21.8.25

El verano de Arquíloco

Se suponía que aquel verano debía ganar algo de dinero para el curso que iba a empezar en Madrid en octubre (¡entonces empezaban en octubre!) y solo encontré trabajo (tampoco era yo un lince buscándolos) como vendedor de enciclopedias. Adelanto que no vendí ni una, pero la experiencia tuvo su interés.

Al principio fui de acompañante de una vendedora experta, para observarla. Se me rompía el corazón al ver cómo les colocaba enciclopedias a padres pobres por medio del chantaje emocional sobre el futuro de sus hijos, quienes contribuían poniendo cara de Pablito Calvo. Qué habrá sido de aquellas enciclopedias para el futuro, que el futuro inutilizó.

Pronto entendí que para ser un buen vendedor había que creer en el producto. Mi jornada inaugural, tras la ronda de los integrantes del grupo por pisos del barrio elegido, se me ocurrió soltar un chiste sobre la calidad de nuestras enciclopedias. El jefe se sorprendió, y me recitó muy serio los trucos que él mismo nos había enseñado para embaucar a los clientes.

Llegó el momento de salir solo. Fue un desastre. Me ponía de parte de mis supuestas víctimas cuando se resistían a mis esmirriados argumentos. Contraviniendo las instrucciones, me fui a vender a una zona acomodada. En ella el chantaje emocional carecería de efecto, pero al menos no corría el riesgo de entrampar a un desgraciado.

La señora me abrió. La casa estaba muy bien puesta, a diferencia de las anteriores, tan menesterosas. Me permitió que le soltara la retahíla entera, sin interrumpirme. Daba ya por vendida mi primera enciclopedia. Pero la señora rechazó comprarla: me dijo que me había hecho pasar y me había escuchado solo por educación. En ese momento vi en el mueble una fotografía de ella con su marido. Este, no me lo podía creer, era uno de los despreciables profesores de Filosofía que me había dado clase ese año y de los que yo escapaba yéndome a Madrid.

El remate fue en la siguiente puerta. Esta vez era un señor el que me hizo pasar y también escuchó mi discurso completo. Al término, me soltó: "Eres un chapuzas, macho". Resulta que él había sido vendedor, un número uno, según él, y había sentido curiosidad por cómo lo hacía aquel joven. "Fatal", resumió. Y se puso a desgranar mis defectos, que eran todos.

Ahí acabó mi carrera. Fui a casa a soltar los carpetones. Sabía que Curro y Palomo, a los que había conocido precisamente en primero de Filosofía, estaban en la playa de las Acacias. Aún no habíamos ido juntos, por mi dichosa obligación de las enciclopedias. Me puse el bañador, cogí la bici. Recuerdo la alegría mientras pedaleaba por el paseo marítimo, liberado al fin.

Estaban en sus toallas con la antología de lírica arcaica griega de Carlos García Gual en Alianza, que habían robado de la biblioteca. La imagen que tengo de aquella tarde es ideal: mi bici puesta boca abajo en la arena y los tres soltando bromas con material culto. Hasta entonces me había faltado eso. Qué felicidad de pronto estar hablando de altos temas y a la vez gamberrear y reírse.

Escoger como lema vanguardista los versos de Tirteo de Esparta: "Pues es hermoso morir si uno cae en la vanguardia / cual guerrero valiente que por su patria pelea". O adorar a Arquíloco: "En la lanza tengo mi pan negro, en la lanza / mi vino de Ismaro, y bebo apoyado en mi lanza". Su libertad de tirar el preciado escudo: "¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor".

Fue entero el verano de Arquíloco, con vida pagana (éramos nietzscheanos, al cabo) junto al mismo mar. ¡Sensualidades de Safo y Alceo, vigor de Píndaro! Y la inoculación melancólica de poetas como Anacreonte, Teognis o Mimnermo, que nos hacían conscientes de la caducidad y la decrepitud a los diecinueve años. Pero la solución la daba el propio Arquíloco: "Porque ni llorando remediaré nada, ni nada / empeoraré dándome a placeres y festejos".

En cuanto al dinero que me faltaba, me siguió faltando, pero me fui a Madrid. El chantaje emocional se lo hice yo a mis pobres padres, no en plan Pablito Calvo sino Joselito, niño prodigio y traficante de armas: nuestro Rimbaud.

