Francia se ha vendido siempre muy bien a sí misma, y su imagen más favorable es la que le hemos comprado: la de la Ilustración, la Revolución, los poetas malditos y la resistencia contra los nazis. Pero Francia ha sido también la del Absolutismo, la Restauración, las familias ultracatólicas de los poetas malditos (ultracatólicas e insoportables: más insoportables aún que los poetas malditos) y el colaboracionismo con los nazis. Nos olvidamos demasiado fácilmente de la Francia de Vichy, y de que en el propio París los invasores vivieron relativamente bien. En el gran libro de Herbert Lottman La caída de París hay un detalle cotidiano escalofriante; escalofriante por cotidiano: el alivio que sintieron los tenderos parisinos cuando, la primera mañana de la invasión, vieron que los soldados alemanes no robaban sus productos, sino que los pagaban. Aquellas monedas suponían también una transacción moral, y me imagino a los hijos, a los nietos de aquellos tenderos escandalizadísimos ahora con el matrimonio gay.
En efecto, esta oleada energúmena que sacude ahora a Francia es la heredera del régimen de Vichy, la que asomaba en los éxitos electorales de los Le Pen y no nos terminábamos de creer del todo. Cosa comprensible desde este lado de los Pirineos, en que Francia ha sido un símbolo de lo que siempre nos faltaba, y por eso nuestra auténtica aristocracia ha sido la de los afrancesados. Al final, el ominoso mandato de Zapatero (ese Pétain de los nacionalistas), podrá presumir al menos de haber tenido un momento luminoso, digno de ese símbolo. Resulta emocionante ahora comparar. Cuando se legalizó aquí el matrimonio gay en 2005, rebuznó la Iglesia y rebuznó el PP, pero la sociedad lo aceptó sin apenas roce. La misma sociedad que treinta años antes tenía que ir a Perpiñán a ver Emmanuelle y que servía de parodia en películas como Lo verde empieza en los Pirineos. (En estos ocho años ha sido lo arcoíris lo que empezaba en los Pirineos: para los franceses).
Al final, es esta sociedad española tolerante nuestro mayor bien. Demasiado bueno como para que lo respeten los políticos: el propio Zapatero la azuzó enseguida con sus guerracivilismos; como la quiere azuzar ahora Rajoy con su ley del aborto y su asignatura de religión. Pero alegrémonos hoy, recordando el día en que España fue más Francia que Francia.
[Publicado en Zoom News]
30.5.13
28.5.13
Aznar, valor seguro
Recuerdo que cada vez que empezaba una nueva etapa en la radio Jesús Quintero, el Loco de la Colina, llevaba como invitado a José Luis Sampedro, porque hablaba y hablaba y le hacía la entrevista sola. El Loco aprovechaba para romper el hielo con su propia silla y acomodarse en el puesto. El efecto más sintomático de la reaparición del expresidente Aznar la semana pasada tuvo lugar en las páginas de un periódico, El País. Ningún columnista lo tuvo más difícil esos días que el sustituto de Maruja Torres. La marcha de la veterana periodista le había dejado al que ocupara su sitio un gran escaparate, pero también un marronazo. Los lectores comunes no supimos quién era hasta comenzada la madrugada del miércoles al jueves. Entonces vimos el nombre: Jorge M. Reverte. Título de la columna: “Aznar e Irak”. Había decidido romper el hielo con un valor (un calor) seguro.
La amenaza del regreso de Aznar ha tenido varios efectos interesantes. El primero, obviamente, el del miedo en su propio partido. Si pretendía ser un iceberg que hundiera el actual PP, se ha encontrado con que Rajoy y los suyos forman un bloque igual de gélido como mínimo. Quizá sean una modalidad de hielo blanda y escurridiza: pero igualmente fría. Al expresidente lo han tratado los suyos (¿los exsuyos?) con tal frialdad, que ahora va por ahí como Walt Disney congelado. Regresar al poder no va a ser una travesía del desierto, sino de la Antártida.
Otro efecto ha sido el de las críticas desmitificadoras por parte de analistas que no pertenecían al antiaznarismo oficial, y por eso han de ser más tomadas en cuenta. Los dos mejores ejemplos son la de Arcadi Espada, que desmonta el mito del Aznar estadista; y la de José García Domínguez, que hace lo propio con el del Aznar beneficioso para la economía. Estas críticas han sido como un striptease impuesto: son otros los que lo han desnudado de sus ropajes de gloria, según el conocido procedimiento de señalarlo: “Aznar va desnudo”. Lo cual, por otra parte, tiene para Aznar una ventaja y una desventaja. La ventaja, que así puede lucir los ladrillitos de su abdomen. La desventaja, que esos ladrillitos nos recordarán la burbuja inmobiliaria.
Pero la felicidad ha estado en el sector antiaznarista propiamente dicho: el que antes he llamado oficial y que también podría ser llamado parroquial. Las aguas morales se abrieron como en aquellos tiempos y el bien y el mal volvían a estar satisfactoriamente separados; acompañado quizá de una promesa de bolsillos llenos. A este resguardo (el de Aznar como malo puro) es al que ha querido ponerse el sucesor de Maruja Torres. Encontrándose con dos que sí siguen en el periódico, porque ellos no enfadan al patrón: Juan José Millás y Juan Cruz. Ha sido bonito leerlos como cuando entonces. Antes de que vuelva Aznar, ha vuelto el antiaznarismo. Debería ser este el encargado de darle calor.
[Publicado en Zoom News]
La amenaza del regreso de Aznar ha tenido varios efectos interesantes. El primero, obviamente, el del miedo en su propio partido. Si pretendía ser un iceberg que hundiera el actual PP, se ha encontrado con que Rajoy y los suyos forman un bloque igual de gélido como mínimo. Quizá sean una modalidad de hielo blanda y escurridiza: pero igualmente fría. Al expresidente lo han tratado los suyos (¿los exsuyos?) con tal frialdad, que ahora va por ahí como Walt Disney congelado. Regresar al poder no va a ser una travesía del desierto, sino de la Antártida.
Otro efecto ha sido el de las críticas desmitificadoras por parte de analistas que no pertenecían al antiaznarismo oficial, y por eso han de ser más tomadas en cuenta. Los dos mejores ejemplos son la de Arcadi Espada, que desmonta el mito del Aznar estadista; y la de José García Domínguez, que hace lo propio con el del Aznar beneficioso para la economía. Estas críticas han sido como un striptease impuesto: son otros los que lo han desnudado de sus ropajes de gloria, según el conocido procedimiento de señalarlo: “Aznar va desnudo”. Lo cual, por otra parte, tiene para Aznar una ventaja y una desventaja. La ventaja, que así puede lucir los ladrillitos de su abdomen. La desventaja, que esos ladrillitos nos recordarán la burbuja inmobiliaria.
