Este agosto seguiré escribiendo, no sé con cuánta alegría. En los doce años que llevo de columnista, desde que Rafa Latorre me llamó para el ya desaparecido Zoom News en el otoño de 2012, no había descansado ninguna semana, incluidas las de agosto. Hasta el agosto pasado, en que no pude más tras la revalidación de Sánchez el 23-J y pedí descansar. Fue un error, porque lo que quería en realidad no era dejar de escribir sino dejar de leer la prensa, algo imprescindible para escribir en la prensa. Pero la seguí leyendo de todas formas: no puede uno zafarse de la pegajosa actualidad. Al final perdí dinero tontamente, por el lucro cesante. Aunque me dio para una frase campanuda que les fui soltando a los amigos: "Este agosto tengo vacaciones pagadas. ¡Pagadas por mí!".
La no despedida fulminante de Sánchez calificó a los españoles. Creo que fue la primera vez en la historia en que ellos tuvieron la responsabilidad explícita de su sumisión. Con el "¡vivan las caenas!" a Fernando VII había un entusiasmo bochornoso pero inhábil en la práctica: aunque no lo hubieran festejado, los españoles no podían eludir a Fernando VII. Con Franco pasó lo mismo. Murió en la cama de viejo, pero a los españoles no se les presentó la oportunidad de que lo hiciera antes y en otro sitio; el ánimo tampoco estaba para más aventuras violentas. En cambio con Sánchez (¡ese heredero de Fernando VII y de Franco! ¡Así lo veo yo! ¡Así me lo dice mi hipersensible estómago para detectar –y detestar– autócratas!) los españoles dispusieron de una bola de partido, la de las elecciones del 23-J del 23. Las elecciones las ganó el PP, cierto, pero no con la suficiente contundencia. La sociedad española fracasó (¡o triunfó en su espíritu sumiso!) al no escupir indubitablemente de su vida política a un elemento como Sánchez.
El curso ha sido degradante: una degradación sin fondo, que prosigue su espiral degradante hasta el mismísimo momento en que escribo este artículo, con las declaraciones del presidente en la mañana del 31 de julio. El hombre fango emisor de bulos en sintaxis desarticulada, con sus chulescas maneras habituales que son la carcasa de su vacío intelectual y moral. En cualquier ficción (novela, película, obra de teatro, serie) un personaje con estas características es el malo. Y, salvo que posea un irresistible encanto (algo que no se cumple en Sánchez), es despreciado por el lector o el espectador. En la lógica narrativa no cuela un sujeto de su calaña.
Pero para los españoles sí cuela. Y cuela para el primer periódico del país (imparable también en su degradación) y para una nutrida intelectualidad orgánica (¡un saludo, Innanity! ¡Y todos sois Innanity!). Esta es nuestra desgracia excepcionalista: aquí el Trump que nos ha tocado (que nos hemos ganado) cuenta con el apoyo del New York Times y la élite guay.
Nos acusan de estar obsesionados con Sánchez los que están obsesionados con la extrema derecha. Siendo Sánchez nuestra extrema derecha realmente existente. Entiéndase: la que destruye el Estado de derecho. En el caso de Sánchez, corroyéndolo desde dentro.
Pero aquí seguiré agosto: vacaciones sin vacaciones.
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En The Objective.