29.5.14

Tuiteando sobre Podemos

En Twitter borro cada día lo que escribo, pero he guardado para esta columna una selección de mis tuits de ayer sobre Podemos, junto con los de algunos amigos que me contestaron. Los de estos aparecen en cursiva y precedidos por su nombre de Twitter, en negrita. Los míos son los demás. He de aclarar que me refiero a Pablo Iglesias por su sobrenombre de “el Tuerka”. El Arcadi del que se habla es, por supuesto, Arcadi Espada; y MVM, Manuel Vázquez Montalbán. De todo lo aquí escrito podría hacer mil matizaciones. Pero como le dije hace unos días a otros amigos, afirmar y matizar son dos deportes diferentes. Al menos para Twitter. En cuanto a la edición, me he limitado a unir los tuits que iban divididos y a corregir alguna falta de puntuación o de ortografía. Salvo eso, todo va tal cual:

* * *
En ocasiones, estar en "la caverna" es la única manera que encuentro de no ser un cavernícola.

No se pierdan esto, sensacional artículo: los de Podemos vistos años después. En Venezuela.

@JGToni: El Frente Nacional se llevó el 30% del voto menor de 35 años y el 43% del voto 'obrero'.

La diferencia entre el voto a Le Pen y el voto a Podemos es que este es más burgués.

La izquierda de los profesores: doctrinaria, abstracta, implacable, letal. Y, naturalmente, ignorante.

El votar a Podemos le ha proporcionado a nuestra burguesía ese producto que siempre anda buscando como loca: la buena conciencia.

Los que hablan de "nueva izquierda" han leído poco de Historia.

Porque la izquierda de Podemos no solo es vieja: sino que es de la peor.

Es la enésima prueba de que el comunismo, a diferencia del nazismo, no ha sido purgado.

Esas "ilusiones" en Podemos demuestran dos cosas: ignorancia; y estólido optimismo waltdisneyesco.

Lo patético de estas discusiones es que no hablan del futuro, sino del pasado: porque esto ya ha pasado mil veces.

(Y está también el miedo que se huele en el que quiere ser *cool*: el miedo a quedar excluido si se anda con estas matracas aguafiestas).

O sea, que no estoy dispuesto a que los de Podemos me den la tabarra dos veces: hoy como comunistas y en 20 años como excomunistas.

Con el espectaculito de una generación ya ha sido suficiente, y si la de después no se ha aprendido la lección, que se vaya al carajo!!!

Porque yo lo único que sé es que el Losantos de dentro de 20 años está hoy en Podemos.

@goncharev: Está usted siendo injusto con la generación nacida en los 40-50: ¿no era aquel comunismo más teológico y menos frívolo que éste?

El de Iglesias, Monedero y Errejón no es frívolo: es doctrinario como aquel. Hay un sector en la izquierda muy leído (para mal).

@goncharev: Estoy de acuerdo. Decía frívolo en relación a sus circunstancias biográficas: no es lo mismo nacer en España en 1948 que en 1978.

Sí, eso sí. Y además están las lecciones de la historia, que se van sumando aunque se ignoren. Los de los años 60 ignoraron las lecciones de los de los años 30. Y ahora estos ignoran las lecciones de los años 60 y 30. Por eso no es lo mismo: hay que recordar.

El liberalismo tiene que armarse, como se armó Revel, porque vienen auténticos tomistas de la izquierda. Yo observo en nuestros liberales (ud es excepción) un abandono intelectual y una autocomplacencia como la que tuvo en su día la "izquierda triunfante"...

@goncharev: No hay liberalismo en España; el liberalismo es mayormente anglosajón. Y ese *armarse* es difícil. En junio me publica Letras Libres un artículo sobre la desventaja propagandística del liberalismo: no es cool, ni emocionante; puede ser antipático.

Se han acostumbrado a tratar con contrincantes muy fáciles, que ya venían derrotados. Pero ahora vienen otros con formación.

@goncharev: Por otro lado, estas separaciones ideológicas tajantes me parecen algo obsoleto: un mapa que no corresponde ya a un territorio.

Cierto. Yo hablaba de la pura discusión intelectual. Pero como decía Breton: la realidad está en otra parte.

@goncharev: (Risas) Bien traído. Pero está por ver la influencia de las ideas serias –del tomismo al que usted alude– sobre el votante medio.