Pero la felicidad ha estado en el sector antiaznarista propiamente dicho: el que antes he llamado oficial y que también podría ser llamado parroquial. Las aguas morales se abrieron como en aquellos tiempos y el bien y el mal volvían a estar satisfactoriamente separados; acompañado quizá de una promesa de bolsillos llenos. A este resguardo (el de Aznar como malo puro) es al que ha querido ponerse el sucesor de Maruja Torres. Encontrándose con dos que sí siguen en el periódico, porque ellos no enfadan al patrón: Juan José Millás y Juan Cruz. Ha sido bonito leerlos como cuando entonces. Antes de que vuelva Aznar, ha vuelto el antiaznarismo. Debería ser este el encargado de darle calor.
[Publicado en Zoom News]
27.5.13
El último mar de Thomas Bernhard
Málaga es una ciudad absolutamente bernhardiana. Ante todo, porque podría pasarse uno horas (¡páginas!) despotricando contra ella, como hace Bernhard con Viena o Salzburgo. No tengo ganas de explayarme hoy. Baste decir, por el momento, que aquí todo es un desastre y un horror... menos el mar (¡el azul del mar, la brisa del mar!) y la luz. La única tarea malagueña digna sería, por tanto, la de abrirse al mar y a la luz. Solo eso: abrirse al mar y a la luz. Los urbanistas, abrir sus espacios al mar y a la luz; los escritores, abrir sus páginas al mar y a la luz. Pero sucede justo lo contrario: todos, urbanistas y escritores, se dedican a taponar sus espacios y sus páginas con inicua mampostería. Algún día el mar tendría que vengarse y montar un buen tsunami azul que extirpara ese tapón, en plan operación de cataratas. Un buen latigazo de azul que arramblase con todo.
Y Málaga es también bernhardiana porque su mar fue el último que vio Bernhard. Aquí se vino el 18 de diciembre de 1988, al hotel La Barracuda de Torremolinos, y trece días después se lo llevaron ya a Viena a morir (cosa que sucedió el 12 de febrero de 1989). El bernhardiano malagueño tiene, así, un lugar de peregrinación bernhardiano en Málaga: el hotel La Barracuda. Yo de vez en cuando me doy un paseo por allí. Suelo ir por la tarde. Tomo en Málaga el trenecito hasta Torremolinos, me detengo un rato en el mirador que hay junto al hotel Stella Polaris y que da a toda la bahía, bajo al Bajondillo por la escalera del cementerio y sigo caminando por el paseo marítimo hasta Puerto Marina: bullicioso cuando es verano; y, cuando no, todo vacío y con una hermosísima desolación de fuera de temporada. Un poco antes de Puerto Marina, al final de La Carihuela, se encuentra el hotel. Bernhard, según indica el traductor Miguel Sáenz en su biografía de Bernhard, estuvo alojado en la habitación 912. Al pie del hotel hay un banquito. Es perfecto para sentarse a contemplar el mar, por un milagroso espacio libre que queda, razonablemente amplio, entre un chiringuito y una palmerita. A veces llego a última hora. Lo esencial, para mirar el mar, es que, aunque esté oscurecido, pueda divisarse todavía la línea que lo separa del cielo. Cuando desaparece y ya todo, cielo y mar, es negro, no tiene sentido mirar. La contemplación del mar se apoya en esa línea: esa horizontalidad absoluta del mar, que otorga un gran descanso.
Nunca me había atrevido a entrar yo solo en el hotel. Pero en agosto de 2009 quedé con otro amigo bernhardiano, Paco Torres, editor y poeta, para hacerlo. Nuestro homenaje iba a consistir solo en estar allí, en tomar algo. Pero al final nos enfrascamos en una intensa conversación (¡con brindis!) sobre Bernhard. De vez en cuando lo imaginábamos en aquel diciembre de 1988, contemplando su atardecer de invierno, tan distinto del nuestro de verano. Estábamos casi solos en el bar, pero pusieron la música y nos pasamos a una mesa de fuera, cerca de la piscina. Fue oscureciendo. Había luna llena. Además de Bernhard, Paco Torres habló de sus últimas lecturas: Schwob, Roussel, Vonnegut; y de asuntos relativos a su editorial. Yo de que andaba enfrascado en Poe para escribir un ensayito sobre Poe, La muerte en Poe. El bar se fue llenando tras la cena (por la puerta llegaba el pestazo del bufet) y entonces comenzó el espectáculo: unos payasos ruidosos, que nos hicieron ver que era el momento de largarse. El hotel parece en franca decadencia, y está concebido para alojar a turistas vulgares; pero, de algún modo, resulta bernhardiano. En su web tiene gracia el foro, entre cuyas entradas puede leerse: “Lo veo más abandonado”, "Comida fatal", "Si aún no has pagado, ¡corre y no vengas!"... ¡Ah, qué íbamos a hacer si todo estuviese bien! Bernhardiano es el que sabe sacarle al mundo un zumo de felicidad, con el despotrique. Y bernhardiano es el hotel que aguanta y no lo borra.
Pero volvamos al mar. En España, Bernhard tuvo primero el de Mallorca; el de Palma, según le especificaba a Krista Fleischmann en una de sus conversaciones: “Pero la verdad es que el aire del mar es maravilloso. Y usted misma puede ver lo hermoso que es, y que solo puede favorecer el trabajo. Los barcos son siempre agradables, y el mar es impagable. Mejor que la montaña. Que en realidad, más bien embrutece. Y el agua y el mar dilatan las venas, y quizá también las arterias. No sé. [...] Lo que más sentido tiene aquí es el calor en noviembre, ¿no?, por eso vienen todos esos viejos. Yo también me siento viejísimo. Soy un escritor clásico, viejísimo, y por eso vengo aquí..., a la cálida estufa del Mediterráneo”. Pero allí cambiaron un día la decoración de su café favorito, el Miami, y Bernhard dijo: “Palma se ha acabado para mí”. Y no volvió más. Terminó acudiendo a la Costa del Sol.
De su estancia en Málaga solo conozco dos fotos, publicadas en Thomas Bernhard et ses compagnons de vie. Les archives (L’Arche Editeur, París, 2002). En una aparece postrado en la cama de su habitación del hotel, vestido, con un pañuelo al cuello y con una mano en el pecho, como un poeta romántico, aunque sin queja. En la otra parece que hace frío; está en un malecón, ante el Mediterráneo revuelto, con un abrigo tipo gabardina, gafas oscuras y una mueca enfermiza. En Mis premios dice Bernhard, refiriéndose a otra ocasión, a otra costa: “Siempre había sido el mar lo que me había salvado, solo necesitaba ir al mar y estaba salvado”. El de Málaga no le valió para eso. A mí tampoco.
