Parece que la sesión de investidura de Mariano Rajoy va a ser, ante todo, la sesión de desinvestidura definitiva de Pedro Sánchez. No sé sabe quién va a ganar (quizá nadie), pero sí que Sánchez va a terminar de perder. La actitud de Rajoy es abusiva, abusona, con su insistencia en quedarse a cualquier precio y ese maquiavelismo de unas elecciones en Navidad (que, en tanto maquiavelismo, es a un tiempo astuto y sucio). Pero al menos se percibe lo que quiere y con qué objetivo está actuando. Lo de Sánchez, en cambio, es completamente incomprensible.
O demasiado comprensible: en un sentido pequeño. Eso es lo incomprensible en realidad: que sea tan pequeño. Lo decididamente que está siendo pequeño. Sánchez es nuestro increíble hombre menguante. Lleva meses empequeñeciéndose y no ha tocado suelo todavía. Cada poco nos sorprende con que podía empequeñecerse un poquito más. Va tan lanzado que cuando llegue al suelo le sabrá a poco y seguirá bajando... Si sigue en el mapa. Cuando todo haya terminado quizá lo recordemos con un halo estético: el hombre que trazó limpiamente su suicidio político. El Hernández Mancha guapo.
Pero que en nuestras circunstancias agónicas (“con la que está cayendo”, como se decía antes) el hombre siga dando vueltas en su carrusel retórico de la “convicción ideológica” (pura hojarasca: papel moneda verbal inflacionario, sin oro que respalde) es de una estolidez inaudita. Más que nada porque esa apelación a la ideología está vaciada de contenido.
Lo que a Sánchez le interesa es la etiqueta. Salvarse, o distinguirse, mediante el etiquetado. Del que, naturalmente, se encarga en persona. Al principio lo veíamos con aspecto de vendedor de Cortefiel, pero ha resultado ser el mozo de las etiquetas; quizá del Alcampo de Iglesias. A sí mismo se pone la etiqueta de “izquierda”, la de “progresista” y la de “cambio”. A los otros, la de “fuerzas conservadoras”; e incluso la de “las derechas”, como ha llegado a decir con notable impresentabilidad, por sus connotaciones guerracivilistas en este verano de aniversarios tétricos.
No puedo dejar de verlo como un desdichado hijo del dóberman que sacó Felipe González en 1996. El expresidente actuó entonces con cortedad de miras, pero está claro que era un mero recurso táctico. La desgracia del PSOE es que los socialistas que han venido después –sus políticos, sus militantes y su electorado devoto– se lo creen en su literalidad. Y de ahí no salen.
* * *
En El Español.
29.8.16
24.8.16
La ternura de los retretes
Qué rabia dan las restricciones de carácter moralista o religioso, cuya justificación legal es oscura pero cuyo perjuicio en vidas concretas es claro. Los alumnos transexuales de los centros públicos estadounidenses no podrán usar, como proponía Obama, los baños de acuerdo con el género con el que se identifiquen. Un juez lo impide de momento. Entorpecimientos cotidianos en aras de una razón supuestamente superior.
Los baños (los servicios, los retretes) se mantienen como reductos de la separación entre mujeres y hombres, y de pronto siento ternura por ellos: como si se tratase de un parchís antiguo. En algunos locales los hay unisex; pero esta tendencia, que hace unos años parecía que iba a imponerse, se ha quedado rezagada. Se mantienen las dos casillas. Y las personas que hayan hecho el trasvase de una a otra, o estén en la indeterminación, se encuentran ahí –como hemos visto– con un obstáculo.
Me solidarizo con ellas, a la vez que evoco mi propia poética del asunto, que es heterosexual, preestablecida. Nunca lo había pensado, aunque siempre ha estado ahí. Un hombre y una mujer pueden levantarse juntos de la misma cama, desayunar juntos, pasar el día juntos, hacerlo todo juntos... Pero si por la tarde van al cine, tendrán que separarse al entrar en los servicios. Ella por un lado, él por otro.
Esa bifurcación configura un ámbito raro: un no lugar de la pareja. Breve, en el que apenas se repara, pero con sensaciones particulares. Se vive con levedad, porque el que sale antes sabe que en nada saldrá también el otro. Pero de algún modo anticipa la separación definitiva. Durante la proyección de la película, y después de que ellos se hayan ido del cine, las puertas de los servicios permanecerán separadas. Son una marca de la división del andrógino primigenio.