Esa es otra. Y en eso sí soy optimista. Sus votantes son descontentos, no doctrinarios. Y no les acompañarían en las burradas.

@goncharev: Justamente. Muchos de ellos quieren comprarse el iPhone 5 para dejar el Samsung.

O sea que no: que no estoy dispuesto a dejarle pasar ni una a un individuo que viene a dar lecciones que ya estaban desprestigiadas en 1935.

Por remitirme únicamente al congreso de Jarkov, cuando ya los surrealistas –excluyendo a Aragon y Eluard– cantaron las verdades del barquero

O sea, ¿que yo me leyera en 1987 lo que pasó en el congreso de Jarkov de 1935 y ahora venga el Tuerka con esa matraca en 2014? ¡PERO TURURÚ!

Y lo peor de todo es que estos individuos (estos) son los que arruinan de verdad la izquierda y los que hacen sospechosa toda transformación

El efecto de los revolucionarios es reaccionario. Como decía Trías, se trata de una danza de dos movimientos que van pegados siempre.

El Tuerka está desactivando las transformaciones que serían deseables. En el fondo con su chavismo-castrismo es un puto tapón reaccionario.

@GuruAlnair: ¿Y cómo movilizamos a la juventud para que exija las reformas deseables?

Ese es un buen dilema: porque parece que la movilización requiere de cierto grado de hipnotismo.

@jhlasa: yo, la verdad, es que le veo un tío bastante hábil en la comunicación. Se prepara bien, a conciencia, sabe hablar.

Desde luego. Y en esas virtudes rebasa a nuestros políticos habituales. A los de ahora, por cierto: que han llegado por mediocridad.

@jhlasa: Es que rebasa también a la mayoría de tertulianos. Me conformaría con que hubiese un "cambio" en la manera de transmitir. Vaya, dar por c... un rato y forzar a la gente a hablar, contraatacar, etc.

También, porque entran en su retórica. Arcadi era el que se salía y lo miraba desde fuera de su engranaje.

@jhlasa: Por eso solía perder Arcadi. Quiero decir, Iglesias se prepara y se mueve muy a gusto en las contestaciones de 30 s. de Youtube.

Cierto. Aunque cada uno hablaba para un público diferente. Una de las virtudes de Arcadi es que no *desciende* a ese público.

Como dice Elorza, Podemos es la introducción aquí de la izquierda latinoamericana. Nos devuelven la visita los chorizos lacandones de MVM.

El punto de inflexión de la trayectoria del Tuerka fue cuando Expósito le dijo en una tertulia, entornando los ojos: "Mira, chaval...". Y el Tuerka le dijo muy serio: "¡A mí no me llames chaval! ¡A mí no me llames chaval!". Y Expósito se achantó. ¡Ahí perdimos la posición!

El asunto es el siguiente: por debajo de esa izquierda oficial, que no lee desde los años 70, ha habido otra, más radical, que sí ha estado leyendo y preparándose. Y esta se encuentra con una derecha autocomplaciente que piensa que enfrente tiene únicamente a idiotas.

No hablo de "verdad" sino de capacidad retórica y doctrinaria. Como le dije antes a @goncharev, están blindados (y armados) como tomistas.

@rechingado: Veo las tertulias del Tuerkas con FJL y éste se come a aquél, pero el discurso machacón del primero es muy eficiente.

Losantos es una excepción ahí, porque él no solo está también armado, sino que viene de esa mentalidad y la conoce.

Los únicos que le han dado de verdad al Tuerka en tertulia son Losantos y Espada. Losantos y Espada son, pues, la única oposición al Tuerka.

A mí, por ejemplo, el Tuerka me comería en una tertulia. Yo sería una aceitunita para el Tuerka.

[Publicado en Zoom News]

27.5.14

Irresponsabilidades

Las elecciones europeas del domingo –enmarcadas entre la Champions y el desnudo de Raquel Mosquera– dejan un panorama de irresponsabilidades. Solo amortiguadas, paradójicamente, por una irresponsabilidad mayor: la de haber votado para Europa según nuestras pulsiones locales. Es como si lo peor de nosotros lo dibujásemos fuera, a modo de exorcismo. Aunque habrá que esperar a las próximas generales para ver si el conjuro ha funcionado, o si reproducimos aquí ese engendro de parlamento que acabamos de esbozar. Por lo pronto, el fantasma se diluirá en Europa.