[Publicado en Jot Down]
Y Málaga es también bernhardiana porque su mar fue el último que vio Bernhard. Aquí se vino el 18 de diciembre de 1988, al hotel La Barracuda de Torremolinos, y trece días después se lo llevaron ya a Viena a morir (cosa que sucedió el 12 de febrero de 1989). El bernhardiano malagueño tiene, así, un lugar de peregrinación bernhardiano en Málaga: el hotel La Barracuda. Yo de vez en cuando me doy un paseo por allí. Suelo ir por la tarde. Tomo en Málaga el trenecito hasta Torremolinos, me detengo un rato en el mirador que hay junto al hotel Stella Polaris y que da a toda la bahía, bajo al Bajondillo por la escalera del cementerio y sigo caminando por el paseo marítimo hasta Puerto Marina: bullicioso cuando es verano; y, cuando no, todo vacío y con una hermosísima desolación de fuera de temporada. Un poco antes de Puerto Marina, al final de La Carihuela, se encuentra el hotel. Bernhard, según indica el traductor Miguel Sáenz en su biografía de Bernhard, estuvo alojado en la habitación 912. Al pie del hotel hay un banquito. Es perfecto para sentarse a contemplar el mar, por un milagroso espacio libre que queda, razonablemente amplio, entre un chiringuito y una palmerita. A veces llego a última hora. Lo esencial, para mirar el mar, es que, aunque esté oscurecido, pueda divisarse todavía la línea que lo separa del cielo. Cuando desaparece y ya todo, cielo y mar, es negro, no tiene sentido mirar. La contemplación del mar se apoya en esa línea: esa horizontalidad absoluta del mar, que otorga un gran descanso.
Nunca me había atrevido a entrar yo solo en el hotel. Pero en agosto de 2009 quedé con otro amigo bernhardiano, Paco Torres, editor y poeta, para hacerlo. Nuestro homenaje iba a consistir solo en estar allí, en tomar algo. Pero al final nos enfrascamos en una intensa conversación (¡con brindis!) sobre Bernhard. De vez en cuando lo imaginábamos en aquel diciembre de 1988, contemplando su atardecer de invierno, tan distinto del nuestro de verano. Estábamos casi solos en el bar, pero pusieron la música y nos pasamos a una mesa de fuera, cerca de la piscina. Fue oscureciendo. Había luna llena. Además de Bernhard, Paco Torres habló de sus últimas lecturas: Schwob, Roussel, Vonnegut; y de asuntos relativos a su editorial. Yo de que andaba enfrascado en Poe para escribir un ensayito sobre Poe, La muerte en Poe. El bar se fue llenando tras la cena (por la puerta llegaba el pestazo del bufet) y entonces comenzó el espectáculo: unos payasos ruidosos, que nos hicieron ver que era el momento de largarse. El hotel parece en franca decadencia, y está concebido para alojar a turistas vulgares; pero, de algún modo, resulta bernhardiano. En su web tiene gracia el foro, entre cuyas entradas puede leerse: “Lo veo más abandonado”, "Comida fatal", "Si aún no has pagado, ¡corre y no vengas!"... ¡Ah, qué íbamos a hacer si todo estuviese bien! Bernhardiano es el que sabe sacarle al mundo un zumo de felicidad, con el despotrique. Y bernhardiano es el hotel que aguanta y no lo borra.
Pero volvamos al mar. En España, Bernhard tuvo primero el de Mallorca; el de Palma, según le especificaba a Krista Fleischmann en una de sus conversaciones: “Pero la verdad es que el aire del mar es maravilloso. Y usted misma puede ver lo hermoso que es, y que solo puede favorecer el trabajo. Los barcos son siempre agradables, y el mar es impagable. Mejor que la montaña. Que en realidad, más bien embrutece. Y el agua y el mar dilatan las venas, y quizá también las arterias. No sé. [...] Lo que más sentido tiene aquí es el calor en noviembre, ¿no?, por eso vienen todos esos viejos. Yo también me siento viejísimo. Soy un escritor clásico, viejísimo, y por eso vengo aquí..., a la cálida estufa del Mediterráneo”. Pero allí cambiaron un día la decoración de su café favorito, el Miami, y Bernhard dijo: “Palma se ha acabado para mí”. Y no volvió más. Terminó acudiendo a la Costa del Sol.
De su estancia en Málaga solo conozco dos fotos, publicadas en Thomas Bernhard et ses compagnons de vie. Les archives (L’Arche Editeur, París, 2002). En una aparece postrado en la cama de su habitación del hotel, vestido, con un pañuelo al cuello y con una mano en el pecho, como un poeta romántico, aunque sin queja. En la otra parece que hace frío; está en un malecón, ante el Mediterráneo revuelto, con un abrigo tipo gabardina, gafas oscuras y una mueca enfermiza. En Mis premios dice Bernhard, refiriéndose a otra ocasión, a otra costa: “Siempre había sido el mar lo que me había salvado, solo necesitaba ir al mar y estaba salvado”. El de Málaga no le valió para eso. A mí tampoco.
[Publicado en Jot Down]
23.5.13
Gestos pagados
El revuelo en las alturas del PP, con Aznar como aprendiz de brujo tratando de parar la máquina (lenta pero letal) puesta en marcha por él mismo, corre el riesgo de tapar lo que sucede en las bajuras. Yo en estos casos no tengo dudas y miro siempre hacia esto último. ¿Y qué tenemos abajo? A la lideresa de Nuevas Generaciones diciéndole unas cosas a la ministra Báñez que a lo mejor la han sonrojado, pero no lo sabremos nunca porque el rostro de la ministra no ha sido agraciado con la expresividad.
¡Hada madrina! ¡Luz de la oportunidad! Como Wert se entere, mete a Báñez como tema en la remozada asignatura de religión. La adoradora se llama Beatriz Jurado y, cuando mi amigo Fray Josepho nos la presentó en Twitter, no me lo podía creer. De hecho, he estado más cerca de creer en la hadidad de la ministra que en la existencia de una pelota de semejante calibre. Y eso que nos la muestran las cámaras.
Pero se ve que es el estilo de la chica. En el otro vídeo empieza diciendo: “No conozco a un tío más honesto y más íntegro que Nieto”. Nieto no es el kiosquero de la esquina: Nieto es el alcalde de Córdoba, en el Ayuntamiento en el que ella, cordobesa, ha sido concejala. No se ha quedado ahí: ha progresado a senadora. Su currículum es impresionante: se licenció en Derecho, hizo unas prácticas y empezó a vivir de la política. Se conoce que sus gestos (¡masajísticos!) han sido bien recompensados.
Y esta es la corrupción de fondo: la que está en el escaparate. No la de los sobres ocultos, sino la de las nóminas a la vista. La del dinero que se está llevando, de nuestros bolsillos, gente que da vergüenza ajena.
[Publicado en Zoom News]
¡Hada madrina! ¡Luz de la oportunidad! Como Wert se entere, mete a Báñez como tema en la remozada asignatura de religión. La adoradora se llama Beatriz Jurado y, cuando mi amigo Fray Josepho nos la presentó en Twitter, no me lo podía creer. De hecho, he estado más cerca de creer en la hadidad de la ministra que en la existencia de una pelota de semejante calibre. Y eso que nos la muestran las cámaras.
