31.5.22

Dos libros bossa nova

La semana pasada tuvo penas y alegrías, un compendio de la vida, pero aquellas (la muerte de Mar la más dura) las atravesé también con un fondo de bossa nova. Nunca agradeceremos lo suficiente esta virtud de la música brasileña de proyectar una felicidad que incluye tristeza, o una tristeza que aloja felicidad: esa sabiduría profunda de los contrarios. Con la música brasileña, de la que la bossa nova es su expresión más fina, se puede ir por el mundo.

Tenía pendiente la biografía de Jõao Gilberto que ha publicado Libros del Kultrum: Amoroso, de Zuza Homem de Mello (Carlos Galilea le dedicó un programa en Radio 3, con fragmentos y canciones). Me ha impulsado la invitación que me hizo J. F. León de participar la noche del domingo en su Rock'n'Roll Animal para hablar de bossa nova (¡bossa para rockeros: así de rockero es J. F.!). Además de ilustrarlo con numerosas audiciones, he querido hacer bien los deberes releyendo Bossa Nova, de Ruy Castro, que traduje en 2008 para Turner y que se reeditó el año pasado. Ahora que estamos en la Feria del Libro recomiendo los dos; pero ojo: Amoroso solo para muy aficionados y Bossa Nova (¡encendidamente!) para todos. Doy mis razones.

Aunque Amoroso se subtitula Una biografía de João Gilberto, no es propiamente una biografía. No se procede a contar su vida ordenadamente, sino que se hace solo en parte y en tiradas más o menos caprichosas. El autor hace dos cosas muy bien: evocaciones personales del artista brasileño, enriquecidas con evocaciones de otros, y análisis musicales de alto nivel de su estilo y sus canciones. Por esto el libro merece la pena. Y por la muchísima información que contiene, incluso en los capítulos flojos. Zuza Homem de Mello murió en 2020, un año después que João Gilberto y antes de terminar el libro, al que le falta claramente no tanto más trabajo del autor como un editor. La viuda lo presenta como la obra de su vida, pero no lo es. Es, eso sí, una obra amorosa como el título (tomado del sofisticado disco de João Gilberto de 1977): transmite admiración por el artista y retrata su personalidad genial, sin ocultar sus sombras. En el lado de la admiración, insisto, hay reflexiones musicológicas de gran calado.

Bossa Nova, en cambio, sí incluye una biografía solvente de João Gilberto, entre sus muchos hilos. Aunque solo llega a 1990, que es cuando se publicó en Brasil (con alguna actualización en la edición de 2001). El libro me apasionó cuando lo leí por primera vez en portugués y me encantó estar ocupado con él durante meses. Pero no lo había leído desde entonces y me he encontrado con que es todavía mejor de lo que recordaba. No solo por la historia y las historias de la bossa nova que cuenta magníficamente, sino por la escritura de Ruy Castro: llena de vida y vibración, de bossa; con un ingenio elegantísimo y una inteligencia mordaz. Prácticamente no hay ningún párrafo sin su delicia. Por eso se lo recomendaría a cualquier lector: incluso si no le gusta la música brasileña; incluso si no le gusta ni siquiera la música. Basta con que sea un lector.

En su día dije que la bossa nova es la historia de una felicidad, porque es la historia de unos chavales que admiraban a Frank Sinatra en el Río de 1949 y que ven cómo menos de veinte años después, en su disco con Antonio Carlos Jobim de 1967, Sinatra graba la música que ellos promovieron. Para abrir boca he hecho una antología de treinta canciones

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28.5.22

Tejiendo tiempo

[Dietario]

Los restos del canto. Un afilador camina junto a su bicicleta por La Carihuela. Lleva el inconfundible silbato, pero lo que toca es un remedo pobre de la fastuosa melodía de los antiguos. Quien nunca haya oído a aquellos pensará que esto es todo: un hilo lineal, desganado, sin gracia; sin las fintas y toboganes sonoros, brillantes, hipnóticos, del canto original.