La culpa es de los electores, pero en un segundo término. En primer término, y con ventaja, la culpa es de los partidos. Empezando por los dos grandes. Lo han tenido todo, llevan lustros teniéndolo todo, y no han sabido estar a la altura. El establishment nauseabundo que han montado, con altas tasas de corrupción y de caciquismo, y con un dominio generalizado de la mediocridad, ha desprestigiado el sistema entero. Por desgracia, este sistema es el que vale: el democrático. De manera que el desprestigio del PP y del PSOE produce el efecto óptico de que es la democracia la que está mal.

Pero el problema, por supuesto, no es la democracia; ni siquiera el bipartidismo. El único problema es el mal funcionamiento de la democracia; así como la irresponsabilidad de los dos grandes partidos con capacidad de gobierno. Las únicas vías para arreglarlo serían el fortalecimiento de la democracia y la exigencia (¡intransigente!) de que esos dos grandes partidos fuesen responsables. Y en esto también se han mostrado irresponsables los demás.

UPyD y Ciudadanos se han equivocado al atacar, para abrirse hueco, el bipartidismo en sí. Su única opción como partidos regeneradores no era destruir el bipartidismo, sino adecentarlo: ser sus preceptores, por decirlo así, en el camino de la responsabilidad. Al no hacerlo, se han revelado también como unos irresponsables: contribuyendo a romper el bipartidismo para que crezcan Izquierda Unida y Podemos. Dos partidos que no dejan de acertar en algunas de sus críticas a nuestro establishment, pero que tienen como modelo (en diferentes grados, según les vaya la marcha) algo mucho peor: las aberraciones de la Cuba castrista o la Venezuela bolivariana. En cuanto a nuestros nacionalistas, es lo más parecido que tenemos en España a Marine Le Pen. El alcalde de Sestao también ha ganado en Francia.

De manera que los que no somos muy del fútbol, ni del Real Madrid, no tenemos nada urgente a lo que agarrarnos. Bueno, si acaso Raquel Mosquera.

[Publicado en Zoom News]

26.5.14

Primer viaje a Lisboa

(22-IX-1996) Hace unos días tomé súbitamente la decisión de viajar a Lisboa. Desde entonces no he podido escribir; he andado inquieto (más inquieto que ilusionado), y con un poco de pereza por tenerme ahora que mover. Por fortuna, ya se lo he dicho a todo el mundo y no me puedo echar atrás. Dentro de una semana volveré a estar aquí, con los recuerdos que me ocurran a partir de mañana.

Por la noche en el cine con Weil, viendo Derzu Uzala. La aventura de viajar; la dicha de estar ilocalizable.