* * *
En The Objective.
Los baños (los servicios, los retretes) se mantienen como reductos de la separación entre mujeres y hombres, y de pronto siento ternura por ellos: como si se tratase de un parchís antiguo. En algunos locales los hay unisex; pero esta tendencia, que hace unos años parecía que iba a imponerse, se ha quedado rezagada. Se mantienen las dos casillas. Y las personas que hayan hecho el trasvase de una a otra, o estén en la indeterminación, se encuentran ahí –como hemos visto– con un obstáculo.
Me solidarizo con ellas, a la vez que evoco mi propia poética del asunto, que es heterosexual, preestablecida. Nunca lo había pensado, aunque siempre ha estado ahí. Un hombre y una mujer pueden levantarse juntos de la misma cama, desayunar juntos, pasar el día juntos, hacerlo todo juntos... Pero si por la tarde van al cine, tendrán que separarse al entrar en los servicios. Ella por un lado, él por otro.
Esa bifurcación configura un ámbito raro: un no lugar de la pareja. Breve, en el que apenas se repara, pero con sensaciones particulares. Se vive con levedad, porque el que sale antes sabe que en nada saldrá también el otro. Pero de algún modo anticipa la separación definitiva. Durante la proyección de la película, y después de que ellos se hayan ido del cine, las puertas de los servicios permanecerán separadas. Son una marca de la división del andrógino primigenio.
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En The Objective.
21.8.16
Sótanos atávicos
Ilustración: Tomás Serrano
La España del Prenda, como la ha llamado el Merodeador de EL ESPAÑOL, no es la España real. Pero es, sin duda, una de las Españas reales. Quizá la más antigua, la más persistente y, en este sentido, la más característica. Un terrón irrompible que aguanta: más que en nuestros sótanos nacionales, en nuestros sótanos antropológicos. Hay un ceporrismo para el que todo país se queda pequeño, o demasiado en la superficie; aunque las formas que adopte sean inseparables del país en que se manifiesta. En el nuestro se regodea en la vulgaridad, en la cutrez y la horterada, en la exhibición de la ignorancia y la incultura, en el vuelo gallináceo, en una contumacia de borricos. Y esto es sintomático, en tanto que dicho ceporrismo lo que hace es arrojarse de lleno a un barro del que todos, en mayor o menor medida, pese a las prevenciones, estamos salpicados: el de nuestra pésima educación, el de nuestra pobre cultura, el de nuestro bajo nivel en general. A veces pesa la pobreza, pero no inexorablemente: muchos de nuestros ricos y poderosos (ha quedado clarísimo en estos últimos años) forman parte también de la España del Prenda.
Una de las características de estos tiempos globalizados es que la sobreabundancia de información permite que cada cual se instale en ciertas vías de la realidad, descuidando otras paralelas igual de reales. Cada vía es inagotable y puede llenar las horas, sin dejar un segundo libre. Una de estas vías es la de los periódicos: estar en ellos, escribiendo o leyendo. Aunque los periódicos se abren al mundo, no dejan de constituir un estadio limitado: racional, de cierta sofisticación. En ellos se está en el debate público, en las discusiones y los enjuagues de la política, en la atención sociológica, en el relato de los espectáculos, en el diálogo intelectual... El mundo bruto se cuela por saltos: mediante los sucesos. Cuando el Prenda y sus amigotes violan a una muchacha, cuando se descubren las turbiedades de Torbe en sus negocios pornográficos o cuando en una pelea entre hinchas de fútbol muere Jimmy. En la relación anterior, naturalmente, mantengo la presunción de inocencia si no se ha pronunciado la Justicia: mis menciones son por el modo de irrupción; de lo que me ocupo aquí no es del delito, sino del estilo. Por los sucesos aflora esa España que, a poco que nos hayamos montado aceptablemente nuestra realidad, teníamos soslayada.