Bendecir churros. Estoy con Sanz Irles en Madrid. He venido a acompañarlo en la presentación de su novela Leontiel, que hizo ayer con Carlos Mayoral. Estamos desayunando en la chocolatería Valor, cuando me señala algo detrás de mí. Es una familia extranjera, el padre, la madre, varios niños, que bendicen la mesa antes de empezar a comer. En la mesa hay churros. Bendecir churros: ¡habría que hacerlo siempre!

Cena con Mira. Deliciosa cena con Mira Milosevich en el Apolo del paseo marítimo después de su conferencia sobre la invasión rusa de Ucrania en La Malagueta, invitada por Arias Maldonado. Estamos los catacumbistas habituales y de pronto la conversación parece un concierto: cada voz entra en el momento adecuado, enlazándose, y todo funciona. Mira es divertidísima, inteligente, irónica. Dice que no va a pedir tortillitas de camarones porque son "pegajosas". Pero yo pido tortillitas de camarones y todos se suman, incluida Mira. Naturalmente, las tortillitas se camarones se convierten en el eje de la velada. Y el imprescindible hecho de que sean "pegajosas".

El menino. Mi sobrino pequeño vino de Madrid entusiasmado con Las meninas, que visitó con la hermana y los padres. Le dije: "¿Sabes que Las meninas son una máquina de desaparecer?". Me miró extrañado, pero se lo expliqué: "Cuando te pones delante del cuadro, en el espejo se ve a los que están detrás de ti, los reyes, pero a ti no se te ve. ¡Has desaparecido!". Se quedó pensándolo, sin creérselo mucho. Llegó entonces la madre y corrió hacia ella: "Mamá, mamá, ¿sabes que Las meninas son una máquina de desaparecer?".

Málaga suave. Irles ha invitado a Luis Antonio de Villena a que presente Leontiel en Málaga. Comemos con él en La Deriva y por la noche, tras el acto, lo llevamos a Los Delfines. Dice que se irá pronto, pero se va quedando hasta el final. Es una charla crepuscular y grata. Me acuerdo de la que tuvimos con él Andújar y yo en el Óliver de Madrid, en 1985. Me firmó entonces La muerte únicamente, que le enseño hoy. Tratamos con una cierta elegancia el vértigo del tiempo. Le doy a que me firme Corsarios de guante amarillo, el primer libro suyo que leí. Una vez, en una entrevista, Villena dijo que Málaga le parecía una ciudad "suave" y aquello se me quedó. Leer a Villena me dio aires cosmopolitas, pero resulta que entre los lugares que me desveló estuvo Málaga: aquel "suave" me hizo sentirla suave.

Móviles. Leo que "Ricardo Darín estalla contra los móviles e interrumpe su actuación en el Teatro del Soho". Hasta siete llamadas sonaron. "¡Basta ya!", le gritó al público. Me he acordado del concierto que dio Caetano Veloso en el Cervantes. Sonaba su canción más querida, O leãozinho, momento supremo de intimidad y magia... y entonces sonó un móvil.

La droga del fresco. Dice uno: "En cuanto hace calor, los malagueños se visten como si fueran a comprar droga". Es verdad. Van en busca de la droga más preciada en este calor de mayo: el fresco. Yo también me disfrazo de percusionista jamaicano, pero mi camello principal, como saben, lo tengo en casa: es el ventilador. Ya lo he encendido y no lo apagaré hasta entrado noviembre, calculo.

Amor. Presentación de Mediterráneos de José Carlos Llop, su poesía de 2001 a 2021. El poeta habla con Rodrigo Blanco Calderón, nuestro malagueño de Caracas, quien le pide que lea el poema que yo hubiera pedido, 'La playa de las mujeres', que empieza así: "Algunas mujeres se desnudan frente al mar / si no conocen a nadie y nadie las conoce...". Llop lee también 'Amor', que tiene solo dos versos y es perfecto: "Decir mi vida / y que sea verdad".

