
vive los libros, y por tanto al escribir de libros está siendo radicalmente vitalista; y porque nadie como él ha desenmascarado el artificio de los libros, el modo en que la literatura se interpone entre el lector y la percepción de la vida (despejando así esta percepción).
Además, la experiencia misma de leer a Borges es vital, revitalizadora. Lo libresco remite a la letra muerta, polvorienta. Nada más alejado de Borges, que vive la letra y le da vida. Como dijo de él Savater, ningún autor tiene menos líneas inertes. La escritura de Borges es una escritura vibrante, siempre pasan cosas en ella. Sus libros son lo contrario de mortecinos.
Una de las frases más famosas de Borges, que citan quienes sostienen que es un autor alejado de la vida (el último, Vargas Llosa en su Medio siglo con Borges), hay que entenderla justo al revés. La frase es: “La biblioteca de mi padre ha sido el acontecimiento capital de mi vida”. Si el acento lo ponemos no en la contraposición entre biblioteca y vida –es decir, en la biblioteca como lo opuesto a la vida–, sino en acontecimiento, tendremos el significado correcto. Es la lectura como acontecimiento lo que caracteriza a Borges. Otra de sus frases (hay más así en su obra) viene a decir lo mismo: “Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra”. Los hechos del intelecto son cosas que ciertamente ocurren.
En realidad, todo es vida aquí, incluida la muerte, que solo es algo desde la vida. El pensamiento de Borges se apoya en el filósofo irlandés Berkeley (con su curioso empirismo idealista) y, más aún, en el alemán Schopenhauer. A ambos los junta en el poema “Amanecer”: “reviví la tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley / que declara que el mundo / es una actividad de la mente, / un sueño de las almas”. La filosofía de Schopenhauer (aunque esta vez no cita su nombre) queda expuesta de manera más explícita en “La Recoleta”, donde recrea una visita al cementerio de Buenos Aires donde pensaba que estaría su tumba (aunque finalmente está en Ginebra):
Equivocamos esa paz con la muerte
y creemos anhelar nuestro fin
y anhelamos el sueño y la indiferencia.
Vibrante en las espadas y en la pasión
y dormida en la hiedra,
solo la vida existe.
El espacio y el tiempo son formas suyas,
son instrumentos mágicos del alma,
y cuando esta se apague,
se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
como al cesar la luz
caduca el simulacro de los espejos
que ya la tarde fue apagando.
Esta concepción de la vida como algo especular, equivalente al reflejo en un espejo (y al sueño), facilitaría el entendimiento de lo que pasa en los libros como vida también. Sin embargo, Borges es más complejo. Él mismo está aquejado de la distinción usual entre arte y vida, como en el poema “El remordimiento”, en que sitúa en un lado “el juego / Arriesgado y hermoso de la vida” y en otro “las simétricas porfías / Del arte, que entreteje naderías”. En realidad, lo que hay en Borges es una nostalgia de la acción. Aunque lo de los libros es también vida, anhela la vida que está fuera de los libros. Algo que él, naturalmente, expresa en sus libros.
Como indica Piglia en sus clases magistrales sobre Borges (están en YouTube), la obra de Borges es fruto de una doble genealogía en tensión. Por expresarlo en términos familiares (en el sentido de la “novela familiar” de Freud), entre la estirpe materna, de héroes militares y guerreros, y la paterna, de predicadores protestantes y estudiosos. La épica por una parte, y por otra la biblioteca. Para Piglia, el primer polo estaría relacionado también con la barbarie, el cuerpo, la memoria; y el segundo con la civilización, la inteligencia, los libros. Los cuchilleros de los cuentos de Borges –una línea paralela durante toda su obra– vendrían a ser los herederos degradados de los guerreros. Como dice Borges en “El tango”: “Una canción de gesta se ha perdido / En sórdidas noticias policiales”.