Pero se ve que es el estilo de la chica. En el otro vídeo empieza diciendo: “No conozco a un tío más honesto y más íntegro que Nieto”. Nieto no es el kiosquero de la esquina: Nieto es el alcalde de Córdoba, en el Ayuntamiento en el que ella, cordobesa, ha sido concejala. No se ha quedado ahí: ha progresado a senadora. Su currículum es impresionante: se licenció en Derecho, hizo unas prácticas y empezó a vivir de la política. Se conoce que sus gestos (¡masajísticos!) han sido bien recompensados.
Y esta es la corrupción de fondo: la que está en el escaparate. No la de los sobres ocultos, sino la de las nóminas a la vista. La del dinero que se está llevando, de nuestros bolsillos, gente que da vergüenza ajena.
[Publicado en Zoom News]
21.5.13
Suprimir las autonomías
Me espeta uno, a raíz de mi artículo sobre Las autonosuyas: “¿Pero no eras tan constitucionalista? ¿Ahora pretendes suprimir las autonomías? ¡Eso es inconstitucional!”.
No, hombre, no, yo no pretendo suprimir nada. Lo mío es solo reflexionar. Soy un hombre de palabras y no de acciones. Y solo defiendo las acciones que se realicen dentro del marco constitucional, que es el que acepto. Considero que las autonomías se nos han ido de las manos, sí; pero solo aceptaría que se modificase el modelo de Estado legítimamente: por los procedimientos establecidos en la Constitución. Estos procedimientos requieren amplias mayorías, como pide la sensatez. En este asunto, lo único que hago es intentar persuadir con mi opinión, para que sea lo más mayoritaria posible. Descomunal propósito, que me vence de antemano.
En realidad, soy pesimista. Está claro que las autonomías nos restan funcionalidad, operatividad; que probablemente nos hundiremos por ellas. Pero no es suficiente. El quijotismo hispánico se ha acoplado ahora al patriotismo regional, y de ahí no hay quien lo saque. La organización autonómica, que no era más que eso, una manera de organizar el Estado, ha fabricado su metafísica. Si uno critica la autonomía andaluza, la autonomía catalana o la autonomía vasca, los predicadores locales trasladan la crítica a “Andalucía”, a “Cataluña” o al “País Vasco”; entes absolutos que no admiten discusión. Y espero que ninguno replique: ¡como “España”! Porque estamos hartos de discutir sobre ella.
La descentralización podría haber resultado aligeradora, pero lo que ha hecho ha sido multiplicar la pesadez. Y dificultar los flujos. Podría haber contribuido a vertebrar España, según el viejo sueño de Ortega y Gasset; pero la ha desvertebrado todavía más. Yo cada vez tengo más la sospecha de que con una democracia centralista (que no centrípeta) nos hubiera ido mejor. El empuje democrático de la Transición, su desarrollo económico, la libertad de costumbres, habrían llegado más lejos sin las trabas autonómicas: que tiraron para lo local y lo folclórico, alentaron el catetismo, estropearon la educación, añadieron tics, fomentaron el clientelismo y, sobre todo, segregaron la casta de políticos autonómicos, que es lo más africano que tenemos en Europa.
Pero yo no pretendo suprimir las autonomías. Me limito a lamentar que el pueblo español, por vía constitucional y democrática, no vaya a hacerlo. Como el que se quita un corsé.
[Publicado en Zoom News]
No, hombre, no, yo no pretendo suprimir nada. Lo mío es solo reflexionar. Soy un hombre de palabras y no de acciones. Y solo defiendo las acciones que se realicen dentro del marco constitucional, que es el que acepto. Considero que las autonomías se nos han ido de las manos, sí; pero solo aceptaría que se modificase el modelo de Estado legítimamente: por los procedimientos establecidos en la Constitución. Estos procedimientos requieren amplias mayorías, como pide la sensatez. En este asunto, lo único que hago es intentar persuadir con mi opinión, para que sea lo más mayoritaria posible. Descomunal propósito, que me vence de antemano.
En realidad, soy pesimista. Está claro que las autonomías nos restan funcionalidad, operatividad; que probablemente nos hundiremos por ellas. Pero no es suficiente. El quijotismo hispánico se ha acoplado ahora al patriotismo regional, y de ahí no hay quien lo saque. La organización autonómica, que no era más que eso, una manera de organizar el Estado, ha fabricado su metafísica. Si uno critica la autonomía andaluza, la autonomía catalana o la autonomía vasca, los predicadores locales trasladan la crítica a “Andalucía”, a “Cataluña” o al “País Vasco”; entes absolutos que no admiten discusión. Y espero que ninguno replique: ¡como “España”! Porque estamos hartos de discutir sobre ella.
La descentralización podría haber resultado aligeradora, pero lo que ha hecho ha sido multiplicar la pesadez. Y dificultar los flujos. Podría haber contribuido a vertebrar España, según el viejo sueño de Ortega y Gasset; pero la ha desvertebrado todavía más. Yo cada vez tengo más la sospecha de que con una democracia centralista (que no centrípeta) nos hubiera ido mejor. El empuje democrático de la Transición, su desarrollo económico, la libertad de costumbres, habrían llegado más lejos sin las trabas autonómicas: que tiraron para lo local y lo folclórico, alentaron el catetismo, estropearon la educación, añadieron tics, fomentaron el clientelismo y, sobre todo, segregaron la casta de políticos autonómicos, que es lo más africano que tenemos en Europa.
Pero yo no pretendo suprimir las autonomías. Me limito a lamentar que el pueblo español, por vía constitucional y democrática, no vaya a hacerlo. Como el que se quita un corsé.
[Publicado en Zoom News]
17.5.13
Ronda de librerías
A mi ciudad de la costa vino la semana pasada una amiga editora de la capital, junto con su encargada de prensa. Estaban en una ciudad cercana para presentar un libro y aprovecharon para visitar librerías de la región. “Venimos a vigilar el negocio”, dijo la editora con gracia. Todos saben cuál es mi ciudad, y cuál es la capital, y los de aquí averiguarán cuáles son las librerías que recorrimos. Pero me he inclinado por no decir nombres esta vez, no tanto por discreción (no cuento nada indiscreto) como para que se produzca un efecto abstracto. Es una croniquilla flotante en el espacio, pero anclada en el tiempo: el de nuestra crisis y todo lo demás. Al juntar las impresiones de la ronda sale una especie de diagnóstico.