Aunque, por más que hayamos rehuido el trato frontal, nunca hemos dejado de tener atisbos suficientes de su existencia, de su persistencia. En internet están las hordas de Twitter, las cursiladas de Facebook (el kitsch cañí de algunas cuentas). Medio en internet y medio fuera, los aluviones del fútbol y de la televisión basura. Y fuera de internet, en carne viva, nuestras abusivas y ruidosas fiestas populares, la mala educación callejera, la fealdad y dejadez cotidianas, nuestras playas invivibles... Me pongo misantrópico, en plan Thomas Bernhard o Javier Marías: hago recuento mental y me embalo. Quizá no sea para tanto, pero es bastante. De lo peor, a lo que no tengo acceso directo, me hablan mis numerosos amigos profesores de instituto y universidad: el nivel que baja y baja, el analfabetismo funcional creciente (con las excepciones de rigor). No depende de los alumnos, sino de la estafa de formación que se les está proporcionando. Ellos son víctimas, pero la vida no para y terminarán siendo verdugos con su ignorancia. Los profesores son Casandras de la sociedad: ven por anticipado las generaciones que unos años después conoceremos el resto. Mis amigos están acojonados.
Las nuevas tecnologías se han puesto también al servicio de lo viejo. Como antes los coches y las motos, los televisores, los aparatos de música y los vídeos, ahora los ordenadores y los smartphones son utilizados profusamente por el ceporrismo. Un Prenda aficionado a la lectura no sería El Prenda: esa intermediación lo refutaría; o mejor dicho, lo habría situado en otro lugar, le habría hecho ser otro. En cambio, su móvil con WhatsApp y cámara reafirma, intensifica su ser: como si por esos conductos ultramodernos circulase sin obstáculo lo carpetovetónico.
El regeneracionismo español de los siglos XIX y XX sabía que el camino de salida estaba en la educación, junto a la prosperidad económica y la justicia social. Cuajó en los intentos de la II República, que fueron voluntariosos (y hermosos) pero ineficaces; y abruptamente abortados. El franquismo fue un campo de cultivo del ceporrismo, aunque el progreso económico-social empezó a cambiar las cosas en la década de 1960. El país se terminó de airear a partir de la de 1970, con la muerte de Franco y la democracia. Creo que nunca hemos sido más sofisticados ni nos hemos alejado más de lo carpetovetónico que en la década de 1980, en que se juntaron las ansias de reparación cultural (fomentadas por el bachillerato y la televisión pública: dos fuerzas que ya no cuentan) y el énfasis cosmopolita de la Movida. El cine de Almodóvar y revistas como La Luna de Madrid o El Víbora (de cómic) retomaban elementos carpetovetónicos, pero de manera irónica, con distanciamiento: un modo de dar cuenta de nuestros demonios y al mismo tiempo desactivarlos.
En las décadas de 1990 y 2000 la cosa cambió. Santiago Segura con su serie de Torrente (que enlazaba, exagerándolas y distorsionándolas, con las películas del landismo y las de Mariano Ozores) se entregaba enteramente a esos demonios: con humor, pero a la vez con un aprovechamiento más o menos equívoco. Su serie es divertida (yo me he tronchado con ella), pero a la vez ha servido de coartada para muchos niñatos. La distancia y la ironía debía ponerlas el espectador. El resultado es inapelable: aunque Segura es fino, ha contribuido al embrutecimiento. Se ha sumado así a la acción nefasta de programas de televisión como el de Pepe Navarro (para el que yo trabajé: tengo mi parte de culpa) , el de Sardá, Gran Hermano, Sálvame y todos los de esa onda. ¡Me pongo moralista!
Mi impresión es que hay ya muchos individuos perdidos: auténtica carne de cañón. Pero no hay ninguna determinación metafísica, ninguna esencia ceporra ni ninguna condena. La España del Prenda se podría extinguir, pero hace falta –como decían nuestros viejos regeneracionistas– educación. Y tiempo. Este va solo, pero a la otra de momento no se la ve.
* * *
En El Español.
15.8.16
Gusto por la dictadura
Dos días antes de que Fidel Castro, el Franco particular de nuestros antifranquistas profesionales, cumpliese noventa años, asistí a una charla de Jorge Edwards, uno de los primeros escritores que denunciaron su dictadura. La charla fue en Marbella (¡cultura en pleno agosto costasoleño!) y resultó refrescante. Entre otras anécdotas, Edwards contó que asistió con Pablo Neruda en París a una cena de intelectuales y que, al escuchar los primeros retazos de conversación (sobre el estructuralismo, sobre Heidegger), Neruda lo agarró y le dijo: “Estamos fritos. Esta noche vamos a tener que ser inteligentes”.