El mejor pulpo frito. Me venían diciendo que el mejor pulpo frito de Málaga es el del Juanito-Juan de El Palo. Lo que no entiendo es cómo lo decían antes de que me pronunciara yo, que soy el que parte el bacalao en el pulpo. Me hago acompañar de Toscano, Arias y Nadales (cuyo hermano menor, por cierto, se queja de que no hago más que sacar a mis amigotes en el dietario). Llega el momento, lo pruebo deseando que esté malo para hacer un alarde de personalidad y rechazarlo. Pero no: ¡está bueno! ¡Es, en efecto, el mejor!

Tejiendo tiempo. Mi madre se ha pasado los últimos meses haciendo mantas de punto para toda la familia, nueve en total. La mía la ha terminado justo cuando hay que guardar las mantas: queda para la vuelta del frío, en que me calentarán la lana y su dedicación. La idea del tiempo prendido en cada punto.

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24.5.22

La nula costumbre de ganar

La humanidad se divide en dos: quienes descorchan con soltura las botellas de champán, porque no ven el peligro que entrañan, y quienes nos ponemos muy nerviosos cuando una va a ser descorchada cerca, incluso por nosotros, porque solo vemos el peligro. Los primeros siguen charlando como si nada mientras tiran del tapón, ignorantes de que es un proyectil. Los segundos nos parapetamos detrás de muebles, sofás y familiares; vivimos la escena como si estuviéramos ante un mono con pistola. A veces el mono somos nosotros y lo que queremos es que todo acabe rápido, aunque sea con muertos.

En realidad, los primeros suelen controlar. Charlan mientras tienen la precaución espontánea de apuntar al techo o en una diagonal por encima de las cabezas. Están sueltos porque están seguros. Somos los nerviosos los que a veces nos llevamos a alguien por delante, porque nuestros espasmos woodyallenescos suelen hacernos desembocar en lo que tememos. La neurosis es quizá ese dispositivo por el que terminamos haciendo justo lo que no queríamos hacer.

Me acordé de esta clasificación con el accidente de champán que tuvo la semana pasada en el Giro el ciclista eritreo Biniam Girmay, que se disparó al ojo cuando celebraba su victoria en la décima etapa (la que pasaba por Recanati además, el pueblo de Leopardi). Es el primer ciclista negro que gana en una de las tres grandes vueltas y lo celebré también por estética: en la serpiente multicolor ha sido infrecuente el ébano, cuya belleza por los llanos y los montes ya se había visto en el Tour con el también eritreo Natnael Berhane, el sol de julio en su piel como un destello tropical. Pero la felicidad dura poco en la casa del pobre. Girmay salió de su burbuja de triunfo con el taponazo de la botella que él mismo descorchaba.

No era de champán, para ser precisos, sino de prosecco –de prosecco rosa como la maglia, que seguía llevando el español Juanpe–, pero su simbolismo era el del champán, como lo es el de nuestro menesteroso cava. No puedo dejar de recordar, al paso, la vieja anécdota de Isabel Pantoja. Le preguntaron si se iba a sumar al boicot a los productos catalanes que algunos propusieron a finales creo que de 2005. "De ninguna manera", respondió conciliadora la tonadillera. "Como todas las Navidades, yo me tomaré mi copita de cava. Y después, eso sí, champán del bueno".

El caso es que Girmay, que al ganar una clásica esta primavera (también fue el primer africano en lograrlo) dijo "lo hago en nombre de África", subió al pódium del Giro en representación de su continente. Estaba abriendo camino y lo sabía: el triunfo tiene algo de mimético, es contagioso. ¿Cuántos chavales de Eritrea, de África, se pondrán a correr en bicicleta por él, con la idea de que es posible?