Para mí el paseo tuvo su cosa, porque la relación que mantengo con los libreros es esquiva. Nunca les pregunto nada y me molesta cuando se dirigen a mí. Me gusta entrar en las librerías furtivamente: solo a mirar libros, y a pagar los que me llevo; la transacción de la caja es la única que mantengo con el personal. Todo lo que se salga de ahí me disgusta, como me disgustan los chefs que te interrumpen la comida: esas odiosas comidas con aparato teórico. Yo voy al restaurante a comer, no a hablar; y a la librería solo a hojear y a comprar libros. No tengo, por tanto, relación con ningún librero de mi ciudad. Ir en una comitiva que se proponía abordarlos era para mí novedoso. Tenía curiosidad. Aunque también me preocupaba que se “quedasen con mi cara” y me hablasen en el futuro. Para evitarlo me he autorrecetado estar un tiempo prudencial sin visitar esas librerías: mi cara, por fortuna, es la del hombre de la multitud, y en unas semanas se disolverá en su memoria como un azucarillo.
Me quedarán al menos las librerías de viejo; y las librerías de las franquicias de la ciudad, que son tres. Estas no las visitamos. Fuimos a las otras cuatro, que se encuentran por la zona del centro. El primer dato es que el año pasado eran cinco: la más exclusiva, la que tenía más libros de editoriales pequeñas, cerró. Puede que no se la mereciera la ciudad. Aquí, por ejemplo, abrieron un Vips hace quince años y en pocos meses tuvieron que cerrar la parte de los libros. El cierre fue ostensible, para complacer sin duda al lugareño: tapiaron la dependencia como para asegurar que no iba a colarse ningún efluvio libresco en el comedor. Aunque el negocio terminó fracasando entero, como si el hecho de que alguna vez contuviera libros fuese una falta imperdonable. (Hoy, por lo demás, en todos los Vips del país están reduciendo la sección de librería de manera drástica).
La ronda fue a media tarde, de un miércoles nublado pero primaveral. En tres de las cuatro librerías no había ningún cliente. En la cuarta había una larga cola en la puerta, pero porque iba a firmar ejemplares un autor de best sellers sensibleros. Ya llegaremos ahí. Empecemos por la primera librería. Fue la más grande de la ciudad durante mucho tiempo. Hace diez años la ampliaron aún más. Hoy la han vuelto a reducir. Se han desprendido de la mitad de uno de sus locales, que se ha convertido en una copistería. “Las cosas van mal”, dice la librera de la caja de abajo, “pero no paramos de hacer cosas, presentaciones, talleres, para que haya movimiento, para que la gente entre y sepa que estamos”. Los empleados están haciendo un esfuerzo (reduciéndose los sueldos, creo entender), “para ver si aguantamos todos”. Nos cuenta que los propios libros están bajando de precio. Una edicioncita medio lujosa de uno, que empezó vendiéndose a 16 euros, “ya va por 5,90”. Hay un plus sentimental en la conversación, tanto por parte de la librera como de la editora y la encargada de prensa. La pena no es solo que el negocio vaya mal: es también que los libros vayan mal. Detecto una melancolía añadida: más allá de lo comercial, de lo que viven, sus puestos les permiten atisbar un elemento de la sociedad averiado.
La segunda librería me parece que es a la que peor le va. Al menos, es la que yo ahora menos visito y la que siempre veo más vacía. Pero hay una librera guapa, delgadita, que le gustaba mucho a un amigo mío y a la que por primera vez escucho hablar largamente. Es la que está más nerviosa. Y la que trata de apuntalar de un modo más visible su establecimiento: “Esta librería ha sido siempre una de las referencias de la ciudad”. Cierto. Fue la primera en la que yo entré, con quince o dieciséis años. La vi mientras paseaba por una calle (entonces estaba en otra) y con un movimiento súbito pasé a preguntar por la novela de un autor sudamericano cuyos cuentos estaba leyendo entonces. Al salir me di cuenta de que la librería se llamaba igual que la novela, y me dio tanta vergüenza que quizá sea ese el motivo por el que rehúyo hablar con los libreros. Cuando nos despedimos observo que a la librera le ha gustado la visita. Como si fuese un certificado de existencia. Ocurrió también con la de hace un rato. Y por parte de la editorial hay satisfacción al encontrar los libros en las estanterías y en los escaparates. Se produce un anudamiento de los dos extremos del circuito. Falta el lector.
Con la tercera librería tengo otra historia. La lleva hoy un chico joven, con aspecto indie; pero en mis tiempos universitarios los libreros eran unos ancianos que debían de ser sus abuelos. Un día a un amigo y a mí nos registraron a la salida, acusándonos de haber robado. No teníamos nada. Los abuelos se excusaron, pero mi amigo y yo nos juramos no volver a entrar nunca más en ese sitio. Pasado el tiempo, desde que se hizo cargo el joven, el escaparate se convirtió en el más primoroso de la ciudad. Hasta el punto de que no parece de la ciudad. Mi amigo y yo nos hemos parado mucho a mirarlo, sobre todo de noche, con la librería ya cerrada y cuando volvíamos de tomar unas copas. Hemos mirado, remirado y fotografiado ese escaparate. A todo el mundo le hemos ensalzado el nivel inaudito de ese escaparate, y cuando ha venido un visitante a la ciudad le hemos llevado a que lo vea. Pero hemos seguido sin entrar, porque los juramentos provincianos son indelebles. O lo eran: porque, llevado por los aires sueltos de la capital, entro tantos años después. Pillamos al librero amontonando cajas en el suelo. Pensamos que es por la feria del libro, porque en las anteriores librerías (se me ha olvidado mencionarlo) han dicho que empezaba el viernes: este año la adelantan y además la ponen en un sitio mejor, el remodelado puerto. Pero el chico no tiene caseta, porque son muy caras. Las cajas son de devoluciones a la distribuidora: mil libros. “Cada vez es más difícil mantener el concepto que yo quiero, que es el de librería de fondo”, dice, “que haya libros que estén bien, que me gusten, y que el que venga aquí lo sepa”. Aprovecho para echar un vistazo por las estanterías, mientras oigo de fondo la conversación. Hablan del libro electrónico, de la piratería. De que se vende y se lee poco también en ese formato, en realidad. Tiene buenos libros el muchacho, el interior es digno del escaparate. Veo un libro que me interesa, lo pago, y luego me doy cuenta de que es del tiempo en que sus abuelos me registraron.
La cuarta librería es la de más éxito ahora. La abrieron en la década de 1990 en una zona muy transitada de la ciudad, que jamás había tenido una librería, y funcionó. La editora me dice que el mayor porcentaje de ventas de la ciudad le llega de ahí. Aunque en la ciudad se vende poco en general. Y en la región. (Deprimición por mi parte, como diría –según le traducen– mi novelista favorito). En la puerta, como dije, hay una enorme cola que le da la vuelta a la esquina. Nunca había visto nada igual. Dentro de la librería hay una mesita donde se anuncia para más tarde la firma del aludido autor de best sellers sensibleros. No cabe duda de que su mensaje llega. Un mensaje superoptimista, que a mí me deprime; aunque al público no. El primero de la cola es un joven con barba pelirroja. La segunda una mujer en silla de ruedas. Soy elitista pero no es para presumir: el elitismo es un exilio. Aparte de la cola, en esta librería hay algo más de movimiento que en las otras tres, aunque tampoco mucho. El librero se queja de la situación, pero habla de aguantar: “Como me dice otro amigo mío librero, es que si cierro, ¿adónde voy?”. Está en tensión, y pendiente. Lamenta los tiempos en que “nos gastábamos treinta euros en una botella de vino”. Y nos confiesa, bajando la voz, que a veces, para tranquilizarse, se va a la caja, porque lo que más le relaja es cobrar. Para ver al hombre en acción, la editora le compra un libro. En realidad, ha hecho compras en todas las paradas. “Es que no puedo entrar en una librería y no comprar un libro”, se excusa más tarde, mientras nos tomamos un café en el puerto, justo donde están montando las casetas. Ha venido a vigilar el negocio, y también a dinamizarlo.
