29.12.22

Acusaciones delatoras

2022 ha sido un mal año político y 2023 será peor. Incluso si cae el PSOE. Sobre todo si cae el PSOE. Le auguro debacle en las municipales y autonómicas de mayo (no hay que ser Casandra), y posteriormente en las generales, que tal vez se precipiten. Caballo Loco sabrá crispar cada vez más el ambiente, narciso heridísimo, de manera que el futuro gobierno se encuentre un país hecho unos zorros. La calle será un hervidero de frustrados histéricos, especialmente en los territorios nacionalistas, y ese será el verdadero legado de Sánchez: un país peor, un país imposible.

Caballo Loco o Atila. Su "no es no" fundacional. Ahí estaba todo. Un empecinamiento autorreferencial, que excluía al otro; un aislacionismo solipsista que impedía toda comunicación con el contrario. Sus alianzas de después para la moción de censura solo eran la consecuencia. Yo no lo vi entonces. (Otros sí.) A mí la jugada me hizo gracia porque pensaba que era un timo a sus aliados, a los que engañaría y traicionaría. De Sánchez aún se podía decir, como dije, que, puesto que era un sujeto vacío, cabía la posibilidad de que fuese rellenado con el bien. Pero no, era la expresión misma de lo que era: un vacío inclinado hacia el mal (por aquella cerrazón constitutiva). Sus aliados, se dice pronto: lo peor del Parlamento. Filoetarras, golpistas aún calientes de su golpe, populistas que llevaban ya unos años excitando sórdidos resentimientos viscerales y un guerracivilismo soez.

Aun así, Sánchez y el PSOE eran la parte presentable en comparación con sus socios impresentables. Cuatro años después, Sánchez y el PSOE son indistinguibles de sus socios. Se han contagiado de impresentabilidad por simpatía; si es que no se han servido de la ocasión para destapar su tarro de las esencias particular, aquel PSOE de Largo Caballero que siempre estuvo ahí: vigente en el sectarismo de la militancia.

Es cierto, lo anoté no hace mucho, que durante toda la Transición se mantuvo latente la guerra civil. Esta se manifestaba cuando los partidos recurrían a un último argumento en los momentos de desesperación: la deslegitimación del oponente como heredero (preconstitucional; o mejor, anticonstitucional) de uno de los bandos. Lo hizo Suárez en 1979 cuando advirtió de que volvían los rojos; lo hizo González en 1996 cuando advirtió de que volvían los fascistas. Por su parte, también González sufrió acusaciones deslegitimadoras; como las sufrió Aznar. El último argumento, en un país que fue capaz de enfrentarse en una guerra civil de la que sigue traumatizado, siempre ha sido expulsar al otro.

Zapatero hizo de esto, es decir, del guerracivilismo, no ya un recurso desesperado y más o menos ocasional, sino uno de los ejes mismos de su política (con el disfraz del talante). Y Sánchez lo ha exacerbado. En Sánchez ya no hay nada más que esto.

No hay una sola intervención del presidente en que no acuse al PP de estar fuera de la Constitución. Y últimamente de querer dar un golpe de Estado por medio de los jueces y el Tribunal Constitucional. Son acusaciones gravísimas. Emitidas con una ligereza que no atenúa, sino que potencia, su gravedad, ya que contribuyen a mantener el terreno institucional embarrado, impracticable: con la brecha guerracivilista abierta. (El PP cae con frecuencia en el error de participar en el juego.)

Pero son acusaciones delatoras, que tienen el efecto de desenmascarar a quien las profiere: Sánchez necesita hacer acusaciones de tanta gravedad para encubrir la política que está haciendo de tanta gravedad. Su retórica acusatoria es el reverso de su acción, de su culpa: por aquella exhibe el calado de esta. 

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