Buenas noches. No recuerdo ahora en qué tertulia, si en la de La Brújula o en la de Alsina (siempre en Onda Cero, por supuesto), alguien arremetió contra los jerséis de Navidad. En ese preciso instante me di cuenta de que soy un apasionado de los jerséis de Navidad. Los oyentes saben que en verano llevo camisas de manga corta y que odio los zapatos náuticos, mientras que adoro los crocs, siempre con esos pequeños calcetines pinkis que detesta nuestro Narváez. Pues bien, mi vestimenta perfecta para el invierno son los adorables jerséis de Navidad, cuyo único defecto es que solo se usan en Nochebuena y Nochevieja. Aunque mi pasión me ha llevado a usarlos durante todos los días del invierno, con una consecuencia que contaré enseguida. El jersey de Navidad, con esos renos o muñecos de nieve de punto, tan decorativos, o esos árboles navideños con sus bolitas rojas en relieve, algunos incluso con bombillitas fosforescentes, son un canto a la vida. Su estridencia cromática es una invitación a la felicidad y a la confraternización entre las personas. Uno se convierte en un hombre anuncio de la alegría y del amor. Yo, como les digo, no me guardo este mensaje para el ámbito familiar ni para las fechas señaladas. Con mi jersey navideño salgo todo el invierno a la calle, paseo, voy al supermercado, me tomo un café en el bar. La consecuencia que anuncié es que la gente, inesperadamente, huye de mí. ¡Cuando yo predico el amor entre la gente! Es un destino trágico el mío, porque salgo a pregonar la confraternización entre los seres humanos, pero los seres humanos escapan como locos. Así que mírenme: solo, aislado, mientras parpadean las bombillitas fosforescentes del árbol de mi jersey de Navidad. ¿No os doy lástima? ¡Tened piedad de mí!