[Dietario]
Luces. Paso por la librería Luces para hacer acopio antes del cierre. Pero el librero José Antonio Ruiz me dice que, en Andalucía al menos, las librerías se consideran ahora servicios esenciales. Lo son hasta en un sentido literal: una clienta le contó que, si no tiene un libro, no puede dormir. Reflexionamos sobre el asunto y concluimos que los no lectores no entienden las implicaciones de esa pasión. Y que entre tales personas ajenas a la lectura se suelen encontrar quienes dictan las normas. Aunque esta vez haya habido una excepción. Uno de los libros que compro, por cierto, es El penúltimo negroni, la antología de artículos de David Gistau, que murió hace un año. Lo vi unos meses antes en Madrid y me dijo que estaba pensando mudarse a Málaga.
Dos malagueños adoptivos. Dos que se vinieron a Málaga, uno hace muchos años y otro hace unos pocos, son Manuel Alberca y Bosco Esteruelas. El primero es catedrático de literatura española en la Universidad de Málaga y el segundo fue periodista de El País. Ambos tienen libros recién publicados. Alberca Maestras de vida, un estudio ensayístico (y también un manual) sobre las biografías, que según él enseñan a vivir, porque muestran cómo vivieron los otros. Y Esteruelas Gracias, asesino. El asesino es el coronavirus, y le da las gracias porque le debe su vuelta a la escritura. Durante el confinamiento del año pasado llevó un diario –con elementos realistas y otros fantásticos que reflejaban sus obsesiones– en su piso del paseo marítimo con vistas al mar. El mar era otro elemento salvador: su horizonte y la escritura le aliviaban el encierro.
Vacuna. La prima María se extraña cuando la llaman para vacunarse. “¿Pero ahora no es para las personas mayores?”. Cumplió noventa hace unos meses. Por estas cosas se explica su longevidad.
Proctólogo. Un amigo gay de Madrid, el gran Ferdi, decía que los dos momentos más importantes en la vida de un hombre son el primer beso y el primer proctólogo. Yo completé el pack el otro día. En realidad fue un urólogo, pero hizo lo que tenía que hacer. La medición por la que me había aconsejado la visita el médico de cabecera la vio bien, con pocas probabilidades de que tuviese algo. “Pero”, añadió, “el tacto rectal no me lo quita nadie”. La cortesía de ese me.
Las ancestrales cabras. Camino por el extrarradio. En una zona de campo junto a la autovía, hay cabras en un montículo. Me acerco. Son siete u ocho. Unas comen hierba, otras alzan el cuello y miran; también a mí, aunque impasibles. Balan de vez en cuando. Son animales totémicos. Hacía mucho que no encontraba ninguna y me impresionan. De niño las veía con cierta frecuencia. En una de mis primeras fotos salgo de pie junto a una cabra que había en las afueras del barrio en el que me crié, Las Flores. Y en Almogía mi abuelo fue cabrero. Nunca me había fijado así en ellas. No puedo dejar de mirarlas. Tienen algo hipnótico, remiten a un tiempo ancestral. Pero de pronto se escurren montículo abajo. Al poco aparece un cabrero con un rebaño grande, al que se incorporan. Estaban de excursión.
Preprimavera. Reabrieron los bares. Al final fueron solo diez días, pero se hicieron largos: coincidieron con los mejores del invierno, esos en los que se empieza a notar la primavera. La vuelta a las terrazas fue eufórica, con el placer incrementado tras las restricciones. Pero duró poco. De pronto ha vuelto el frío, y hasta cayó un incómodo chaparrón. Daba cosa ver las terrazas abiertas pero vacías, con sillas inclinadas sobre las mesas, como las de La Deriva. Pensé también en los disturbios de Barcelona. El mes pasado hablamos de que El Balneario se enfrenta al mar, como un barco, y está expuesto a naufragios. Los comercios de a pie de calle se enfrentan a los mares de la historia, las crisis y la climatología.
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En Diario Sur.