Mi constitucionalismo es fundacional. Empecé a leer periódicos, con catorce años, por mi estupor ante el golpe del 23-F. Mi toma de conciencia política tuvo lugar entonces y fue por la democracia formal, que de repente se había revelado frágil. Aquella intentona terminó reforzando la Constitución, porque estimuló que su defensa fuese activa por parte de casi todos los partidos políticos. Y porque los golpistas, al fin y al cabo, carecían de apoyo social suficiente y eran marginales.
Esto fue después del golpe de 1981. Después del de 2017, en cambio, uno de los dos grandes partidos pactó con los nuevos golpistas, que por su parte tenían un apoyo social relevante. Ese pacto lo llevó al poder y gobierna desde entonces con quienes no quieren la Constitución, haciendo cada vez más inverosímil el relato de que él sí la quiere.
El consenso se ha roto. Esto es grave, porque es el consenso en el que se fundaba nuestra paz civil: la libertad y la prosperidad. Era un consenso sobre las formalidades democráticas, sobre el marco. En la pugna por el poder y por los intereses, siempre ha habido trampas, abusos, tergiversaciones. Pero sin que se rebasaran ciertos límites. Había, de algún modo, con todas sus irregularidades y grietas, un suelo común.
Ese suelo ya no está. Se mantiene sobre el papel, pero porque es muy difícil quitarlo del papel. Lo que se intenta ahora es cambiarlo todo sin mover una coma. Es curioso, pero en pocos días han coincidido Andreu Jaume y José Ignacio Torreblanca en esta idea: el primero refiriéndose a la acción del PSOE y sus socios; el segundo refiriéndose a Vox. No le falta razón a Torreblanca, aunque la perspectiva tangible que tenemos es la que apunta Jaume: salvo que esta misma amenaza lance la otra.
Así que las ceremonias en honor de la Constitución que se verán hoy me hastían. Son ya como un teatro resquebrajado. La defiendo, sí: ¿pero para qué, para quién? La lección será triste y será a posteriori: cuando se vea que no había nada mejor; que hemos ido a peor tan estúpidamente.
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En El Español.