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17.8.25

Escribir en chándal

[Montanoscopia] 

1. Vidal-Folch (el nuestro, el bueno) ha escrito un estupendo artículo sobre Pessoa, en el que expone algunas de las enseñanzas que le ha proporcionado la repetida lectura de la biografía del poeta portugués escrita por Richard Zenith. Hacia finales de año la publicará Acantilado en español. El articulista no dice, por coquetería, que la traducción la ha hecho él. Aunque creo que además de la coquetería está la culpa. Las maratonianas jornadas que le exigieron este libro monumental le obligaron a traducir en chándal. Esta es una especulación mía, pero resulta de cajón. Entiendo que el declarado antibermudista (y antimangacortista) Vidal-Folch trate de escamotear que en casa se pone chándal para traducir y para escribir. No dudo, eso sí, que el chándal le siente bien, como es propio de un hombre tan elegante. 

2. Hago una asociación pessoana a partir del diario de Juan Marqués Creo que el sol nos sigue, que ha publicado Pre-Textos. La primera versión de algunas entradas aparecieron en su día en The Objective (el título, por ejemplo, sale de esta). El libro es corto y suficiente como un poemario. En un pasaje, después de releer con disfrute Biografía del silencio de Pablo D'Ors, escribe Marqués que le escama: "Esa insistencia en que la meditación es el mejor modo de conocerse, esa obsesión con reflexionar sobre uno mismo, esa manía con pensarse...". Aquí es donde me he acordado de Pessoa, una de cuyas odas de Ricardo Reis termina: "Los dioses son dioses / porque no se piensan". 

3. Como individuo flotante y aislado, sin pertenencia clara (desde luego, cero pertenencia a lo que los apretaos y apretás quieren que pertenezca), estoy disfrutando como nadie con una de mis facetas de este verano: la de cinéfilo del cine japonés. Me he visto todo Ozu y todo Mizoguchi, más algún Shindô, Naruse y Kobayashi. Ahora me dispongo a ver todo Kurosawa, pero antes me he puesto dos películas maravillosas dirigidas por la actriz (y directora también, a partir de ellas) Kinuyo Tanaka: Pechos eternos y La luna se levanta. Ella sale en numerosas obras maestras, con su papadita adorable; por ejemplo, en La vida de Oharu de Mizoguchi. Encontré el debate que le dedicaron en Qué grande es el cine ¡y no se la menciona! A pesar de que ella es la protagonista absoluta y de que, como digo, fue cineasta también. Pechos eternos es un drama pionero sobre el cáncer de mama, con uno de los finales más tristes de la historia del cine. La luna se levanta es una deliciosa comedia sentimental, con guión de Ozu y uno de los finales más felices de la historia del cine. 

4. Otra cineasta que me tuvo atrapado en primavera es Chantal Akerman, de la que vi entonces todas las películas disponibles, incluida Jeanne Dielman, que me gustó mucho, aunque todavía más la rohmeriana Los encuentros de Anna. He leído ahora un librito que me compré en Lisboa y que Tránsito tiene editado en español: Una familia en Bruselas. Es prodigioso: una versión literaria, plenamente literaria, de sus películas. Habla sin parar, en chorro musical, coloquial, bernhardiano, una mujer que puede ser la madre de la autora, una polaca superviviente de Auschwitz que terminó residiendo en Bruselas. Ya la conocíamos de la película No home movie, la última de Akerman, y de otras alusiones e interpretaciones por otras actrices. Para ella su madre era tan fundamental que se suicidó tras su muerte. Akerman misma sale en sus películas con un poderoso desaliño, libérrimo, desprejuiciado: en chándal y cosas peores (o mejores: desnuda). Pocas ha habido más brillantes que ella. 

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14.8.25

El verano de Griguol

"Traigo tresientas gorras y ninguna bonita", dijo Carlos Timoteo Griguol con su acento argentino cuando llegó a España para entrenar al Betis. Era Chiquito de la Calzada hecho míster. Lo adoré al instante. Fue en el verano de 1999 y solo aguantó un año en Sevilla, durante el que seguí todas sus declaraciones y no cesé de imitarlo. El verano siguiente, el del 2000, tuve que quedarme por primera vez en Madrid, trabajando. Decidí llevar gorras a lo Griguol y por eso le puse "el verano de Griguol".

No solo llevé gorra, sino todo lo demás: pioneras bermudas, camisas de manga corta, gafas de sol, sandalias. Me camuflé de turista para vivir el julio y el agosto madrileños. Por fortuna trabajaba en casa, escribiendo una serie; solo tenía un par de reuniones semanales. Me quedaba mucho tiempo libre y vivía Madrid a ese ritmo mitificado del verano. Lo que se cuenta es verdad: uno añora el mar, está claro, añora las vacaciones; pero, ya puestos, echa unos días y noches aceptables, con su poética particular. Luego tuve que pasar más veranos, pero el que recuerdo es el primero, en que todas aquellas sensaciones se grabaron en mí.

