Al principio fui de acompañante de una vendedora experta, para observarla. Se me rompía el corazón al ver cómo les colocaba enciclopedias a padres pobres por medio del chantaje emocional sobre el futuro de sus hijos, quienes contribuían poniendo cara de Pablito Calvo. Qué habrá sido de aquellas enciclopedias para el futuro, que el futuro inutilizó.
Pronto entendí que para ser un buen vendedor había que creer en el producto. Mi jornada inaugural, tras la ronda de los integrantes del grupo por pisos del barrio elegido, se me ocurrió soltar un chiste sobre la calidad de nuestras enciclopedias. El jefe se sorprendió, y me recitó muy serio los trucos que él mismo nos había enseñado para embaucar a los clientes.
Llegó el momento de salir solo. Fue un desastre. Me ponía de parte de mis supuestas víctimas cuando se resistían a mis esmirriados argumentos. Contraviniendo las instrucciones, me fui a vender a una zona acomodada. En ella el chantaje emocional carecería de efecto, pero al menos no corría el riesgo de entrampar a un desgraciado.
La señora me abrió. La casa estaba muy bien puesta, a diferencia de las anteriores, tan menesterosas. Me permitió que le soltara la retahíla entera, sin interrumpirme. Daba ya por vendida mi primera enciclopedia. Pero la señora rechazó comprarla: me dijo que me había hecho pasar y me había escuchado solo por educación. En ese momento vi en el mueble una fotografía de ella con su marido. Este, no me lo podía creer, era uno de los despreciables profesores de Filosofía que me había dado clase ese año y de los que yo escapaba yéndome a Madrid.
El remate fue en la siguiente puerta. Esta vez era un señor el que me hizo pasar y también escuchó mi discurso completo. Al término, me soltó: "Eres un chapuzas, macho". Resulta que él había sido vendedor, un número uno, según él, y había sentido curiosidad por cómo lo hacía aquel joven. "Fatal", resumió. Y se puso a desgranar mis defectos, que eran todos.
Ahí acabó mi carrera. Fui a casa a soltar los carpetones. Sabía que Curro y Palomo, a los que había conocido precisamente en primero de Filosofía, estaban en la playa de las Acacias. Aún no habíamos ido juntos, por mi dichosa obligación de las enciclopedias. Me puse el bañador, cogí la bici. Recuerdo la alegría mientras pedaleaba por el paseo marítimo, liberado al fin.
Escoger como lema vanguardista los versos de Tirteo de Esparta: "Pues es hermoso morir si uno cae en la vanguardia / cual guerrero valiente que por su patria pelea". O adorar a Arquíloco: "En la lanza tengo mi pan negro, en la lanza / mi vino de Ismaro, y bebo apoyado en mi lanza". Su libertad de tirar el preciado escudo: "¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor".
Fue entero el verano de Arquíloco, con vida pagana (éramos nietzscheanos, al cabo) junto al mismo mar. ¡Sensualidades de Safo y Alceo, vigor de Píndaro! Y la inoculación melancólica de poetas como Anacreonte, Teognis o Mimnermo, que nos hacían conscientes de la caducidad y la decrepitud a los diecinueve años. Pero la solución la daba el propio Arquíloco: "Porque ni llorando remediaré nada, ni nada / empeoraré dándome a placeres y festejos".
En cuanto al dinero que me faltaba, me siguió faltando, pero me fui a Madrid. El chantaje emocional se lo hice yo a mis pobres padres, no en plan Pablito Calvo sino Joselito, niño prodigio y traficante de armas: nuestro Rimbaud.
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En The Objective.