(23-IX-1996) Llegada a Lisboa a última hora de la tarde, después de pasar todo el día en el autocar. La visión desde el puente 25 de Abril ha sido portentosa: a la izquierda la inmensidad del Tajo abriéndose al Atlántico, y a la derecha la ciudad subiendo y bajando por las colinas, desparramándose hasta la orilla del río que es casi mar. Lisboa reposando en el ámbito de una tarde más, cotidiana y lenta, de lunes, pero a la que yo asistía como a algo nuevo. Una extensión de barrios desconocidos, sobre los que carecía de puntos de referencia y que nunca más, desde ese instante, iba a contemplar de ese modo. Una vez pasado el puente, ya dentro de la ciudad, la visión de las primeras calles, de los primeros lisboetas, de los primeros coches... De repente el autocar se ha detenido y nos han anunciado la llegada. Hemos bajado en una zona inhóspita: Campo Grande. Los demás pasajeros se han apresurado a coger taxis. Yo, desconcertado, he cruzado la avenida con la mochila a cuestas y me he parado en un parque próximo, a respirar los primeros aires de Lisboa. Una leve sensación de desamparo ante la ciudad completamente desconocida. No sabía adónde ir. En el autocar me había anotado la dirección de dos pensiones: una en la rua Garrett y otra en la praça dos Restauradores; pero he caminado un rato por la avenida, sin decidirme. He mirado los taxis: pasaban muy rápido y he creído percibir, extrañamente, que los que llevaban la luz verde encendida iban ocupados. Finalmente he entrado en uno que estaba parado en un semáforo y me he decidido justo en el momento de pronunciar la dirección: “Rua Garrett”. A partir de entonces todo ha sido más llevadero. Me he acomodado en el taxi, he oído la radio (el noticiario portugués de las siete o las siete y media) y he empezado a contemplar las calles ya a ras del suelo y no desde la altura del autocar. Al pasar por la segunda o la tercera, he leído el nombre de otra que desembocaba en la nuestra: Fernando Pessoa, lo que me ha contrariado, puesto que me había hecho el propósito de despessoizar lo más posible el viaje. Al rato, tras recorrer otras muchas calles y plazas, el taxista se ha metido por unas cuestas, ha parado y me ha dicho: “Rua Garrett”. He pagado (por primera vez en escudos), me he bajado y me he quedado quieto en la calle, sin saber qué hacer. Ya estaba oscuro. Me he recreado en la certeza de que todo lo que había visto desde el taxi y todo lo que veía en ese momento lo estaba viendo por primera vez en mi vida. Me he asomado al hotel Borgês, cuya referencia me resultaba familiar porque mi hermana se alojó allí el año pasado, y luego he buscado la pensión; pero me la he encontrado cerrada y he decidido ir entonces a la de la praça dos Restauradores. He mirado el mapa. He dado unos pasos hacia atrás, otros hacia delante, hasta que un guardia me ha indicado el camino correcto. Una vez instalado en la pensión es cuando he sentido que de verdad había llegado a Lisboa. Ya había pasado lo más trabajoso del viaje. (Todas las torpezas e indecisiones me han hecho ver que a mí no me gusta propiamente viajar, es decir, desplazarme; lo que me gusta es establecerme en ciudades.)

Durante el primer paseo, ninguna emoción exagerada, ningún arrebato, sino el sereno y dulce acomodamiento a una ciudad que me ha parecido la mía. He oído el portugués, he observado a la gente, he respirado la atmósfera de las calles y me he sentido integrado con una suavidad que no me ha dejado de sorprender. Desde la praça dos Restauradores he salido a la praça do Rossio, he bajado por la rua Augusta, con paso lento, contemplativo. Me ha alegrado ver la enorme cantidad de negros (y de negras) que hay en Lisboa; la sensualidad general de todas las muchachas. He llegado a la praça do Comércio, me he asomado al muelle: la noche reposando en el agua oscura, las luces de la ciudad, el puerto a la derecha... Tras caminar un rato en la otra dirección, por la avenida Infante D. Henrique, completamente vacía, y asomarme a algunos callejones de Alfama, construidos de materia antigua, medieval, he regresado a la praça do Comércio, he subido otra vez por la rua Augusta y allí me he sentado en una terraza muy animada, donde he pedido “uma cerveja”. Eran las once de la noche. Enfrente, un espectáculo inesperado: el escaparate rococó de la zapatería Charles, y dentro cuatro o cinco dependientas, guapas, bien vestidas, alguna con minifalda y generoso escote, atareadas en la clasificación y colocación de innumerables cajas de zapatos que se amontonaban por todos lados: las muchachas cogían las cajas, las cambiaban de lugar, buscaban, se tiraban en el suelo para hacer anotaciones, miraban desconcertadas, agobiadas por la inmensa tarea... Un espectáculo prodigioso, de sensualidad sutil, que me he pasado más de una hora contemplando. Una de las chicas, morena y de gesto risueño, se ha dado cuenta y hemos cruzado varias veces la mirada (y algún esbozo de sonrisa).

He regresado a los lugares donde me dejó el taxi, para contemplarlos mejor: la rua do Carmo, la rua Garrett... He seguido subiendo hasta el Bairro Alto. He inspeccionado los locales nocturnos de la rua Diário de Notícias y de la rua da Atalaia: había bastante animación, teniendo en cuenta que era lunes. Ha vuelto a asaltarme la sensualidad, un deseo tierno de contacto femenino. Algunas muchachas me han gustado muchísimo, en concreto una de aspecto brasileño, que iba abrazada a su novio. He seguido caminando y, de repente, algo inesperado: un mirador, que luego he identificado como el de São Pedro de Alcântara, y la primera visión desde arriba de la ciudad. El mar al fondo (o ese río que es mar), el Castelo de São Jorge, los edificios viejos, iluminados, el cielo con la luna a punto de completarse, el rumor vivo de la ciudad. He regresado más tarde a la pensión, con la cabeza llena de imágenes y la sensación de estar en Lisboa como uno más.