Pero lo más relevante fue lo que relató de los meses que pasó en Cuba en 1971, como encargado de negocios de la embajada chilena. Nada más llegar, el dictador le endosó, de madrugada, un sermón propagandístico de tres horas. Sermón que al día siguiente le desmintieron aparte los escritores cubanos. Le hablaron, entre otras cosas, de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), unos campos de concentración en la práctica a los que iban aquellos a quienes el régimen consideraba “lacras sociales”: los homosexuales, los alcohólicos, los santeros... Edwards, contra lo que se estilaba, optó por denunciarlo y escribió su Persona non grata, que es lo que le había declarado el régimen castrista y, tras el libro, la izquierda de entonces.
Esto se sabe de sobra, o se sabía hasta hace nada: porque últimamente, con el surgimiento de la autodenominada “nueva izquierda”, parece que vamos para atrás. Una definición de “nueva izquierda” podría ser, de hecho: “aquella que ha recuperado los peores tics de la vieja izquierda”. Entre ellos, el aplauso a un dictador como Castro, al que ahora se han apresurado a felicitar por su cumple. Un cumple que es inevitablemente sórdido: cada año más es un año más que lleva como dictador; contando estos últimos de chándal en el banquillo. En total, cincuenta y siete: casi un franquismo y medio.
Lo irritante es que lo celebran los mismos que están todo el día cuestionando nuestra democracia, no tanto por sus muchas faltas reales como por sus –según ellos– faltas ideológicas. Estas se resumen siempre en una: es heredera de Franco. O sea, acusan a una democracia de no ser una democracia al tiempo que defienden una dictadura.
Su insistente recurso a tachar de franquistas a quienes son demócratas queda al desnudo en estos casos: es una mera estratagema no en favor de la democracia, sino en favor de su ideología, no precisamente democrática. Al final, como buenos antidemócratas que son, les gusta un dictador más que a un tonto un palote: siempre que sea el dictador adecuado.
* * *
En El Español.
Pero lo más relevante fue lo que relató de los meses que pasó en Cuba en 1971, como encargado de negocios de la embajada chilena. Nada más llegar, el dictador le endosó, de madrugada, un sermón propagandístico de tres horas. Sermón que al día siguiente le desmintieron aparte los escritores cubanos. Le hablaron, entre otras cosas, de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), unos campos de concentración en la práctica a los que iban aquellos a quienes el régimen consideraba “lacras sociales”: los homosexuales, los alcohólicos, los santeros... Edwards, contra lo que se estilaba, optó por denunciarlo y escribió su Persona non grata, que es lo que le había declarado el régimen castrista y, tras el libro, la izquierda de entonces.
Esto se sabe de sobra, o se sabía hasta hace nada: porque últimamente, con el surgimiento de la autodenominada “nueva izquierda”, parece que vamos para atrás. Una definición de “nueva izquierda” podría ser, de hecho: “aquella que ha recuperado los peores tics de la vieja izquierda”. Entre ellos, el aplauso a un dictador como Castro, al que ahora se han apresurado a felicitar por su cumple. Un cumple que es inevitablemente sórdido: cada año más es un año más que lleva como dictador; contando estos últimos de chándal en el banquillo. En total, cincuenta y siete: casi un franquismo y medio.
Lo irritante es que lo celebran los mismos que están todo el día cuestionando nuestra democracia, no tanto por sus muchas faltas reales como por sus –según ellos– faltas ideológicas. Estas se resumen siempre en una: es heredera de Franco. O sea, acusan a una democracia de no ser una democracia al tiempo que defienden una dictadura.
Su insistente recurso a tachar de franquistas a quienes son demócratas queda al desnudo en estos casos: es una mera estratagema no en favor de la democracia, sino en favor de su ideología, no precisamente democrática. Al final, como buenos antidemócratas que son, les gusta un dictador más que a un tonto un palote: siempre que sea el dictador adecuado.
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En El Español.