Varios días después, ya solo, y como por completar la ronda por mi cuenta, me acerco a la feria. Está este año, en efecto, en un sitio precioso: en el muelle nuevo, junto al mar. Pero hay la mitad de casetas que el pasado, y veo escaso público. Acudo a la presentación de un libro, editado por un amigo de la ciudad, y el autor, como para redondear esta crónica, recuerda la frase de mi filósofo favorito, cuyo nombre tampoco voy a mencionar, aunque todos lo conocen: “El desierto crece...”.
[Publicado en Jot Down]
Para mí el paseo tuvo su cosa, porque la relación que mantengo con los libreros es esquiva. Nunca les pregunto nada y me molesta cuando se dirigen a mí. Me gusta entrar en las librerías furtivamente: solo a mirar libros, y a pagar los que me llevo; la transacción de la caja es la única que mantengo con el personal. Todo lo que se salga de ahí me disgusta, como me disgustan los chefs que te interrumpen la comida: esas odiosas comidas con aparato teórico. Yo voy al restaurante a comer, no a hablar; y a la librería solo a hojear y a comprar libros. No tengo, por tanto, relación con ningún librero de mi ciudad. Ir en una comitiva que se proponía abordarlos era para mí novedoso. Tenía curiosidad. Aunque también me preocupaba que se “quedasen con mi cara” y me hablasen en el futuro. Para evitarlo me he autorrecetado estar un tiempo prudencial sin visitar esas librerías: mi cara, por fortuna, es la del hombre de la multitud, y en unas semanas se disolverá en su memoria como un azucarillo.
Me quedarán al menos las librerías de viejo; y las librerías de las franquicias de la ciudad, que son tres. Estas no las visitamos. Fuimos a las otras cuatro, que se encuentran por la zona del centro. El primer dato es que el año pasado eran cinco: la más exclusiva, la que tenía más libros de editoriales pequeñas, cerró. Puede que no se la mereciera la ciudad. Aquí, por ejemplo, abrieron un Vips hace quince años y en pocos meses tuvieron que cerrar la parte de los libros. El cierre fue ostensible, para complacer sin duda al lugareño: tapiaron la dependencia como para asegurar que no iba a colarse ningún efluvio libresco en el comedor. Aunque el negocio terminó fracasando entero, como si el hecho de que alguna vez contuviera libros fuese una falta imperdonable. (Hoy, por lo demás, en todos los Vips del país están reduciendo la sección de librería de manera drástica).
La ronda fue a media tarde, de un miércoles nublado pero primaveral. En tres de las cuatro librerías no había ningún cliente. En la cuarta había una larga cola en la puerta, pero porque iba a firmar ejemplares un autor de best sellers sensibleros. Ya llegaremos ahí. Empecemos por la primera librería. Fue la más grande de la ciudad durante mucho tiempo. Hace diez años la ampliaron aún más. Hoy la han vuelto a reducir. Se han desprendido de la mitad de uno de sus locales, que se ha convertido en una copistería. “Las cosas van mal”, dice la librera de la caja de abajo, “pero no paramos de hacer cosas, presentaciones, talleres, para que haya movimiento, para que la gente entre y sepa que estamos”. Los empleados están haciendo un esfuerzo (reduciéndose los sueldos, creo entender), “para ver si aguantamos todos”. Nos cuenta que los propios libros están bajando de precio. Una edicioncita medio lujosa de uno, que empezó vendiéndose a 16 euros, “ya va por 5,90”. Hay un plus sentimental en la conversación, tanto por parte de la librera como de la editora y la encargada de prensa. La pena no es solo que el negocio vaya mal: es también que los libros vayan mal. Detecto una melancolía añadida: más allá de lo comercial, de lo que viven, sus puestos les permiten atisbar un elemento de la sociedad averiado.
La segunda librería me parece que es a la que peor le va. Al menos, es la que yo ahora menos visito y la que siempre veo más vacía. Pero hay una librera guapa, delgadita, que le gustaba mucho a un amigo mío y a la que por primera vez escucho hablar largamente. Es la que está más nerviosa. Y la que trata de apuntalar de un modo más visible su establecimiento: “Esta librería ha sido siempre una de las referencias de la ciudad”. Cierto. Fue la primera en la que yo entré, con quince o dieciséis años. La vi mientras paseaba por una calle (entonces estaba en otra) y con un movimiento súbito pasé a preguntar por la novela de un autor sudamericano cuyos cuentos estaba leyendo entonces. Al salir me di cuenta de que la librería se llamaba igual que la novela, y me dio tanta vergüenza que quizá sea ese el motivo por el que rehúyo hablar con los libreros. Cuando nos despedimos observo que a la librera le ha gustado la visita. Como si fuese un certificado de existencia. Ocurrió también con la de hace un rato. Y por parte de la editorial hay satisfacción al encontrar los libros en las estanterías y en los escaparates. Se produce un anudamiento de los dos extremos del circuito. Falta el lector.
Con la tercera librería tengo otra historia. La lleva hoy un chico joven, con aspecto indie; pero en mis tiempos universitarios los libreros eran unos ancianos que debían de ser sus abuelos. Un día a un amigo y a mí nos registraron a la salida, acusándonos de haber robado. No teníamos nada. Los abuelos se excusaron, pero mi amigo y yo nos juramos no volver a entrar nunca más en ese sitio. Pasado el tiempo, desde que se hizo cargo el joven, el escaparate se convirtió en el más primoroso de la ciudad. Hasta el punto de que no parece de la ciudad. Mi amigo y yo nos hemos parado mucho a mirarlo, sobre todo de noche, con la librería ya cerrada y cuando volvíamos de tomar unas copas. Hemos mirado, remirado y fotografiado ese escaparate. A todo el mundo le hemos ensalzado el nivel inaudito de ese escaparate, y cuando ha venido un visitante a la ciudad le hemos llevado a que lo vea. Pero hemos seguido sin entrar, porque los juramentos provincianos son indelebles. O lo eran: porque, llevado por los aires sueltos de la capital, entro tantos años después. Pillamos al librero amontonando cajas en el suelo. Pensamos que es por la feria del libro, porque en las anteriores librerías (se me ha olvidado mencionarlo) han dicho que empezaba el viernes: este año la adelantan y además la ponen en un sitio mejor, el remodelado puerto. Pero el chico no tiene caseta, porque son muy caras. Las cajas son de devoluciones a la distribuidora: mil libros. “Cada vez es más difícil mantener el concepto que yo quiero, que es el de librería de fondo”, dice, “que haya libros que estén bien, que me gusten, y que el que venga aquí lo sepa”. Aprovecho para echar un vistazo por las estanterías, mientras oigo de fondo la conversación. Hablan del libro electrónico, de la piratería. De que se vende y se lee poco también en ese formato, en realidad. Tiene buenos libros el muchacho, el interior es digno del escaparate. Veo un libro que me interesa, lo pago, y luego me doy cuenta de que es del tiempo en que sus abuelos me registraron.