(24-IX-1996) El día ha amanecido radiante. Mis primeras visiones diurnas de la ciudad. Me he pasado la jornada caminando: he vuelto a los lugares de anoche, y además he visitado otros. No he querido consultar previamente ninguna guía, para que todo lo que me encontrase fuese un descubrimiento personal. Así, por ejemplo, paseando por Alfama, he hallado la catedral, y más arriba otro mirador (el de Santa Luzia), donde me he detenido un buen rato. Mientras contemplaba el paisaje desde allí, se me ha acercado una mujer madura y me ha preguntado muy lentamente en español si podía hacerle una foto. Me alegra pasar por portugués (hasta los propios portugueses me han abordado para preguntarme direcciones o hacerme encuestas). Al menos, es un orgullo no parecerse a las deplorables hordas de turistas que hay por todos lados, con la barbarie ridícula de sus cámaras, sus ropas tontas y sus voces.

Imposible anotar todas las visiones del día: la praça do Rossio, la praça da Figueira, la Baixa, el muelle, Alfama, los miradores, el Elevador de Santa Justa, el Convento do Carmo, el Chiado, el Bairro Alto, la avenida da Liberdade, el parque Eduardo VII... Poco a poco han ido encajando las piezas de esta ciudad en mi mente; salía de un callejón y me encontraba con que era el extremo de otro que ya conocía; llegaba a una plaza y descubría que a continuación estaba algo que yo creía en otra parte... Es el encanto brevísimo del primer conocimiento. Luego se la podrá amar más, pero nunca se repetirán estos instantes en que Lisboa pasaba de ser una idea a convertirse en un cuerpo concreto.

De nuevo, al principio de la tarde, en la terraza de la rua Augusta, frente al escaparate de la zapatería. Las chicas ahora de pie, elegantísimas, esperando a los clientes. Tratando de vender los zapatos que anoche colocaban. He seguido el juego de miradas con la morena; creo que me ha reconocido. Me he tomado dos cervezas y un café. Esta combinación me ha producido un aturdimiento verdaderamente feliz. Me he levantado en un estado de dulce euforia y me he ido a la praça do Comércio a leer el periódico (mi primer periódico portugués) sentado frente al Tajo.

En el mirador de São Pedro de Alcântara, una visión reconfortante: sentado en un banco indolentemente, dueño de su cuerpo y de su tiempo, con ropajes algo hippies y su mochila al lado, un negro (vagabundo o viajero) leía abstraído un libro de Chéjov. Me ha alegrado pensar que Chéjov escribió su obra justo para que ese negro la leyera ahí. Solo por tener un lector como él me han entrado ganas de escribir; de escribir, además, únicamente aquello que pudiera interesarle.

Mucho rato observando a la gente. Sobre todo a las siete de la tarde mientras comía castañas asadas en un banco del cais da Alfândega: los lisboetas que corrían a los barcos tras su jornada laboral; el mismo ambiente que en el metro, pero con el exotismo adicional del muelle. El flujo de gente venía determinado por el semáforo que separa el cais da Alfândega de la praça do Comércio: cada dos o tres minutos, una avalancha nueva, entre la que siempre había un buen puñado de muchachas atractivas, e incluso exuberantes. Una vez más, la alegría de que entre ellas se encontrasen numerosas negras. Por la noche, soledad y un poco de tristeza en el cuarto, al no poder dar salida a tanta sensualidad acumulada.

Un paisaje permanente a lo largo del día: la convivencia de los edificios antiguos, góticos, medievales, con las modernas maquinarias de obras. Los enormes socavones que horadan la ciudad, los grupos de obreros excavando, con sus máquinas y sus vapores que, sobre todo por la noche (con sus reflectores de luz blanca), le dan un aire futurista caótico, a lo Blade Runner. Y las obras continúan hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, sin descanso. Aparte de los socavones del Rossio (están ampliando la línea del metro), eran impresionantes las obras en el Convento do Carmo, junto al Elevador de Santa Justa. Los apuntalamientos, los chorros de agua, las máquinas taladrando, golpeando, sosteniendo...

