Tuve una gran intimidad con Fernán Gómez durante el confinamiento del año pasado: me leí sus memorias, El tiempo amarillo, y en mi piso estuvieron ese hombre y su época. No había leído antes nada de él y lo que me llamó la atención fue su dicción por escrito, que se parecía a la oral. Porque él hablaba un poco como se escribe, con autoconciencia de lo que se dice y empeño por terminar las frases. Le quedaba natural, siendo algo artificioso: esa era su naturalidad. Una naturalidad seductora.
Luego vi La silla de Fernando, con aquella intensidad de las semanas del encierro. Saboreé como nunca la parrafada sobre cuando se abrió, por la derrota republicana, el cerco de Madrid y él se puso a andar sin más. “¡Andar, andar!”, se decía. Y llegó hasta Leganés. Yo también hubiera salido a caminar hasta Leganés desde Málaga sin dudarlo.
Contó David Trueba que rodaron La silla de Fernando para que no se perdiera el Fernán Gómez oral. La película es maravillosa y contiene historias insustituibles. Pero al Fernán Gómez oral lo conocíamos de sobra, hay mucho material grabado. El más espontáneo es el del programa Tertulia con, de finales de los setenta, en que yo aprendí la palabra tertulia y la costumbre de sentarse a hablar de un modo un poco raro pero entretenido.
Salía mucho también, ya en los noventa, en los programas aquellos de Hermida de debate con demasiados invitados. Siempre recuerdo el momento en que habían hablado todos menos él. Hermida tuvo que azuzarlo. “Es que me encuentro desconcertado. Quienes me han precedido han dicho cosas contradictorias entre sí, pero estoy de acuerdo con todas”.
Y están, por supuesto, sus películas, como actor y director: sobre todo La vida por delante, La vida alrededor, El mundo sigue, El extraño viaje y El viaje a ninguna parte. Y, entre las series de televisión, El pícaro, con cuyo aspecto yo lo conocí. Habló mucho de la vida de los actores, en el borde de la sociedad y con una moral más abierta. (Sobre ello recomiendo la conferencia que dio en 1985 en la Fundación March.)
Nació hace cien años, murió hace catorce y se va alejando. El título de sus memorias lo sacó, es sabido, de un poema de Miguel Hernández: “Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”.
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En El Español.