10.8.16
El mercado sexual
A un amigo (que luego resultó ser exhibicionista y le pusimos de apodo El Gabardina) le gustaba apostarse en el paseo marítimo a observar a las mujeres que hacían deporte. Este esfuerzo era para él la prueba de que querían estar, mantenerse, en el mercado sexual. La simple idea le excitaba.
Lo recuerdo mientras me deleito con las jugadoras de voley playa y las de rugby, con las tenistas, las nadadoras y las gimnastas: las que no son incuestionablemente bellas, crean belleza con sus actuaciones, como Simone Biles con su precisión prodigiosa, música corporal. Y a la espera de que lleguen la semana que vienen mis atletas (¡mis atletisas!): la corredora Michelle Jenneke, la saltadora de altura Blanka Vlasic, la pertiguista Allison Stokke... ¡Y las jabalinistas finlandesas, y las lanzadoras de martillo, y las gacelas africanas, y las musas caribeñas y orientales! Y todas esta vez en la femenina Río, la “Cidade Mulher” que cantaba Noel Rosa.
Pero en el espectáculo de las deportistas (y los deportistas, para quienes les gusten los hombres) hay un elemento de autosuficiencia, atractivo en sí pero que expulsa. No parece que se ejerciten para mercado sexual alguno, sino que todo en ellas –su sexualidad también– se cumple en el ejercicio. Nos queda mirar (el voyeurismo es el otro polo del exhibicionismo, nunca salió de su circuito El Gabardina) y recrearnos en esas perfecciones en las que no solo no hay lugar para nosotros, sino que tampoco nos dejan imaginar que lo haya para nadie.
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En The Objective.
Lo recuerdo mientras me deleito con las jugadoras de voley playa y las de rugby, con las tenistas, las nadadoras y las gimnastas: las que no son incuestionablemente bellas, crean belleza con sus actuaciones, como Simone Biles con su precisión prodigiosa, música corporal. Y a la espera de que lleguen la semana que vienen mis atletas (¡mis atletisas!): la corredora Michelle Jenneke, la saltadora de altura Blanka Vlasic, la pertiguista Allison Stokke... ¡Y las jabalinistas finlandesas, y las lanzadoras de martillo, y las gacelas africanas, y las musas caribeñas y orientales! Y todas esta vez en la femenina Río, la “Cidade Mulher” que cantaba Noel Rosa.
Pero en el espectáculo de las deportistas (y los deportistas, para quienes les gusten los hombres) hay un elemento de autosuficiencia, atractivo en sí pero que expulsa. No parece que se ejerciten para mercado sexual alguno, sino que todo en ellas –su sexualidad también– se cumple en el ejercicio. Nos queda mirar (el voyeurismo es el otro polo del exhibicionismo, nunca salió de su circuito El Gabardina) y recrearnos en esas perfecciones en las que no solo no hay lugar para nosotros, sino que tampoco nos dejan imaginar que lo haya para nadie.
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En The Objective.
8.8.16
Falta Cary Grant
La lectura este domingo de la Carta del Director de EL ESPAÑOL, con la metáfora del cinturón de castidad, aplicada a la llave que tiene ahora Rajoy para abrir el candado (o no) de la legislatura, me ha recordado uno de los argumentos más descacharrantes de Billy Wilder. Lo contaba Hellmuth Karasek en su libro de conversaciones con el director. En la época de las Cruzadas, un caballero y sus hombres parten para Tierra Santa; en el pueblo solo quedan las mujeres, con sus cinturones de castidad colocados, y el cerrajero, que es Cary Grant.
La película no pudo hacerse porque el actor murió cuando se consideraba el proyecto. La mera mención de Cary Grant evoca situaciones lúbricas con clase, alegría, dinamización. Lo contrario de lo que tenemos en este verano fofo y desinvestido, dominado por el tedio, el sopor y la parálisis. Mariano Rajoy tiene, sí, la llave del cinturón de castidad. Lo que no tiene son ganas. Está claro que desea quedarse, pero es un deseo manso, poco acuciante, nada libidinoso.
