20.1.21

La escritura y las vidas

Las biografías brindan la posibilidad de asistir a vidas enteras de un tirón. Aunque aquí me centraré en las escritas, pienso que es en las filmadas (en películas o en series) donde mejor se manifiesta su carácter inquietante: por la necesidad de que el actor se vaya maquillando según las edades, o de que actores distintos representen a un mismo biografiado. Las edades del hombre como descuartizamiento, o como despliegue de seres; el tiempo como propulsor de un viaje convulso que acaba en ejecución.

Aparte está lo que los biografiados hagan en esas “dimensiones del teatro” que son envejecer y morir. Porque las biografías (incluida la de Gil de Biedma, de Dalmau, una de mis favoritas) se empeñan en resaltar que ese no es “el único argumento de la obra”.

Mis primeras biografías escritas (en realidad breves semblanzas) fueron las del tomo Dime quién es de aquella enciclopedia para niños de Argos, roja, que circuló en los setenta. Allí de los personajes se decía el lugar y el año en que nacieron y murieron, como en una tumba, y lo destacable que habían hecho en el transcurso. La lección era que, para que te biografiasen, tenías que haber hecho algo. De adolescente me aficioné a la colección Hombres famosos de Toray, unos libritos en cómic que ya sí eran biografías, con el tiempo dentro, donde estaban todos: Hernán Cortés, don Juan de Austria, Ramón y Cajal, Gandhi, Lincoln, Napoleón... (Ahora tenemos sensibilidad para apreciar que eran, en efecto, hombres.)

Y en la primera juventud a aquellas Conocer... y su obra de Dopesa, donde Savater se ocupó de Nietzsche, Azúa de Baudelaire, Villena de Wilde, Trías de Goethe y Thomas Mann o Lourdes Ortiz de Rimbaud: se saldaban justo cuando entré en la universidad y mis amigos y yo hicimos acopio. Las biografías que he seguido leyendo, se me ocurre ahora, han seguido aquella inspiración; por eso han sido casi todas biografías de autores o artistas: la Szymborska de Bikont y Szczesna (mi lectura actual), el Flaubert de Lottman, Vidas escritas de Javier Marías, los Schopenhauer y Heidegger de Safranski, el Duchamp de Tomkins, el Billy Wilder de Sikov, el Wittgenstein de Monk, el Nelson Rodrigues de Ruy Castro, la sor Juana de Octavio Paz, el André Breton de Polizzotti, el Cernuda de Taravillo, los Pessoa de Crespo y Bréchon, los Proust de Painter y (sobre todo) Edmund White, o los Valle-Inclán de Gómez de la Serna (mitificador) y Alberca (desmitificador)...

He pensado en el género porque este último, Manuel Alberca, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Málaga, acaba de publicar Maestras de vida. Biografía y bioficciones (Pálido Fuego). Alberca, especialista en las relaciones entre la escritura y la vida (es autoridad mundial en la materia, algo infrecuente en la universidad española), había estudiado ya el diario, las memorias, la autobiografía, la autoficción y la novela autobiográfica, en los libros La escritura invisible, El pacto ambiguo y La máscara o la vida. Ahora se ocupa de la biografía y otras variantes, como la llamadas quest o la biografía novelada, que él denomina bioficción.

El libro, escrito en buena parte durante el confinamiento del año pasado, es una obra de plena madurez, que combina admirablemente lo académico con lo ensayístico, lo práctico (el capítulo 9 es casi un manual para biógrafos), la crítica al paso de las biografías que va poniendo como ejemplo, mayormente españolas (las de Leopoldo María Panero, Haro Ibars, Umbral o Laforet, por citar algunas), y hasta las notas personales (es memorable la auto-reseña de su biografía de Valle-Inclán que ganó el premio Comillas, La espada y la palabra). Su escritura elegante y precisa hace grata su lectura, además de instructiva por las muchas enseñanzas que contiene.

Hay en Alberca un afán indagatorio, diríamos que filosófico, que le da un carácter existencial a sus reflexiones sobre cómo las vidas pueden ser trasladadas a una obra escrita, con las posibilidades, los límites y los sesgos inherentes a la tarea. Por ello las biografías son para Alberca “maestras de vida”, como lo fuera la historia para Cicerón. No por su sentido ejemplarizante, sino un modo más directo: porque nos permiten asistir a otras vidas, ejemplares o no, y ver qué han hecho otros en este teatro, además de aparecer y desaparecer.

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