El antepasado de Borges que va a la batalla a morir (“Lo dejo en el caballo, en esa hora / Crepuscular en que buscó la muerte”) es luego el estudioso Dahlmann del cuento “El Sur”, que acepta un duelo para el que no está preparado: “Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él. [...] Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”. Este es el ejemplo paradigmático de que, como indica Piglia, cuando los dos linajes de Borges –que se mantienen en tensión conflictiva– deben enfrentarse, el que triunfa es siempre el primero. La paradoja, añado yo, es que eso está expresado en un libro, que sería lo propio del segundo. Por eso Borges debe incorporar algún tipo de restricción en su propio texto. El poema que he citado al comienzo de este párrafo, “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges”, termina así: “Alto lo dejo en su épico universo / Y casi no tocado por el verso”.
En el mismo grupo simbólico que los guerreros y los cuchilleros (el de la barbarie, el de lo salvaje) está el tigre. Vendría a ser un miembro extravagante de la estirpe materna de Borges. Y con una potencia incluso superior, puesto que su remisión a la barbarie y al salvajismo no estaría mediada por lo humano. Los tigres pueblan las páginas de Borges, y como en los casos anteriores hay un momento en que es consciente de que exceden las páginas. Este es el comienzo de “El otro tigre”:
Pienso en un tigre. La penumbra exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;
Fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
Él irá por su selva y su mañana
Y marcará su rastro en la limosa
Margen de un río cuyo nombre ignora
(En su mundo no hay nombres ni pasado
Ni porvenir, solo un instante cierto.)
Pero mediado el poema, tras el exaltante “Oh tigre de las márgenes del Ganges”, Borges se pliega sobre su propia representación:
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Ese tigre del que escribe es, por tanto, “ficción del arte y no criatura / Viviente de las que andan por la tierra”. El poeta no se engaña, aunque concluye:
[...] Bien lo sé, pero algo
Me impone esta aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso.
Estar en las palabras, pero sabiendo que hay algo –el referente de lo que se intenta nombrar– que está más allá de las palabras: he aquí la prueba más poderosa del vitalismo de Borges. Nos movemos en un universo de signos, pero cuando somos conscientes de ello, se nos abre el entramado y sentimos vértigo. Estas iluminaciones casi zen son frecuentes en Borges. Por ejemplo, cuando le preguntan por los viajes espaciales y él responde “bueno, todos los viajes son espaciales, ¿no?”, de repente se nos abre la trampa de la expresión. Mi pasaje favorito de este tipo de desvelamientos es el final de “La busca de Averroes”. Después de haber tratado a Averroes como un personaje de su cuento, instalado en sus páginas como todos los personajes literarios, escribe Borges: “Sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el turbante, se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente”. Unas líneas más adelante, en el párrafo que sirve de apostilla, termina Borges:
Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta el infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, “Averroes” desaparece.)
Pero junto con la consideración de los libros como experiencias vitales en sí mismas, como vimos al principio, y el señalamiento de la interposición de los libros entre el lector y la realidad que está más allá, como acabamos de ver, hay en Borges una celebración de la vida como la que se da siempre en la mejor literatura: es decir, Borges, con sus herramientas literarias, agudiza, perfecciona, sutiliza la percepción de la vida, y en consecuencia la manera en que puede vivirla el lector. Su obra está llena de ejemplos, casi en cada frase. Pondré solo uno: cuando habla, respecto a los espejos, de “su infalible y continuo funcionamiento”. Precisión acerca de lo que teníamos delante: revelación también del más acá.
Mi poema favorito de Borges es el “Otro poema de los dones”, que consiste en lo que enuncia el título: un agradecimiento por los regalos de la vida. Una vida plural: “Gracias quiero dar al divino / Laberinto de los efectos y de las causas / Por la diversidad de las criaturas / Que forman este singular universo”. Entre las gracias que da, la clave está en esta: “Por el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad”. Así el poeta con todo, cuando está inspirado. Y así el lector, cuando se deja inspirar por el poeta.
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