Por esta suerte de antiliderazgo que ejerce el presidente en funciones, su falta de libido se ha transmitido a todo el país. Los psicoanalistas hablan precisamente de “investir” de libido un objeto, cuando se desea. La falta de investidura política, aun en su formato de investidura fracasada –con el marear la perdiz de Rajoy–, se corresponde con la falta de investidura generalizada en ese otro sentido. La desgana se ha contagiado. Cada vez son más los que dicen que no votarán en unas terceras elecciones. Ahora que se ha fundado la Asociación de Asexuales, parece que lo único que queremos los españoles es meternos en ella y que nos dejen en paz.
Estamos, pues, en lo contrario de una divertida película de Billy Wilder. Esta mezcla de vacío político, calor de agosto y ambiente vacacional se parece más bien a una obra de teatro del absurdo, repetitiva, existencialista, con personajes sin consistencia. Esos personajes somos nosotros y son también nuestros políticos, Rajoy y los demás, que parecen haberse instalado en una fase de robotización. Un siglo después de la batalla del Somme, nuestra política reproduce la guerra de trincheras: no hay avance, sino estancamiento en el lodo, con ratas.
Falta Cary Grant: alguien que le diera marcha al asunto. En su lugar tenemos a Rajoy, parado, con su estrategia del aguante y la petrificación. Sé que los que lo votaron como mal menor lo votaron a él. Y que su retirada es solo una entre otras (no muchas) soluciones posibles. Pero también sé que, entre ellas, es justo la que tiene más a la mano, porque depende solo de él.
* * *
En El Español.
La película no pudo hacerse porque el actor murió cuando se consideraba el proyecto. La mera mención de Cary Grant evoca situaciones lúbricas con clase, alegría, dinamización. Lo contrario de lo que tenemos en este verano fofo y desinvestido, dominado por el tedio, el sopor y la parálisis. Mariano Rajoy tiene, sí, la llave del cinturón de castidad. Lo que no tiene son ganas. Está claro que desea quedarse, pero es un deseo manso, poco acuciante, nada libidinoso.
Por esta suerte de antiliderazgo que ejerce el presidente en funciones, su falta de libido se ha transmitido a todo el país. Los psicoanalistas hablan precisamente de “investir” de libido un objeto, cuando se desea. La falta de investidura política, aun en su formato de investidura fracasada –con el marear la perdiz de Rajoy–, se corresponde con la falta de investidura generalizada en ese otro sentido. La desgana se ha contagiado. Cada vez son más los que dicen que no votarán en unas terceras elecciones. Ahora que se ha fundado la Asociación de Asexuales, parece que lo único que queremos los españoles es meternos en ella y que nos dejen en paz.
Estamos, pues, en lo contrario de una divertida película de Billy Wilder. Esta mezcla de vacío político, calor de agosto y ambiente vacacional se parece más bien a una obra de teatro del absurdo, repetitiva, existencialista, con personajes sin consistencia. Esos personajes somos nosotros y son también nuestros políticos, Rajoy y los demás, que parecen haberse instalado en una fase de robotización. Un siglo después de la batalla del Somme, nuestra política reproduce la guerra de trincheras: no hay avance, sino estancamiento en el lodo, con ratas.
Falta Cary Grant: alguien que le diera marcha al asunto. En su lugar tenemos a Rajoy, parado, con su estrategia del aguante y la petrificación. Sé que los que lo votaron como mal menor lo votaron a él. Y que su retirada es solo una entre otras (no muchas) soluciones posibles. Pero también sé que, entre ellas, es justo la que tiene más a la mano, porque depende solo de él.
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En El Español.
1.8.16
Leche de cucaracha
Que la mejor noticia de julio haya sido que a la humanidad la salvará la leche de cucaracha lo dice todo. Nuestro gran Villarreal lo ha contado con su habitual maestría y su envidiable distanciamiento, pero mi estómago iba dando saltos precientíficos con la lectura. “Por delicadeza perdí mi vida”, dijo Rimbaud. Los delicaditos como yo la perderemos por nuestros escrúpulos. Ni siquiera podremos adornarnos ya con el esteticista “¡faisán o hambre!”. Será hambre o leche de cucaracha.
El mes avanzaba sin excesiva brillantez, pero se torció definitivamente con el desmochamiento del Mont Ventoux. Ya venía siendo uno de los peores Tours de la historia y aquello terminó matándolo. No llegar a la cumbre del Ventoso porque hay viento es como no ir a Zahara de los Atunes porque hay atunes. Para más inri, el espectaculito de Chris Froome subiendo sin bicicleta, con pasitos de pato, metió la carrera y nos metió a todos en una hondonada de la que aún no hemos salido.
