No por ello me volví ascendente. En realidad, estaba hasta los huevos de mi situación, a la que no le veía salida. El hastío de todo no dependía de la voluntad, sino de la sobresaturación. Vivía el spleen de Baudelaire, no era una pose: “Albergo más recuerdos que si tuviera siglos”. Y (también en la versión de Sarrión): “Yo soy como el monarca de un lluvioso país, / rico, mas impotente, joven, pero decrépito, / que, despreciando halagos de sus educadores, / se aburre con sus perros y animales domésticos”.
El mundo y la juventud estaban ahí, pero también la acumulación, el cansancio de lo repetido, la convicción de que casi todos los movimientos de la historia habían sido para el desastre.
Cioran inoculaba la inacción, con aforismos tan arrebatadores como: “Fundar una familia. Creo que me hubiera sido más fácil fundar un imperio”. Su idea era que toda acción era demoníaca, y a mí, que no me hubiera importado actuar como un demonio, me parecía exagerado ponerme en ese plan. También el malditismo me parecía una impostación. Era una posibilidad repetida, como todas las demás. (En el fondo –me doy cuenta ahora– no me abandonaba el afán de ser único; o, por qué no decirlo, puro: un cierto puritanismo latía, naturalmente.)
El instinto vital se ahogaba, por exceso de autoconsciencia. Otro de mis inoculadores de pasividad, Pessoa, había hecho el diagnóstico adecuado: “La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía”. Y así estaba yo, con el corazón casi parado por hipercerebración. Octavio Paz había hablado de “la mirada ciega de mirarse mirar”, que es lo mismo que decir con la picha hecha un lío.
Gil de Biedma, por su parte, describió bien la sensación: “La vida, sin embargo, tenía extraños límites, / y lo que es más extraño: una cierta tendencia / retráctil”. Y: “De la vida me acuerdo, pero dónde está”. Lo curioso es que este último verso es de un poema sobre la vejez y yo estaba en la flor de la edad, como quien dice. Pero tenía un enorme atractivo su programa decadente: “No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia.”
Nuestro gran promotor del decadentismo (con su esteticismo y su dandismo), Luis Antonio de Villena, era mi ídolo, por supuesto. También él ofrecía su programa: “Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa...”. Que terminaba aceptando con deportividad el probable hundimiento de los años: “Y si todo va mal, si al final todo es duro, / como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno”. En Verlaine se había inspirado para otro verso suyo juvenil: “Nosotros, lento Imperio al fin de la decadencia”.
Hasta Borges me prestaba su espíritu de senectud en el prólogo de su último libro: “A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo decir que soy tierra, cansada tierra”.
El problema es que mi gran ídolo –por encima de Baudelaire, Cioran, Pessoa, Octavio Paz, Gil de Biedma, Luis Antonio de Villena y Borges– era Nietzsche, el mayor vitalista, el mayor antidecadentista. Por eso el vitalismo que no me salía y el decadentismo que sí hacían que me sintiera culpable. Al final me las había arreglado para desembarazarme de toda religión pero ser pecador del nietzscheanismo, que era mi única “religión”. Una ruina de negocio, el mío.
Pero todo esto es de cuando yo era joven. La gracia, el descubrimiento, es que uno va cumpliendo años y las brumas se disipan. Ahora estoy hecho un chaval.
Publicado en Jot Down núm. 32, especial Decadencia.