Empecé a ir tarde, yo creo que en 1999, cuando aún estaba en la calle Infantas (en 2014 se mudó a Barbieri), pero he ido con tanta profusión hasta esa última vez (hasta ahora) de 2019, que me puse al día con creces. Era mi restaurante favorito, por lo que pasaba dentro y lo que pasaba fuera, a la salida, que era la transformación alquímica de la ciudad por obra de sus daiquiris. Siempre bebíamos muchos, en la comida, vertidos de la coctelera helada, por lo que la conversación fluía maravillosamente y luego Madrid se amortiguaba en calles de un Caribe interior, aunque hiciese frío.
Casi siempre había famosos dentro, muchos de ellos castristas (¡el sector cantautoril, incluido el del cine!), que iban a comer lo que les preparaba el entrañable matrimonio anticastrista que se ha muerto. Me contaron que ella se quejaba de que la mayoría pedíamos lo mismo: el pollo frito (con sus correspondientes frijoles negros –¡mi brasileñista feijão!– y la yuca con mojo). Pero en mi caso fue el resultado de una larga destilación de sus demás platos. Yo, en cuanto encuentro el oro, me planto y ya solo quiero oro.
Me ha pasado igual en el Tano de Málaga, y ahora en Los Delfines, y antes, hace mucho, en el Acrópolis, y hace nada en El Botijo, cuyo dueño también murió por el puñetero virus el año pasado. ¡Benditos bares y restaurantes de nuestra vida! ¡Reductos de la conversación, la confidencia y los mimos! ¡También de las minuciosas broncas parejiles! ¡Pero ante todo del buen rollo! ¡Oh sus complicidades gruesas, finas, serias, chistosas, expansivas, íntimas, amorosas, catacumbísticas!
Se dice que después de la pandemia vendrá una era orgiástica, y también será en ellos. Volveré al Zara. ¡Tengo que volver!
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En The Objective.