15.8.24

La lujuria de no viajar

Cuando emprendes tu viaje a Ítaca ya estás perdido, porque implica que saliste de Ítaca. Y no hay que salir jamás de Ítaca, sobre todo en verano.

Este agosto me regodeo en el placer (¡la lujuria!) de no viajar. Veo por las redes las esforzadas postales de amigos, familiares, conocidos, desconocidos y hasta enemigos (siento devoción por estos), y pienso que, si tuviera criados, viajar es otra de las cosas que les dejaría además de vivir.

Me he quedado en mi despachito, flanqueado por mis ventiladores, y escribo, leo y veo películas. De vez en cuando me pongo una canción (brasileña: concesión tropical) o la música para aeropuertos de Brian Eno: ¡aeropuertos para no volar, sino para demorarme mentalmente en terminales sin fin!

El mar ya no se ve desde mi ventana, ni voy a buscarlo: necesito descansar de ese abuso del azul, con su mecánica de olas. Por el simple estar en la canícula, por más a la sombra que me encuentre, un pijama de sudor se me va tejiendo en la piel. Me lo quito, cuando se completa, con un tajante duchazo y me quedo como nuevo: Adán en bañador para seguir con mis tareas intelectuales. He de confesar que descalzo, como cantautor en taburete.

¡Qué alivio no estar metiéndome esos tutes horrendos! Veo a la peña por Tailandia, Nueva York, Austria o Asturias, Galicia, Suiza, el norte de Italia, la socorrida Lisboa, Holanda, Biarritz, Normandía. ¡Ni el Mont Saint-Michel me han ahorrado, ese merengazo color caca! Mi favorita es una pareja literaria que se ha metido en un pueblo blanco andaluz y no para de endilgar fotos de paredes y tascas, con algún lugareño para decorar. Ella sonríe con todos los dientes y su felicidad resulta ortopédica, como una flor de plástico.

Volviendo a mí, estoy en Austria como los Wendoline pero solo en libros: la Historia de Austria, La Viena de Wittgenstein, El Tractatus de Wittgenstein, Thomas Bernhard, Georg Trakl... Experimento de un modo acusado la problemática del Imperio Austrohúngaro (Kakania para los amigos), que es nuestra problemática. La problemática española es ya puramente austrohúngara y lo que viene poco después es el Anschluss, la anexión de Alemania, que aquí será desde dentro y por un Adolf socialdemócrata. Solo disponemos de las armas (inermes) de cuatro Karl Kraus.

En cine me he situado en la veta de los detectives. Después de las de Maigret que hay por ahí (¡y otra maravillosa con Jean Gabin, No toquéis la pasta!), me he puesto con las de Marlowe. Decepcionantes las dos de Mitchum (no por Mitchum; en realidad la primera, Adiós, muñeca, es pasable) y deliciosa la genial gamberrada de Altman, El largo adiós. La duda es si volver ahora a Holmes, Poirot y Colombo, o si buscarme a algún otro investigador más sufridito.

Y así, a las mil maravillas, transcurren mis jornadas. En mi campana egotista, relajado, sin moverme. Con un resto de vida social, pero virtual toda (¡y aún esta debo quitármela!), y el erotismo entero del mundo en mi imaginación. Solo salgo de casa para caminar un poco y que mis músculos no se apoltronen de manera irreversible. Persisto en un estado de alegre melancolía, con ciertas brumas otoñales que me refrescan por dentro. Y pendiente con delectación del infierno de los viajes de los otros.

Pide que el camino sea largo, dice Cavafis. No, hombre, no: el camino no solo ha de ser corto, sino que ha de ser cero. ¡No debe existir! En cuanto a todas esas experiencias, aventuras, sabidurías y riquezas que se adquieren en los viajes: ¡otro lote para mis ficticios criados! 

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