La cuarta librería es la de más éxito ahora. La abrieron en la década de 1990 en una zona muy transitada de la ciudad, que jamás había tenido una librería, y funcionó. La editora me dice que el mayor porcentaje de ventas de la ciudad le llega de ahí. Aunque en la ciudad se vende poco en general. Y en la región. (Deprimición por mi parte, como diría –según le traducen– mi novelista favorito). En la puerta, como dije, hay una enorme cola que le da la vuelta a la esquina. Nunca había visto nada igual. Dentro de la librería hay una mesita donde se anuncia para más tarde la firma del aludido autor de best sellers sensibleros. No cabe duda de que su mensaje llega. Un mensaje superoptimista, que a mí me deprime; aunque al público no. El primero de la cola es un joven con barba pelirroja. La segunda una mujer en silla de ruedas. Soy elitista pero no es para presumir: el elitismo es un exilio. Aparte de la cola, en esta librería hay algo más de movimiento que en las otras tres, aunque tampoco mucho. El librero se queja de la situación, pero habla de aguantar: “Como me dice otro amigo mío librero, es que si cierro, ¿adónde voy?”. Está en tensión, y pendiente. Lamenta los tiempos en que “nos gastábamos treinta euros en una botella de vino”. Y nos confiesa, bajando la voz, que a veces, para tranquilizarse, se va a la caja, porque lo que más le relaja es cobrar. Para ver al hombre en acción, la editora le compra un libro. En realidad, ha hecho compras en todas las paradas. “Es que no puedo entrar en una librería y no comprar un libro”, se excusa más tarde, mientras nos tomamos un café en el puerto, justo donde están montando las casetas. Ha venido a vigilar el negocio, y también a dinamizarlo.
Varios días después, ya solo, y como por completar la ronda por mi cuenta, me acerco a la feria. Está este año, en efecto, en un sitio precioso: en el muelle nuevo, junto al mar. Pero hay la mitad de casetas que el pasado, y veo escaso público. Acudo a la presentación de un libro, editado por un amigo de la ciudad, y el autor, como para redondear esta crónica, recuerda la frase de mi filósofo favorito, cuyo nombre tampoco voy a mencionar, aunque todos lo conocen: “El desierto crece...”.
[Publicado en Jot Down]
14.5.13
Mérito por renuncia
En el rinconcito un poco extraño en que ahora publica Fernando Savater en El País (mi impresión es que lo tienen medio escondido), apareció la semana pasada una fórmula precisa, que convendría retener. Explica algunas cosas de nuestra actualidad política; y también de la delictiva. Fue en esta alusión a ETA y a Bildu, en el contexto más amplio (y ciertamente adecuado) de las mafias: “es el modus operandi habitual de los gánsteres, una generalización intimidatoria que hemos conocido en los más diversos campos (incluido el periodístico) en el País Vasco y que ahora tratan de minimizar o convertir en mérito por renuncia los matones reciclados en gobernantes”. La fórmula a la que me refiero es la de mérito por renuncia.
Justo eso es lo que exhiben –lo que intentan rentabilizar– los proetarras y sus correligionarios: el “mérito” de haber renunciado a la violencia. Es un mérito espúreo, puesto que se pavonea de haberse situado en el lugar en el que estábamos los demás antes, sin habernos beneficiado de ello; y sin que lo consideráramos mérito, puesto que nos limitábamos a cumplir la ley. Nosotros cumplíamos la ley gratis: ellos pretenden hacerlo cobrando. Con la metáfora económica se transparenta el truco: ellos disponen de un capitalito que a nosotros nos falta, puesto que ese capitalito consiste en dejar de matar y extorsionar. Los que no podemos dejar de matar y extorsionar porque nunca hemos matado ni extorsionado, nos encontramos con los bolsillos vacíos. A esa manera de obtener ventaja solo le cabe un nombre: chantaje.
La situación es sangrante (valga el adjetivo, tratándose de ETA) porque esa metáfora económica adonde se ha trasladado realmente ha sido al plano político, e incluso al sentimental. Los proetarras y sus correligionarios van por ahí montados en ese mérito tramposo, obteniendo comprensión y apoyo, e incluso suscitando emociones; mientras que quienes señalamos la trampa y denunciamos su rendimiento, quedamos como cenizos. Por no haber matado ni extorsionado, no solo tenemos los bolsillos vacíos, sino que aún deberemos pagar el pato.
[Publicado en Zoom News]
Justo eso es lo que exhiben –lo que intentan rentabilizar– los proetarras y sus correligionarios: el “mérito” de haber renunciado a la violencia. Es un mérito espúreo, puesto que se pavonea de haberse situado en el lugar en el que estábamos los demás antes, sin habernos beneficiado de ello; y sin que lo consideráramos mérito, puesto que nos limitábamos a cumplir la ley. Nosotros cumplíamos la ley gratis: ellos pretenden hacerlo cobrando. Con la metáfora económica se transparenta el truco: ellos disponen de un capitalito que a nosotros nos falta, puesto que ese capitalito consiste en dejar de matar y extorsionar. Los que no podemos dejar de matar y extorsionar porque nunca hemos matado ni extorsionado, nos encontramos con los bolsillos vacíos. A esa manera de obtener ventaja solo le cabe un nombre: chantaje.
La situación es sangrante (valga el adjetivo, tratándose de ETA) porque esa metáfora económica adonde se ha trasladado realmente ha sido al plano político, e incluso al sentimental. Los proetarras y sus correligionarios van por ahí montados en ese mérito tramposo, obteniendo comprensión y apoyo, e incluso suscitando emociones; mientras que quienes señalamos la trampa y denunciamos su rendimiento, quedamos como cenizos. Por no haber matado ni extorsionado, no solo tenemos los bolsillos vacíos, sino que aún deberemos pagar el pato.