Iba mucho al cine yo solo, por la refrigeración. Me metía en los cafés de la cadena Jamaica, por la refrigeración. Leía la prensa de pie en el Vips; solo me compraba El País si había artículo de Savater o Azúa. Comía también en el Vips, o en el McDonald's o en la Cantina Mariachi. "¿En qué franquicia comes hoy?", me preguntaba con sorna un amigo. La Cantina Mariachi a la que yo iba la cambiaron de un día para otro por un Lizarran: se quedaron los mismos camareros mexicanos disfrazados de pamplonicas. En la calle los pasos debían ser lentos, y siempre por la acera de sombra. Si uno tenía que cruzar por un tramo de sol, sentía el cuchillo caliente cortándole el cuerpo. Había algo zen, o samurái.

Solo salí una vez de Madrid en aquellos meses: para ir a ver a João Gilberto a Barcelona, que actuaba en el Grec. Me escapé con mi amiga Marga, que era la productora de Gran Hermano, entonces en su apogeo. Con frecuencia ella tenía que resolver por el móvil asuntos de la Casa. En Barcelona reencontré aquel día la brisa mediterránea, que recibí con felicidad tras tanta ausencia. Y por la noche el genio de la bossa nova, que nos dejó mudos.

Iba también al templo de Debod, a la Fnac, y por la noche a las terrazas de Olavide y Conde-Duque. Recuerdo que fue el verano del submarino Kursk, cuyo rescate imposible estuvo durante días en la tele, como una pecera siniestra. Una tarde me terminaba mi McPollo en la plaza de los Cubos cuando pasó caminando muy despacio, solo, Lou Reed. Le eché un vistazo y seguí con mi comida. Me gustó no inmutarme, porque eso probaba que yo era un neoyorquino más. (Para disipar dudas miré al día siguiente el periódico y, en efecto, Lou había estado en Madrid.)

Yo vivía por la zona de Serrano Jover con Princesa. En las madrugadas de calor insoportable me vestía (sin las gafas de sol ni la gorra de Griguol) y bajaba hasta la plaza de España. Me situaba en la esquina del hotel con calle Reyes: allí siempre corría el aire. Es el cruce mágico de Madrid. Dos o tres más en la ciudad lo sabían y allí nos instalábamos, sin decir nada, absorto cada uno en su chute de fresquito. Era como Fuego en el cuerpo, pero sin ganas de follar.

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10.8.25

Emulsiones engrúdicas y apestosas

[Montanoscopia] 

1. Al relato de Gabriel Rufián en El País solo me he acercado con el desactivador de explosivos, es decir, por medio de los análisis que Ricardo Dudda ha hecho en The Objective y Letras Libres. La emulsión engrúdica y apestosa (apestosa a colonia mala) de Rufián sintetiza el estado no solo estético, sino también moral, en que se encuentra nuestra izquierda: entre asintáctico y churrigueresco. No me extraña que toda ella vea hoy en Rufián a su cabeza aglutinante: un separatista antiigualitario por definición, un extranjerizador xenófobo; así está la cosa. Como apunta Dudda, su melopea literaria se corresponde con la melopea política que exhibe en el Parlamento. En otros tiempos era la izquierda la que intentaba, en su empeño ilustrado, podar tales excesos, porque eran los excesos de la tradición carcamal española, que cristalizaron en el franquismo. Lo de Rufián es, en este sentido, franquismo puro: el suyo es un puro problema de prosa. A propósito, vale esto de Jaime Gil de Biedma: "Además de un medio de arte, la prosa es un bien utilitario, un instrumento social de comunicación y de precisión racionalizadora, y no se puede jugar con ella impunemente en la poesía, durante años y años, sin enrarecer aún más la cultura del país –una cultura sometida a graves tensiones, lastrada por el peso de una casi invencible e inveterada insensatez– y sin que la vida intelectual y moral de sus clases ilustradas se deteriore". 

2. De la misma estirpe estéticomoral que la prosa rufianesca es la retórica patriótica de Vox, como la de su moción en Jumilla contra los musulmanes en nombre de la identidad, las raíces y las tradiciones españolas. Lo paradójico es que esta chusca metafísica nacional no sería de aplicación a los musulmanes precisamente. Si Islam es sumisión, España no digamos. Tal vez por la directa herencia islámica, nadie hay más sumiso que el españolito medio, obediente de lo que le dicta su imán de cabecera (¡ahí lo vimos cazando a inmigrantes recién desembarcados, como cazan de todo y en todas direcciones, puesto que para cada una hay un imán!). Lo que carece de identidad española, y de raíz y tradición, es por ejemplo la lectura. Así que son los lectores de Jumilla (alguno habrá) los que han de sentirse concernidos por la moción de Vox. 