Pero al profesional que ya es a sus veintidós años le queda pulir detalles. Su manera de abrir el champán, con la botella en el suelo y la cara justo en la trayectoria del corcho, parecía una autoejecución. Tal vez porque daba por hecho que el mundo que se le había ablandado con su victoria iba a seguir blandito. Pero no, el mundo es duro y hay que tomar precauciones. Sobre todo cuando no se tiene costumbre de ganar.

No pasó del susto, pero tuvo que abandonar la carrera para que se le curara el ojo. A la alegría se juntó la pena, y así su orgulloso "lo hago en nombre de África" quedó con el percance, que completaba el símbolo, más profundo, más trágico, más bello. 

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17.5.22

Por qué da tanto miedo su culo

Me asomé a Eurovisión en el instante en que cantaba (¡y bailaba!) Chanel y resucitó a un muerto: era yo, en mi lánguido sábado. Hace unas semanas me pasó lo mismo con la brasileña Mayara Lima, la sensación del reciente carnaval de Río. Como proclamaba Caetano Veloso precisamente sobre el carnaval, "detrás del trío eléctrico [el camión musical tras el que se baila en Bahía] solo no va quien ya murió". No hay batalla cultural, sino la eterna batalla entre la vida y la muerte.

El baile es dionisiaco y suscita recelos apolíneos. Nunca han faltado quienes tachan de obscenas ciertas desnudeces, ciertas contorsiones. Cuando atacaron a Rosalía por la misma causa, recordé al Luis Cernuda de Los placeres prohibidos, los versos más valientes de los años treinta en España: "Abajo, estatuas anónimas, / Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla; / Una chispa de aquellos placeres / Brilla en la hora vengativa. / Su fulgor puede destruir vuestro mundo". Los detentadores (¡y detentadoras!) de los "preceptos de niebla" sabemos quiénes son hoy. A ellos destruyó Chanel el sábado; pero secundariamente, como efecto subsidiario de lo principal: la afirmación de la vida, de la (¡resucitadora!) alegría de vivir.

No sé por qué cierta izquierda (la predominante además) se ha resignado a ocupar el lugar de los curas. No sé por qué les da tanto miedo el culo de Chanel. Pero sí lo sé: esa izquierda es la practicante de la religión realmente existente en la actualidad, la única en pujanza y no en declive. La ideología se ha solidificado en grumos teológicos a los que la realidad estorba. La realidad carnal para ser precisos. La explicación supongo que es psicológica: aquellos (¡y aquellas!) que se han acogido a una fe rígida, política en este caso, son los que consideraban un agravio la inestabilidad del cuerpo, su fugacidad gloriosa y humillante.

En un luminoso ensayo de los años sesenta, Conjunciones y disyunciones, Octavio Paz repasaba las relaciones entre el cuerpo y lo que no lo es; acogiéndose al lenguaje estructuralista de la época los llamaba signo cuerpo y signo no-cuerpo. Era tiempo entonces de resurgimiento del signo cuerpo (y el uso aquí de signo es porque este también estaba impregnado de carnalidad: la visión analógica del poema mismo como mundo). El cuerpo se zafaba de la represión judeocristiana, en relajaciones hedonistas de advocación pagana o en exploraciones de religiones orientales en que la relación entre los signos cuerpo y no-cuerpo no era de disyunción sino de conjunción.

Chanel y Rosalía tienen algo de aquellas diosas curvas de los templos de la India. Pero han venido a exhibirse en un momento en que el signo no-cuerpo pugna por tiranizar el ambiente, con su afán disyuntivo. Las beatas neofranquistas de la pseodoizquierda las acusan de hipersexualización e incluso de rozar lo prostitutoide. No importa que trabajen hasta alcanzar la excelencia en su arte, que hayan triunfado por talento y por voluntad, por pura potencia femenina: tienen que enfrentarse a la puritana que les dice que "no hay ninguna necesidad de salir semidesnuda a cantar". Se trataba de eso, claro: de la cruzada de la necesidad (¡de la pesadez!) contra la gratuidad (¡contra la ligereza!).

