Hablaba un hombre en la tele, curtido, con la barba canosa. Su expresión era rígida. No lo reconocí. Era Sergi Bruguera. Después de saberlo, seguí sin encontrar en sus rasgos al chico de los partidos de tenis de principios de los noventa. Los años de Indurain en el ciclismo. Su Roland Garros se solapaba con el Giro. Años felices.
Me ha pasado como con tantos antiguos compañeros de colegio a los que he buscado por internet y he visto. Algunos siguen ahí, conservan detalles que recuerdan al niño que fueron. Pero muchos ya no están: sepultados en el hombre. ¿Habrá pasado lo mismo conmigo?
También he buscado, por supuesto, a mi amor de los dieciséis años. Platónico, cómo no. Hoy es una señora a la que le gusta Paulo Coelho y se hace fotos turísticas en Venecia. Y mi amor de los veintiuno es la esposa de un diplomático y aparece enjoyada en las recepciones de países más o menos exóticos. (A la primera yo me la imaginaba como Isabel Freire cuando leía a Garcilaso; y a la segunda me la evocaba el Idilio de Sigfrido de Wagner).
En Un andar solitario entre la gente, Antonio Muñoz Molina dedica una página muy bonita (la 55) a la edad de la amada. Una página celebratoria. Y es verdad. La amada (no la examada) se salva. Los seres queridos se salvan. El amor absuelve; sin esfuerzo ni impostura: lo que ve resplandece.
Aunque uno no necesariamente se cuenta. Como escribió Guillaume Apollinaire en Cortejo, un poema emocionante: “Un día me esperaba a mí mismo / Me decía Guillaume ya es tiempo de que vengas / Con un lírico paso llegaban los que amo / Y yo no estaba entre ellos”.
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En The Objective.