[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 2:08]
Buenas noches. Yo estaba rabiosamente en contra del cambio de hora, pero en cuanto Sánchez se ha manifestado también en contra, yo me he vuelto un fanático en favor del cambio de hora. ¡Así funciono! De pronto me he puesto a verle virtudes formidables al cambio de hora y ya no concibo mi vida sin el cambio de hora. La vida, de hecho, suele ser un tostonazo, un río monótono en el que nunca pasa nada... ¡Salvo el cambio de hora! El cambio de hora nos da vidilla dos veces al año y está bien que al menos nos pase eso. Por otra parte, los ingenuos que se oponen al cambio de hora (yo mismo hasta que habló el presidente) dan por hecho que el horario que se quedará será el de verano. ¡Quiá! Los gobernantes nos quieren con horario de invierno. Por la mañana temprano a trabajar y por la noche en casa recogiditos. Hay un dato que nos permite deducir esta preferencia del Estado por la opción más triste. ¿Qué es lo que hace el Estado ahora que cambia la hora? Pues robarnos una gloriosa hora de primavera para devolvernos, cinco meses después, una marchita hora de otoño. El Estado no engaña a nadie: nos roba oro y nos devuelve ceniza. Pero, aun así, está bien el cambio. A partir del pasado fin de semana, nos comeremos infinidad de tardes tristes, en que a las seis ya es de noche. Pasaremos muchísimas semanas con el ánimo por los suelos, que no levantará ni el suplemento de las luces navideñas. Pero el sacrificio merecerá la pena solo por la primera tarde larga que nos aguarda a finales de marzo, cuando el horario de verano regrese. Sí, solo por ese golpetazo de luz, intenso y deslumbrante (¡cosquilleante!), merecerá la pena.