3. Férrea sumisión igualmente la de los articulistas gubernamentales. Entre otras campañas, el Gobierno anda ahora en la del desprestigio de Madrid, en parte para justificar el cupo catalán y en parte porque es el único lugar vivible que queda en España, el único en el que aún se puede respirar, y eso resulta intolerable. Así que allá que van los articulistas, desplegándose por las playas españolas para escribir cuadros costumbristas como ordenanzas en bañador; cuadros en los que nunca faltan unos malos que (¡vaya la casualidad!) son madrileños. 

4. Sigo con el Primer cuaderno Borges de Roberto Alifano. En la página 30 aparece un curioso personaje. Están en 1974, Alifano explica que una de las influencias del "peronismo revolucionario" es la Rerum novarum de León XIII y dice Borges: "Sí, eso lo sabía. Un cura jesuita que es profesor de literatura y me visita, llamado Jorge Bergoglio, me habla siempre de esa encíclica, a la que él se adhiere, por supuesto". 

5. Tengo curiosidad por ver cómo trata Borges a Alifano en el diario de transcripciones de Bioy Casares. El resultado es triste. Apenas hay tres o cuatro menciones, entre displicentes y despectivas. Hasta que un día de 1982 anota Bioy esto de Borges: "María [Kodama] veta a Alifano. Me va a dejar solo". 

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7.8.25

Bermudismo radical

Llevar pantalón largo en verano es de botarates. Hablo de los hombres y en regiones calurosas. Yo mismo incurrí durante años, por simple inercia, en esa aberración. Hasta que un día volví al pantalón corto de la niñez y caminé ligero como entonces. Ir con pantalón largo en verano es como llevar las piernas enfundadas en plomo. Un ascetismo muy español, y muy de esos remilgados que consideran que llevan inscrita en el espíritu la noción de la elegancia. Autoproclamada convicción que no resiste que les echemos un vistazo.

Suelen ser los denostadores igualmente del glorioso mangacortismo camisil. Todo lo corto les agrede, no me extrañaría que porque tratan de suplir con la extensión de las prendas otras cortedades más perentorias. Una vez me salió una buena frase (algo, por otro lado, no escaso en mí) cuando, al darme cuenta de que me presenté a la cita con un amigo con camisa de manga corta, pantalón corto y chanclas, le dije: "¡Llevo todos los cortismos que puede llevar un hombre, y si lleva más, no es un hombre!". Aventuro que entre los larguistas de todo género hay más de un pichacorta.

Ir con pantalón corto o bermudas (para mí es indistinta la denominación, lo que importa es que la pierna vaya en cueros) es ir haciendo un ballet delicioso por la ciudad, con un alivio que responde al principio estético (este sí lo es, y no los churriguerismos de los otros) de la ligereza. El bermudista va haciendo durante todo el verano, vaya por donde vaya, patinaje sobre fresco.

Las dos posiciones básicas del bermudista callejero son (a) caminando o (b) sentado. En la posición (a), el movimiento alternativo de las piernas produce una remoción del aire de lo más higiénica, es un efecto de ventilador no circular sino en bucle, como una serpiente de viento que se va enredando y desenredando en una perfecta danza invisible. En la posición (b) son las piernas las que, inmóviles, aguardan que la brisa se acople en ellas; o al menos, si no hay brisa, que no cause más estrago del imprescindible el calor. En ambas posiciones existe la quimérica posibilidad (no por quimérica menos posible) de que una transeuntesa nos avance una caricia.

Yo ahora en los veranos, como pueden comprender, no me pongo un pantalón largo ni loco. Mis piernas desarrollan con los días un rechazo textil que también se me instala en la cabeza. Confieso que no solo soy un bermudista práctico, ni solo un bermudista convencido, sino además un bermudista militante: ¡un bermudista radical! Cuando me cruzo con un pantalonlarguista, hago por que se note mi desprecio. Más de una vez el afectado se ha arremangado el pantalón por frenar mis disparos de kryptonita.

Al amigo que se presenta en una cena con pantalón largo, lo siento mucho pero no le dirijo la palabra. La mera imaginación del calor asfixiante de sus piernas, abrasadas entre telas estólidas, resulta disruptiva. Aunque los amigotes pantaloncortistas no estamos exentos de peligro: más de una vez tendemos, bajo la discreta mesa, al roce de rodillas fraternal.