Es el culo de Chanel el que da miedo y no la teta aerostática de Rigoberta Bandini, debidamente encauzada al (¡necesario!) amamantamiento. A mí me gustaba la canción, y en realidad la veía mejor para el concurso. Pero Chanel ha ganado. Qué lucha entre el ma-ma-ma y el mo-mo-mo: el yin y el yang también. Y ese culo que se elevaba solo, y bajaba, y se volvía a elevar.

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10.5.22

Autobús turístico por Madrid

Lo personal es político, según dicen, y viajar a Madrid también. El habitual gustazo de viajar a Madrid tiene ahora un extra cosquilleante de subversión: saber que estamos en la ciudad que irrita a quienes han arruinado sus ciudades y territorios por hacer lo contrario que Madrid. La respuesta de estos cenizos es ridícula: echarle la culpa a Madrid. Es una pura política de la impotencia. Por eso llega uno a Madrid mondándose de risa, con una alegría que no es normal y un regocijo que se parece a la vida y tal vez lo sea.

La excusa esta vez fue la presentación de la novela Leontiel de Sanz Irles, que le hizo Carlos Mayoral, en la librería del Círculo. Una excusa para quedarme cuatro días, que han sido de sol maravilloso. Del moderno Ave fui a parar a un hostal de Callao cuyas habitaciones parecían decorados de El crack de Garci: una regresión que no dejaba de tener su encanto. Eso sí, no daba para permanecer mucho tiempo ahí, de manera que me tiraba a la calle. La calle era mi elemento. He pasado cuatro días absorbiendo calle (¡el aire de lo eventual!) con el resultado de una fastuosa oxigenación.

Conozco bien Madrid. Estuve unos años estudiando y otros años trabajando. Después la he visitado con frecuencia, pasando temporadillas. Madrid es una de mis cuatro ciudades (las otras son Málaga, Lisboa y Río de Janeiro) y la segunda en la que más he vivido. Pero no deja de euforizarme cada vez que la piso, algo que ya me ocurría cuando la habitaba. Tiene un nervio particular, eléctrico y dulce, que se corresponde con su hormigueo que se remansa en espacios que se abren por aquí y por allá, con árboles, cielos o fachadas cómplices.

Siempre que vuelvo a Madrid paso revista a mis sitios, en un circuito que tiene algo de reanimación de la ciudad para mí: es mi Madrid el que se pone otra vez a funcionar los días en que yo estoy. Esos puntos le dan estabilidad a mi experiencia cambiante. Algunos de ellos son el jardincito del Príncipe Anglona, el templo de Debod, la librería Arrebato, las cañas en la plaza de San Ildefonso, el restaurante Zara (¡por el daiquiri!), el Fide (¡el de Ponzano, no el de Bretón de los Herreros: por el canapé de sardina ahumada!) o últimamente el bocadillo de calamares de La Ideal.

Otro de mis sitios es el parque de la Cornisa. Pero en esta ocasión, cuando me dirigía a él con toda una tarde ociosa por delante, se paró en mis narices el autobús turístico, uno de esos gigantes rojos de dos pisos, el de arriba sin techo. Me dio el punto y me subí. ¡Ha sido mi acierto de la década! Automáticamente me instalé en un estado de delicia contemplativa, en el que me mantuve cerca de cuatro horas. Solo me bajé una vez para cambiar de ruta: de la de Madrid histórico a la de Madrid moderno, según las llaman. El resto del tiempo, felicidad sin tiempo.

Imagínense arriba en la tarde perfecta. Hace la temperatura ideal, con intensa luz declinante, y corre la brisa, fomentada por la marcha. Gozamos de un paseo sin esfuerzo y podemos abandonarnos entre las vistas y las musarañas. Viajamos alto y los árboles rozan, si extendemos la mano podemos tocar las piramiditas primaverales de los castaños de indias. Abajo, no lejos, la gente camina, se hace selfies, se llama, se besa, mira escaparates, conversa en las terrazas. Vemos todos los escotes de la ciudad. Vemos las estatuas a su altura. Madrid enamorado.

