Vuelve a citarse a Jaime Gil de Biedma estos días, como siempre que nos pica el gusanillo destructor: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal”. Por primera vez en esta triste historia llevamos treinta y nueve años en que no terminamos de terminar mal, y puede que probablemente sigamos sin hacerlo. Pero es indisimulable la impaciencia en muchos. Como si no se hubiesen enterado de nada. Como si los habitasen los “demonios” de que hablaba ese mismo poema.
Tras el anuncio de abdicación del Rey se han adueñado de la escena dos problemas que son falsos; pero que son también síntomas de un problema verdadero.
El primer problema falso es el de que el sector de la población que no tenía edad para votar la Constitución en 1978, o que nació después, debe poder manifestar si acepta esa Constitución y el régimen monárquico que determina, o si prefiere una república. Es un problema falso porque nada les impedirá a las generaciones nuevas cambiar la Constitución y establecer una república cuando conformen una mayoría abrumadora que lo reclame. Podrán organizarse, decidirlo y votarlo. Limpiamente. ¿Dónde está el problema? Si no se hace ahora, es porque esa mayoría abrumadora (la representada en el Parlamento) no existe. Los tiempos, por otro lado, parece que van en esa dirección. Solo tienen que esperar.
El segundo problema falso es el de considerar que vivir en una monarquía constitucional es peor que vivir en una república. Lo que podría justificar la prisa por la república. Pero a estas alturas sabemos que lo que determina la vida en un país es la democracia, la libertad, la paz, el imperio de la ley y el progreso. La forma de gobierno no garantiza ni entorpece, de manera sustancial, ninguna de estas cosas. La república, ciertamente, supone una culminación más racional; y dispone de más medios para prescindir de un jefe del Estado que no funcione. Pero en tanto el rey de turno funcione, la urgencia desaparece.
El problema real, el que está por debajo de los falsos problemas anteriores, es el de que quienes están en ellos consideran que la Constitución de 1978 es ilegítima. Y están en el primer falso problema porque quieren legitimarla. Y están en el segundo porque para ellos lo prioritario no es la vida en un régimen democrático, en el que quepan todos. Si así fuera, el régimen resultante, aun siendo una república, resultaría muy parecido al consensuado en 1978. Por lo que, como he indicado, lo único que tendrían que hacer es esperar a que una mayoría abrumadora los apoyara.
Pero la urgencia, el ruido, los gritos de exigencia, denotan otra cosa: que utilizan la república como una herramienta de exclusión. Pretenden saldar con ella viejos rencores históricos, como los que han movido siempre la historia de España. Volver a las andadas, como si en 1978 no hubiésemos conseguido que el poema de Gil de Biedma dejara de tener razón.
[Publicado en Zoom News]