La posibilidad de que Manuel Valls sea alcalde de Barcelona ha hecho que se me dispare la imaginación. Y el anhelo de que Barcelona vuelva a ser lo que fue: nuestra París mediterránea –justamente en mi imaginario. Después de la alcaldesa Ada Colau el cambio sería estruendoso.
Valls tras Colau sería (¡exactísimamente!) la Ilustración tras el Oscurantismo. O Truffaut tras Ozores. O Isabelle Huppert tras Empar Moliner. O Proust tras Suso de Toro. Sería un experimento inédito en España: qué hace aquí uno con el bachillerato francés cursado. Reconozco mi provincianismo, pero el afrancesamiento en España han sido esas ganas (nobles) de proyectar civilización en Francia, por ver si nos rebotaba algo.
También las proyectamos en Barcelona, pensando que era lo más cerca que teníamos. Contra lo que el discurso nacionalista afirma, Barcelona (Cataluña en general) no ha sido odiada, sino admirada en España; a veces desde el complejo de inferioridad, que se ha traducido en modos rudos o chistes impotentes del resto de los españoles hacia los catalanes; iguales a los que se han hecho con los franceses, a los que obviamente se ha admirado.
El discurso sentimental es pringoso, pero seguiré con él. Había, sí, admiración. Cuando Punset escribió hace unos meses que siempre se había avergonzado de su acento catalán al hablar en castellano, y proyectaba esa vergüenza suya en una supuesta hostilidad (franquista, cómo no) de los otros, no di crédito. Punset desde siempre nos ha parecido inteligente justo por su acento, que asociábamos a la inteligencia. Y ya vemos qué duraderamente, porque nos ha dado el pego durante cuarenta años.
Los acontecimientos de los últimos tiempos me vienen obligando a pensar que quizá lo mejor de Cataluña era lo que el resto de España había proyectado en ella, esa proyección afrancesada; y lo peor –peor que su realidad– la idea estrecha (excluyente, jibarizadora) que de ella tenían y tienen los nacionalistas.
Valls aportaría, cómo no, grandeur; y lo que es más importante: una idea abstracta de ciudanía (en la que, por ser formal, cabrían todos: en el respeto a la ley democrática), muy superior al sectarismo emocional de Colau, que en eso es como Trump. Colau: la alcaldesa de la mitad (o menos de la mitad) de los barceloneses y de todos los peronistas.
Caigo ahora en que la luminosa manifestación del 8 de octubre la acabé, junto con mis amigos barceloneses, ante la Estación de Francia, donde escuchamos los discursos. ¿Fue una premonición?
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En El Español.