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3.5.22

Entre la petanca y la papeleta negra

No suele haber ganas de elecciones, pero esta vez hay ganas de elecciones: hay ganas de darle la patada a Sánchez, el presidente de las mentiras y las infamias (y la no mucha efectividad). Las elecciones son en Andalucía, donde no se dirime eso. Pero las elecciones son también para expresarse y el 19-J nos expresaremos los andaluces. Pasó lo mismo con los madrileños el 4-M del año pasado. Los castellano-leoneses (¡cómo me gusta decir castellano-leoneses!) lo vivieron a su vez hace poco.

Hablo con un indudable sesgo antisanchista, que cultivo. Y que no me impide, sin embargo, reconocer que muchos adoran a Sánchez (hay politólogos especializados en justificar científicamente todo lo que hace y dice). En Andalucía votarán a Espadas, el Zoido del PSOE: un suave pancista. Sánchez o Espadas le dan igual a su electorado fiel de niños de la guerra que vivieron los años del hambre y el franquismo: al meter la papeleta ellos seguirán votando a Guerra y González. Es un electorado culpable e inocente al mismo tiempo. Bastante tuvieron, sostengo con un cierto paternalismo. Aunque no serán los únicos, y en los otros hay menos inocencia.

El presidente de la Junta Juanma no lo ha hecho mal esta legislatura. Su estrategia, por otra parte, como observa mi amigo Mármol, el más fino analista de la política andaluza, ha sido menos de reforma que de sustitución: ha cambiado las aceitunas sin cambiar el agua. Ha habido un aire de continuidad con otras caras, nada traumático. Votar al PP sería un modo amable, conservador, de tocarle las narices a Sánchez... si no hubiera la certeza de que tendrá que arreglarse con Vox, esta vez con la energuménica Olona (cuyo primer discurso, muy Teresa Rodríguez, ya ha empezado a hacer demasiado larga la campaña electoral).

El problema de los moderados que consideran votar al PP es que se ven condenados a jugar a la petanca: se arriesgan a no llegar. Pasó lo mismo con los moderados que consideraron votar al PSOE en las últimas generales. La apuesta antivoxista de votar al PP (o la apuesta antipodemita de votar al PSOE) solo tendría (o habría tenido) éxito si fuesen tantos los que apostaran como para obtener la mayoría absoluta. De lo contrario, si no llegan, la apuesta tendría un resultado indeseable: reversiones del voto en Vox (o en Podemos). El resultado indeseado es el que se termina cumpliendo.

Yo tal vez votaría a Juanma, contra Sánchez (¡en clave nacional, sí: esto es lo que hay!), si no existiera el riesgo de que mi voto revirtiese en Olona, con el subsiguiente agilipollamiento de mi cara. Mi antisanchismo no llega al extremo de soliviantar mi estética, por lo que veo improbable votar a Juanma. (Aunque si Sánchez sigue con empujoncitos como el de Bildu no niego nada...)

Queda Ciudadanos, el partido al que he estado votando desde la desaparición de UPyD. ¿Pero queda realmente Ciudadanos? Su voto es el de la papeleta negra, por lo fúnebre. Un voto, un ataúd; unipersonal encima: el de Joe Rígoli. Tampoco ha sido mal vicepresidente, pero la posibilidad de quedarse fuera le está haciendo dar manotadas de ahogado (pese al ridículo flotador con el que se ha dejado fotografiar). Se ha escrito que pretende ir a por el voto andalucista, lo que sería un final épico para el partido que nació para combatir el nacionalismo.

Así que aquí estoy: un antisanchista andaluz (aproximadamente socialdemócrata, con simpatías liberales) que no sabe a quién votar y ni siquiera si va a votar. Entre la petanca y la papeleta negra. Y la papeleta blanca, más póstuma que pura. 

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