Francisco Lapuerta Amigo, que pertenece a una aristocracia intelectual española en extinción, la del venerable cuerpo de catedráticos de instituto, de Filosofía en su caso, ha escrito un libro sorprendente: la obra de su vida. Es en parte novela y en parte ensayo autobiográfico; se le podría llamar también memorias filosóficas. Es, al cabo, un libro de filosofía en sentido profundo (y amplio): con la vida metida en el pensamiento y el pensamiento en la vida. Una lectura estupenda que me ha iluminado la primera mitad de agosto.
Confieso que recibí
Laura o el camino de la filosofía (
Caligrama) no sin contrariedad. Me disponía a salir de vacaciones con mi plan de lecturas armado y este tomo de casi novecientas páginas, que naturalmente me tenía que leer, por mi vieja amistad con el autor, me lo desarmaba por completo. Me bastó empezarlo para comprender que iba a ser la lectura perfecta. De hecho, me hice un cronograma para irlo leyendo a lo largo de todo el mes y me lo he zampado en quince días, llevado por la pasión.
Con una escritura clara, matizada, con frecuentes aciertos expresivos y un pulso que no decae, el libro está dividido en tres extensas partes (articulada cada una en capítulos y subcapítulos no demasiado largos: una de las claves de su fácil lectura), que se corresponden con las tres etapas de la formación del narrador-protagonista. Copio de la contracubierta, que las sintetiza bien: “La primera (‘Mundo de la vida’) tiene que ver con la ética y la política; la segunda (‘Liberación’), con la religión y la metafísica; la tercera (‘El naturalista’), con la biología y el problema de la autoconciencia”. Cada una está bajo el influjo de un autor; respectivamente, los filósofos Jürgen Habermas y Arthur Schopenhauer y el biólogo Edward O. Wilson.
Lapuerta se entrega a estas etapas agotándolas en lo que puede, transmitiéndonos en las páginas que les dedica sus intereses, sus descubrimientos, sus problemas y sus dudas. Este “camino de la filosofía” va inserto en su peripecia vital, que abarca su trayectoria laboral como profesor de instituto, asuntos académicos relacionados con la elaboración de su tesis (impagables retratos de Adela Cantina o, sobre todo, Javier Sigüenza, trasunto de Muguerza), traslados, viajes, amigos (los filósofos y los “normales”) y en especial Laura, su pareja y luego esposa y madre de sus hijas.
Laura es imprescindible porque se presenta, ya desde el título, como complementaria u opuesta al “camino de la filosofía”. Aparte de la relación amorosa, intensa y con variaciones a lo largo de los años, Laura es el contrapunto pragmático al filósofo con “pájaros en la cabeza” (literalmente al final): esto permite unas veces esbozos de diálogos al modo platónico y otras escenas algo cómicas como las de don Quijote y Sancho Panza. Uno de los aspectos hermosos (y nobles) del libro es que incluye aquello que, en principio, desmentiría o incluso ridiculizaría un poco al autor. A veces se presenta a sí mismo como una especie de Woody Allen de la filosofía. Pero como la intención no es abiertamente humorística, sino sinceramente filosófica, lo que produce ante todo es un efecto de sabiduría: una sabiduría flexible como la vida. El libro es completo por eso.
Lo mejor es que lo mucho que tiene Laura o el camino de la filosofía de ensayo (en la línea de Montaigne) va aderezado con brillantísimos pasajes novelescos: la excentricidad (o singularidad) de sus amigos filósofos Juan Ignacio Revuelta y Jacobo Méndez (personajes inspirados en Juan Antonio Rivera y Jorge Mínguez), y las conversaciones con ellos, las estancias en Tenerife y Barcelona, los largos viajes aventureros a Nepal y Sri Lanka... Cuando se decide a estudiar las religiones orientales para su tesis sobre Schopenhauer y busca dónde aprender sánscrito en Barcelona, encuentra al anciano erudito Amat Ortega, propietario de peluquerías: es en estas, tras el cierre, donde recibe sus lecciones.
Otra muestra de cómo la filosofía confluye con la literatura se da en la última parte. Cuando Lapuerta se embarca en sus estudios paleoantropológicos y biológicos, convencido de que “la idea más importante de la historia” es “la selección natural de Darwin”, tras profundizar en los homínidos y los primates, descubre a los loros (a los “psitácidos”: loros, papagayos, cotorras, cacatúas y periquitos), por los que se apasiona, hasta el punto de que su obsesión por tener en casa dos loros grises africanos pone en peligro su matrimonio. Por la inteligencia de estos animales, intuye que puede investigar en ellos los orígenes de la moral y la conciencia. Su camino le lleva a algo inédito: “vincular a los papagayos con la filosofía”.
Al término del libro, melancólico pero también vigoroso (“desposeído, pero dueño de mi vida libre y desnortada”, escribe el autor), el lector se da cuenta de que en el recorrido se han tratado los temas filosóficos fundamentales. Ha sido la lectura perfecta porque está todo en ella: esos temas y también la vida admirable. Particularmente admirable la vida del amigo Lapuerta Amigo.
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