He terminado El árbol de la vida, el libro de memorias que Eugenio Trías escribió en 1999 y publicó 2003. Yo lo leí entonces y me decepcionó, y esa decepción significó el enfriamiento de mi pasión de casi veinte años por Trías. Ahora, en cambio, me ha encantado y mi pasión renace. Quizá porque Trías ya está muerto, lo que ha acentuado en el libro su intención testamentaria, y porque en estos años yo me he hecho más receptivo a lo que el libro tenía que decir, que decirme. Este, y no aquel, era el momento.
Su tema es la vocación; la aventura de una vida encaminándose a la vocación y, una vez desvelada, abriéndose paso con ella. Una aventura con tropiezos y con regresiones pero que, al cabo, traza una línea con apariencia de fatalidad (de fatalidad gozosa). Igual que en el azar objetivo de los surrealistas, el azar de los hechos puede leerse después como necesidad. La vida, al fin, como novela, como poema. Tiene que ver con lo que se propuso Goethe, uno de los autores predilectos de Trías, cuando contó también su vida en Poesía y Verdad.
La vocación que descubre y a la que se entrega Trías es la filosofía. Le tentaba ser poeta, novelista, músico, director de cine, pero se impuso la filosofía: la indagación en “el enigma de nuestra propia existencia”, con una voluntad metafísica que no era ya de su tiempo (pero que Trías inserta en su tiempo). Su instrumento fue la escritura en su forma ensayística (sí fue, plenamente, escritor): “Yo entiendo el ensayo como un ejercicio de tiento y experimentación con la escritura en su búsqueda de las claves más secretas de nuestra experiencia; o de ese dato que se nos da bajo la forma de la existencia”.
Lo mejor de El árbol de la vida es que nos permite conocer el trasunto vital de su filosofía, que tan intensamente ha influido en la vida de sus lectores. Es como ir de la vida de los lectores de Trías a la vida de Trías. La filosofía es la mediación. Así operó en el propio Trías. En su momento descubre, y decide: “Fue entonces, también, cuando comprendí una verdad que estaba latente en lo que llevaba escribiendo, pero que no había asumido en toda su radicalidad y verdad: que la única fuente auténtica de la filosofía, o de lo que a partir de entonces sería mi filosofía, solo podía hallarla en el manantial, entonces inagotable, de mi propia experiencia de vida”. Y esto lo llevaría a cabo, dada su opción por el ensayo filosófico, así: “Mi filosofía sería, desde entonces, una especie de espejo transferencial, aparentemente ‘objetivo’ (y lleno de ‘efectos distanciadores’ brechtianos) de mis propios ciclos o episodios de vida”.
Esa tensión (esa energía, esa pasión) que fundaba su filosofía se cumplió en mí como lector.
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En The Objective.