La pena del Tour es que contábamos con él, como todos los veranos, para que nos amortiguara los desastres del mundo. Y no solo nos ha fallado el amortiguador, sino que los desastres se han incrementado. Qué semanas horrorosas. Los psicópatas del yihadismo han seguido precipitando el siglo XXI en la Edad Media, o en las cavernas. Junto a las bombas y los fusiles, han vuelto los cuchillos y las hachas, y se han incorporado los camiones. También se han lanzado a asesinar psicópatas sin coartada religiosa. Y han seguido las guerras y los refugiados. Y la represión de Erdogan tras la intentona. Y Maduro y Daniel Ortega. Y el horizonte de Le Pen. Y la candidatura de Trump...
En cuanto a este corral, que decía Valle-Inclán (y eso que no conocía a la fauna que estaba por poblarlo), el golpe a cámara lenta y low cost de los nacionalistas catalanes se ha combinado con la inoperancia de los partidos mayoritarios para formar gobierno y el jugueteo irresponsable de Rajoy con la investidura. Tras la asonada, Forcadell, esa fusión inaudita de Landelino Lavilla y Tejero en una sola persona, se ha ido de vacaciones a Etiopía. Retomará el “quiet tot el món!” (en buen catalán, “tothom quiet!”) en la rentrée.
Tampoco está asegurado el amortiguador extra que tenemos cada cuatro años para sobrellevar agosto, el de los Juegos Olímpicos. La tradición carioca del carnaval dice que todo parece abocado a la catástrofe hasta un minuto antes y que luego funciona. Pero de momento pinta mal en Río. Más allá de la función amortiguadora, los que amamos Brasil andamos con el corazón en un puño.
Y encima Arrimadas se ha casado. Con otro.
* * *
En El Español.
El mes avanzaba sin excesiva brillantez, pero se torció definitivamente con el desmochamiento del Mont Ventoux. Ya venía siendo uno de los peores Tours de la historia y aquello terminó matándolo. No llegar a la cumbre del Ventoso porque hay viento es como no ir a Zahara de los Atunes porque hay atunes. Para más inri, el espectaculito de Chris Froome subiendo sin bicicleta, con pasitos de pato, metió la carrera y nos metió a todos en una hondonada de la que aún no hemos salido.
La pena del Tour es que contábamos con él, como todos los veranos, para que nos amortiguara los desastres del mundo. Y no solo nos ha fallado el amortiguador, sino que los desastres se han incrementado. Qué semanas horrorosas. Los psicópatas del yihadismo han seguido precipitando el siglo XXI en la Edad Media, o en las cavernas. Junto a las bombas y los fusiles, han vuelto los cuchillos y las hachas, y se han incorporado los camiones. También se han lanzado a asesinar psicópatas sin coartada religiosa. Y han seguido las guerras y los refugiados. Y la represión de Erdogan tras la intentona. Y Maduro y Daniel Ortega. Y el horizonte de Le Pen. Y la candidatura de Trump...
En cuanto a este corral, que decía Valle-Inclán (y eso que no conocía a la fauna que estaba por poblarlo), el golpe a cámara lenta y low cost de los nacionalistas catalanes se ha combinado con la inoperancia de los partidos mayoritarios para formar gobierno y el jugueteo irresponsable de Rajoy con la investidura. Tras la asonada, Forcadell, esa fusión inaudita de Landelino Lavilla y Tejero en una sola persona, se ha ido de vacaciones a Etiopía. Retomará el “quiet tot el món!” (en buen catalán, “tothom quiet!”) en la rentrée.
Tampoco está asegurado el amortiguador extra que tenemos cada cuatro años para sobrellevar agosto, el de los Juegos Olímpicos. La tradición carioca del carnaval dice que todo parece abocado a la catástrofe hasta un minuto antes y que luego funciona. Pero de momento pinta mal en Río. Más allá de la función amortiguadora, los que amamos Brasil andamos con el corazón en un puño.
Y encima Arrimadas se ha casado. Con otro.
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