[Publicado en Zoom News]
7.5.13
Universidades como aeropuertos
Hoy es otro de esos días en que habrá profesores universitarios dando clases en la calle, para protestar contra los recortes. Será esta vez en la Universidad de Castilla-La Mancha, y, como dato irrelevante pero morboso, entre los anunciados está el profesor Wert, hermano del ministro Wert. De entre todas las modalidades de protesta que se vienen produciendo, la de dar clases en la calle es sin duda la más arriesgada. Como a algún peatón se le ocurra pararse a escuchar a los profesores, su indignación no será por sus posibles despidos, sino por el hecho de que ocupen sus puestos. Habrá excepciones, naturalmente, pero hablo en general. Y en general los profesores universitarios españoles son muy malos.
La culpa no es de ellos, sino del sistema que lo permite; y que les ha beneficiado (por enchufismo, por favor político o por peloteo departamental en la mayoría de los casos) en detrimento de otros más capaces. Una vez en sus puestos, me parece legítimo que los defiendan, en tanto trabajadores. Pero que no se extralimiten en la retórica: su reivindicación es estrictamente laboral, y se refiere solo a ellos. Que no lo mezclen con “la mejora de la Universidad”. Porque quizá, entre las medidas encaminadas a tal mejora, debería estar la expulsión del 90% de los profesores actuales y la reocupación de las plazas por otros que las merecieran. Esto suena a quimérico; pero porque la mejora de la Universidad –con semejante lastre– lo es.
Estaríamos, en suma, ante otro caso de equívoco topológico. Los profesores salen a protestar “contra el problema”, situándose a sí mismos al margen: como si no fueran una parte importantísima del problema. Este consiste, sí, en las cosas contra las que protestan; pero también en la baja calidad del profesorado. En los últimos años nos hemos escandalizado con los aeropuertos fantasma construidos en nuestro país. Nuestras universidades son igualmente universidades fantasma. No ya por sus equiparables derroches, sino porque con ellas no se eleva nadie. En sus pistas puede que haya mucho trasiego, sí: pero de vuelos falsos.
[Publicado en Zoom News]
La culpa no es de ellos, sino del sistema que lo permite; y que les ha beneficiado (por enchufismo, por favor político o por peloteo departamental en la mayoría de los casos) en detrimento de otros más capaces. Una vez en sus puestos, me parece legítimo que los defiendan, en tanto trabajadores. Pero que no se extralimiten en la retórica: su reivindicación es estrictamente laboral, y se refiere solo a ellos. Que no lo mezclen con “la mejora de la Universidad”. Porque quizá, entre las medidas encaminadas a tal mejora, debería estar la expulsión del 90% de los profesores actuales y la reocupación de las plazas por otros que las merecieran. Esto suena a quimérico; pero porque la mejora de la Universidad –con semejante lastre– lo es.
Estaríamos, en suma, ante otro caso de equívoco topológico. Los profesores salen a protestar “contra el problema”, situándose a sí mismos al margen: como si no fueran una parte importantísima del problema. Este consiste, sí, en las cosas contra las que protestan; pero también en la baja calidad del profesorado. En los últimos años nos hemos escandalizado con los aeropuertos fantasma construidos en nuestro país. Nuestras universidades son igualmente universidades fantasma. No ya por sus equiparables derroches, sino porque con ellas no se eleva nadie. En sus pistas puede que haya mucho trasiego, sí: pero de vuelos falsos.
[Publicado en Zoom News]
2.5.13
Equívocos topológicos
Hace un tiempo los damnificados por cierta aventura empresarial nos juntamos por mail para ver si presentábamos una demanda. Al poco apareció en la ronda, para sorpresa de todos (menos del que se lo hubiese soplado), uno de los que estaban en el lote de nuestros demandables. Tras saludar y excusarse por su desaparición inicial, se ofrecía a ayudarnos si deseábamos presentar una demanda. Se entendía que contra los otros, naturalmente: porque, con esta sencilla acción topológica, se situaba a salvo; se salía de la posición mala y aparecía, sin más, en la buena. (Las reuniones online se terminaron allí mismo).
El episodio me hizo comprender la ventaja de que se goza con solo estar en la posición adecuada. Una posición por lo general auto-otorgada, ya que suele fundarse (tautológicamente) en el posicionamiento mismo. Es decir, uno se coloca en una determinada posición y solo por ello ya está con ventaja. Cuando se pilla el movimiento (como en el episodio mencionado), la operación puede neutralizarse. Pero cuando no –o sea, cuando las posiciones ya nos vienen dadas–, se produce lo que podríamos llamar “equívocos topológicos”: la atribución automática de autoridad y de razones a quienes, de entrada, lo único que tienen es una posición.
Ejemplos de “equívocos topológicos” serían los de aquellos que se colocan en la posición de la defensa de una causa y que, solo porque están situados ahí, se da por hecho que todo lo que digan o hagan será en beneficio de ella. Ayer vimos las manifestaciones del 1 de mayo y escuchamos a nuestros líderes sindicales. Hablaban en favor del empleo y en favor de los trabajadores. Por estar ahí, apoyando eso, damos por hecho que lo están beneficiando: que lo que dicen y hacen favorece el empleo y favorece a los trabajadores. ¿Es realmente así? Ellos se han colocado en una posición en que parece que viene dado que sí. Al acusar al Gobierno, se sitúan en el lugar de los acusadores y se salen del de los culpables: toda la culpa pasa a ser del otro y a ellos no les cabe ninguna. Un debate posible queda de este modo abortado. Cuando, de momento, lo único indudable es que se han colocado en una posición.
[Publicado en Zoom News]
El episodio me hizo comprender la ventaja de que se goza con solo estar en la posición adecuada. Una posición por lo general auto-otorgada, ya que suele fundarse (tautológicamente) en el posicionamiento mismo. Es decir, uno se coloca en una determinada posición y solo por ello ya está con ventaja. Cuando se pilla el movimiento (como en el episodio mencionado), la operación puede neutralizarse. Pero cuando no –o sea, cuando las posiciones ya nos vienen dadas–, se produce lo que podríamos llamar “equívocos topológicos”: la atribución automática de autoridad y de razones a quienes, de entrada, lo único que tienen es una posición.
Ejemplos de “equívocos topológicos” serían los de aquellos que se colocan en la posición de la defensa de una causa y que, solo porque están situados ahí, se da por hecho que todo lo que digan o hagan será en beneficio de ella. Ayer vimos las manifestaciones del 1 de mayo y escuchamos a nuestros líderes sindicales. Hablaban en favor del empleo y en favor de los trabajadores. Por estar ahí, apoyando eso, damos por hecho que lo están beneficiando: que lo que dicen y hacen favorece el empleo y favorece a los trabajadores. ¿Es realmente así? Ellos se han colocado en una posición en que parece que viene dado que sí. Al acusar al Gobierno, se sitúan en el lugar de los acusadores y se salen del de los culpables: toda la culpa pasa a ser del otro y a ellos no les cabe ninguna. Un debate posible queda de este modo abortado. Cuando, de momento, lo único indudable es que se han colocado en una posición.
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