Hay algo hermoso al término del verano, cuando el frío picotea los tobillos: la vuelta al pantalón largo tras el estiaje. Para entonces su calorcillo de estufa se recibe como grato y nuestras piernas son otra vez las del niño: aquel niño que fuimos y sobre el que después de las vacaciones se cernía la amenaza escolar. Qué formalitos de repente con las piernas tapadas por entero, lo que nos inculcaba un propósito adulto durante el curso para volver a ser, en el verano siguiente, indómitos arapahoes.

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3.8.25

Agosto sin Sánchez (pero con Borges y Steiner)

[Montanoscopia] 

1. Me pego un tiro en el pie de columnista: decido no hablar de Sánchez hasta septiembre. Corro el riesgo de aquel concursante de Esté un minuto sin imitar a Chiquito, que se retorcía hasta que en el segundo 59 estallaba: "¡No puedorl, no puedorl!". 

2. Después del artículo de Trapiello sobre el Primer cuaderno Borges (Renacimiento), he corrido a comprármelo, porque para el verano no va a haber lectura mejor. Su autor es Roberto Alifano, que durante años fue, como él mismo dice, amanuense de Borges. Aprovechaba para tomar notas, como Eckermann con Goethe, de las palabras informales del maestro. Este volumen contiene las del periodo 1974-1976. Apenas llevo unas páginas, pero la felicidad se anticipa porque ya leí muchísimos libros de conversaciones con Borges; hubo una época en que era casi lo único que leía, pues ninguna otra lectura era tan deliciosa ni tan estimulante. Digamos que Borges, plantado en su ceguera, entreveía la aventura de la simple existencia: por la implicación (abismal) del momento, por la trama numerosa que había conducido hasta él. Utilizaba la literatura como un artilugio filosófico singular: no para desencantar, sino para reencantar el mundo. Un uso sabio de la lucidez. Aparte están, claro, las frases punzantes, las anécdotas. En lo poquísimo que llevo de este Primer cuaderno Borges aún no ha aparecido ninguna suya, aunque sí una de otro autor que lleva su sello. Al denostar al rival en una polémica literaria, dice: "El destino no quiso que deshonrara el patíbulo muriendo en él; y ahí lo tienen vivo, después de haber fatigado la infamia". 

3. Me encuentro también con Borges en un artículo que le dedicó George Steiner, "Tigres en el espejo", recogido en el libro de 2009 George Steiner en The New Yorker (Siruela). Le tuve manía a Steiner. Una vez la fotógrafa Gloria Rodríguez lo sacó en El País Semanal junto a un perro enorme. Le dije a ella: "¿Por qué has hecho la foto de un intelectual junto a George Steiner?". Mi manía, curiosamente, surgió de este libro del New Yorker, porque hojeándolo en la librería me topé con las frases displicentes que le dedica a Cioran. Ahora, sin embargo, he leído el artículo sobre Borges y me ha parecido buenísimo, con el alto nivel que se le presupone a Steiner. Otro artículo excelente es "Danubio negro", sobre Karl Kraus y Thomas Bernhard. Kraus y Borges dicen algo convergente sobre la censura. Kraus: "Las sátiras que el censor entiende son prohibidas con toda razón". Borges (parafraseado por Steiner): "El auténtico escritor se vale de alusiones y de metáforas. La censura le obliga a afilar, a manejar de modo más experto, los instrumentos principales de su oficio". 

4. En ese artículo de Steiner "Danubio negro" hay algo impresionante sobre Kraus. Este se había pasado décadas detectando los signos de descomposición del Imperio Austrohúngaro y la sociedad vienesa y anticipando el advenimiento del nazismo. Pero cuando al fin llega, escribe: "Respecto a Hitler, no se me ocurre nada que decir". Según Steiner, "el profeta se quedó sin habla ante la pesadilla de la realización de sus peores temores". Además de los escritos en su periódico unipersonal Die Fackel, Kraus recurría a interpretaciones públicas con modulaciones de la voz y todo un aparataje histriónico. Concluye Steiner: "En algún nivel muy profundo de su semiconsciencia tal vez percibió en Hitler (un antimaestro de la palabra más despiadado que él; un actor, un recitador más hipnótico) la imagen, monstruosamente distorsionada pero también paródica, de sus propios talentos. Ahora se encontraba a sí mismo entre la bola de cristal y el espejo y enmudeció". 

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