Uno de los problemas de la monarquía es el lote de años que, si la salud le acompaña, se tira un rey. Don Juan Carlos ha estado treinta y nueve, la duración de un franquismo. En estos tiempos de aceleración es mucho. Lo estuve pensando en marzo, cuando murió Adolfo Suárez. Este ya era una figura limpia de actualidad, situada correctamente en nuestra memoria junto con su periodo histórico. El Rey no ha podido gozar de esta ventaja. Ha estado siempre ahí, desde aquella época hasta la actual, y nos hemos cansado de él como nos cansamos de nosotros mismos.
A efectos biográficos, pasamos de ser niños de Franco, como podría haber dicho Umbral, a ser niños del Rey. En nuestra propia infancia hay ese corte en aquellos pocos días. Pero luego el Rey ha seguido durante nuestra adolescencia indolente, nuestra juventud burra y nuestra primera madurez inútil. Ha sido una presencia a lo largo de toda nuestra trayectoria reprobable. Los presidentes del gobierno, en cambio, han otorgado un cierto dinamismo. Los años de Suárez (con su propina de Calvo-Sotelo), los de Felipe, los de Aznar, los de Zapatero, incluso estos de Rajoy: la cosa parece que se va moviendo y el autoaplastamiento de uno parece menor.
La monarquía constitucional, en realidad, es una república con doble engranaje, uno más rápido y otro más lento. El precio es financiar a una familia y dejar incompleto en la punta el proyecto racionalista. Pero se puede ir aceptando mientras funcionen los monarcas. Hoy por hoy, desde mi punto de vista republicano, encuentro más solvente una monarquía constitucional con un rey preparado y sensato como don Felipe que una república encabezada por nuestro republicanismo oficial: que me parece histérico, folclórico, sectario y un tanto oscurantista.
Por lo pronto, introduce un corte en nuestra madurez (ya postinútil). Se termina una época. Hay escasa ilusión, pero sí una cierta curiosidad por el nuevo aire. Por la mañana, de repente, había un montón de cosas que parecían viejas. Aunque por la tarde han vuelto a salir del asilo. Pienso en Mas, en Urkullu, en Cayo Lara, en Pablo Iglesias incluso (que, como Lao-Tsé, ha nacido viejo). El nuevo rey necesitaría que un sector de la clase dirigente se hiciera el harakiri. Tiene algo de Suárez ahora. Pero estará también mucho tiempo; quizá demasiado. En el mejor de los casos.
[Publicado en Zoom News]