10.5.22

Autobús turístico por Madrid

Lo personal es político, según dicen, y viajar a Madrid también. El habitual gustazo de viajar a Madrid tiene ahora un extra cosquilleante de subversión: saber que estamos en la ciudad que irrita a quienes han arruinado sus ciudades y territorios por hacer lo contrario que Madrid. La respuesta de estos cenizos es ridícula: echarle la culpa a Madrid. Es una pura política de la impotencia. Por eso llega uno a Madrid mondándose de risa, con una alegría que no es normal y un regocijo que se parece a la vida y tal vez lo sea.

La excusa esta vez fue la presentación de la novela Leontiel de Sanz Irles, que le hizo Carlos Mayoral, en la librería del Círculo. Una excusa para quedarme cuatro días, que han sido de sol maravilloso. Del moderno Ave fui a parar a un hostal de Callao cuyas habitaciones parecían decorados de El crack de Garci: una regresión que no dejaba de tener su encanto. Eso sí, no daba para permanecer mucho tiempo ahí, de manera que me tiraba a la calle. La calle era mi elemento. He pasado cuatro días absorbiendo calle (¡el aire de lo eventual!) con el resultado de una fastuosa oxigenación.

Conozco bien Madrid. Estuve unos años estudiando y otros años trabajando. Después la he visitado con frecuencia, pasando temporadillas. Madrid es una de mis cuatro ciudades (las otras son Málaga, Lisboa y Río de Janeiro) y la segunda en la que más he vivido. Pero no deja de euforizarme cada vez que la piso, algo que ya me ocurría cuando la habitaba. Tiene un nervio particular, eléctrico y dulce, que se corresponde con su hormigueo que se remansa en espacios que se abren por aquí y por allá, con árboles, cielos o fachadas cómplices.

Siempre que vuelvo a Madrid paso revista a mis sitios, en un circuito que tiene algo de reanimación de la ciudad para mí: es mi Madrid el que se pone otra vez a funcionar los días en que yo estoy. Esos puntos le dan estabilidad a mi experiencia cambiante. Algunos de ellos son el jardincito del Príncipe Anglona, el templo de Debod, la librería Arrebato, las cañas en la plaza de San Ildefonso, el restaurante Zara (¡por el daiquiri!), el Fide (¡el de Ponzano, no el de Bretón de los Herreros: por el canapé de sardina ahumada!) o últimamente el bocadillo de calamares de La Ideal.

Otro de mis sitios es el parque de la Cornisa. Pero en esta ocasión, cuando me dirigía a él con toda una tarde ociosa por delante, se paró en mis narices el autobús turístico, uno de esos gigantes rojos de dos pisos, el de arriba sin techo. Me dio el punto y me subí. ¡Ha sido mi acierto de la década! Automáticamente me instalé en un estado de delicia contemplativa, en el que me mantuve cerca de cuatro horas. Solo me bajé una vez para cambiar de ruta: de la de Madrid histórico a la de Madrid moderno, según las llaman. El resto del tiempo, felicidad sin tiempo.

Imagínense arriba en la tarde perfecta. Hace la temperatura ideal, con intensa luz declinante, y corre la brisa, fomentada por la marcha. Gozamos de un paseo sin esfuerzo y podemos abandonarnos entre las vistas y las musarañas. Viajamos alto y los árboles rozan, si extendemos la mano podemos tocar las piramiditas primaverales de los castaños de indias. Abajo, no lejos, la gente camina, se hace selfies, se llama, se besa, mira escaparates, conversa en las terrazas. Vemos todos los escotes de la ciudad. Vemos las estatuas a su altura. Madrid enamorado.

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