21.12.21

El catarro como refugio

Volví a casa destemplado, me tomé un consomé y me metí en la cama. Dio igual: tosía, estornudaba, me picaban los ojos y la garganta, respiraba con dificultad y había fiebre. Pasé la noche pensando que tenía covid, con la resignación sombría de haber pillado el bicho: sus largas peripecias hasta acabar en mí. Sobre el malestar corporal pendía esa otra amenaza, ominosa. El miedo era sobre todo a contagiar, a haber contagiado; me daba vergüenza ser un eslabón de la cadena. Pero por la mañana la prueba salió negativa y me pude instalar cómodamente en mi catarro (¡catarro, viejo amigo!).

Seguían los síntomas, el cuerpo lo tenía molido, me dolía la cabeza, pero ya era otra cosa. El repliegue en la enfermedad reconocible, enterrado en mantas, la vida aparcada por unos días. El primero fue malo, dormía y despertaba y no se terminaba nunca. Escuché la radio a ratos, música, podcasts, pero después de una eternidad miraba el reloj y era temprano siempre. A su modo, estaba siendo una jornada intensa. Por la noche pude leer al menos y la cosa cambió. El enterramiento en las mantas se combinó con el enterramiento en los libros. Un parapeto contra el mundo. Ya sí que podían pasar las horas todo lo lento que quisieran. Me seguía doliendo la cabeza, y tenía toses, mocos, estornudos, la respiración era arrastrada; pero los libros convertían mi lecho en un reducto de civilización. Así pasé el segundo y el tercer día, cada vez mejor pero en aislamiento creciente. Cuando me levanté el cuarto comprendí que habían sido días reparadores.

Estos son los diez libros que he tenido en mi refugio (unos ya los tenía en marcha, otros apenas los he empezado, otros los he leído enteros): el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa (Pre-Textos), el segundo volumen de la biografía Kafka de Reiner Stach (Acantilado), Recuérdelo, recuerde bien todo de Radovan Ivsic (Árdora), Vilnis de Bárbara Mingo (Caballo de Troya), La parcela de Alejandro Simón Partal (ídem), Siempre quiero ser lo que no soy de Aloma Rodríguez (Milenio), Un aire inglés de Ignacio Peyró (Fórcola), El burro flautista de Enrique García-Máiquez (La Veleta), Sobre nosotras. Sobre nada de Rosa Belmonte y Emilia Landaluce (La Esfera de los Libros), y Las últimas de Lucía Carballal (La Uña Rota).

El de Pessoa (la mejor edición del Libro, a mi juicio) y el Kafka de Stach se acomodaban a mis dolencias, que tenían su parte también en el tiempo hueco, en el desasimiento de la vida; Lisboa y Praga como escenarios adecuados para el catarro. El de Ivsic es una joyita inesperada: cuenta la relación del autor con André Breton y cómo lo acompañó los últimos días de su vida; un testigo que no nos constaba a los simpatizantes del surrealismo. El de Mingo brinda un viaje (solitario, contemplativo, perceptivo, reflexivo) a Lituania y el descubrimiento (a quienes no lo conocíamos) del músico y pintor Čiurlionis. El de Partal una historia de amor e iniciación entre Calais y Boulogne-sur-Mer. El de Rodríguez un conjunto de relatos perfectos, en el tono adecuado y con vida rohmeriana: el ideal de la ligereza. El de Peyró artículos de tema inglés, como oleadas nuevas de Pompa y circunstancia, con su erudición crujiente y en su prosa fluida, precisa y encantadora. El de García-Máiquez una selección alquímica de sus columnas: oro molido en el reloj de arena; de entre sus columnas, siempre buenas, las mejores de los últimos años. El de Belmonte y Landaluce es un libro gamberro y libre, profundo, divertidísimo: deslumbrante por el talento que contiene. El de Carballal es la reunión de sus cinco últimas obras de teatro, magníficas, emocionantes, hondas (en especial, La resistencia y Las bárbaras).

Pienso ahora que recomiendo cualquiera de estos libros como regalo de Navidad. Y pienso en mis tres días de catarro como en un balneario con las horas absorbidas por la lectura. Y pienso en que el empuje de ómicron se recrudece y dicen que todos lo acabaremos pillando.

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