Otra visión de la ciudad, desde el mirador que hay al fondo del parque Eduardo VII: la estatua del marqués de Pombal dominándolo todo, Lisboa a sus pies. Pero el propio marqués de Pombal, y Lisboa, se encuentran a los pies del viajero que se coloca en ese mirador.

Una ciudad que parece hecha para mí: con sus continuos miradores y con sus recovecos, con el culto a las fechas en el nombre de sus calles, puentes o avenidas, con su río que es mar, con su horizonte atlántico, con la exuberancia de sus mercados y sus mujeres, con sus cafés, con sus livrarias, con sus pastelarias...

Ya de noche, en la pensión, antes de dormir: los recuerdos de este día esplendoroso. Tanta luz, tantos cuerpos, tanta belleza. El cansancio final de un día pleno. Uno, al escuchar que Pessoa nunca salió de Lisboa (desde que regresara siendo muchacho), tendía a imaginar una vida provinciana, secreta, escondida. Pero he descubierto que no hace falta salir de Lisboa para ser cosmopolita, ya que esta ciudad lo tiene todo. He visto entonces a Pessoa de otra manera. Es curioso, pero yo pensaba que al venir aquí iba a encontrarme (y lo rehuía) con la tristeza de su obra, es decir, que la ciudad sería un reflejo de la imagen del escritor; pero ha ocurrido justo lo contrario: la imagen de la ciudad –más alegre y viva de lo que sospechaba, menos pessoana– ha hecho que se enriquezca mi imagen de Pessoa. Ahora lo veo más amplio, más extenso, más variado –gracias a su ciudad.

(25-IX-1996) Mañana gris. Otra ciudad distinta: más parecida a la Lisboa melancólica que traía en la mente. He comprado la prensa y me he sentado a desayunar bajo los toldos de la cafetería A Suiça, en la praça da Figueira. Mientras me tomaba el café y los bolos he tenido la sensación lujuriosa de estar siendo en ese momento un privilegiado. Me ha invadido un calor que me ha hecho ver que estoy viviendo un idilio con Lisboa; ahora desayunábamos, yo en batín y ella en combinación, después de pasar juntos la noche.

He bajado por la rua Augusta, me he asomado a la zapatería, en lo que ya viene siendo una gustosa costumbre, y he seguido bajando hasta desembocar en la praça do Comércio. He caminado hojeando el periódico hasta el cais do Sodré. He visto entrar a un par de negritas en el embarcadero y las he seguido. Ya allí, he decidido coger el barco que cruza el río hasta Cacilhas. Tras zarpar, he ido observando cómo se quedaba atrás Lisboa, neblinosa, y la estela del barco que me llevaba. Durante el trayecto me he venido fijando en otra negrita atractiva, de una elegancia moderna, con gorrita. Una vez en Cacilhas, me he sentado en el muelle para ver la ciudad desde ese lado. Me he dado cuenta entonces de que la negrita merodeaba por detrás de mí. Estaba claro que quería hablarme, y yo a ella. Pero cuando se me ha acercado finalmente y me ha preguntado por el horario de un barco, le he respondido con torpeza: “Eu não sei, eu não sou daqui...”. Ella entonces, tímida también, se ha disculpado dulcemente y se ha alejado. Tal vez era la mujer de mi vida; la musa fugaz de Baudelaire. Lo he pensado, ya sin verla, mientras contemplaba por última vez la ciudad desde esa orilla, antes de subirme de nuevo en el barco de regreso. A bordo, la visión era la contraria: Lisboa agrandándose.

Al bajar he caminado por la avenida del 28 de Julho y la praça de Carlos I hasta el Jardim da Estrela. He decidido probar el otro vehículo típico de Lisboa: el tranvía, que me ha parecido un juguete. Estaba lleno de gente, sobre todo estudiantes y turistas. Me he colocado de pie en la parte de atrás. Mientras el tranvía subía y bajaba por las callejuelas, me he encariñado con un adolescente de gesto avispado que viajaba encaramado en el estribo, por el exterior; en cada parada se bajaba y se escondía, para volverse a subir de un salto cuando el tranvía reanudaba su marcha, manteniendo en todo momento una mezcla de espontaneidad y de pose deliciosamente narcisista. Me he bajado en el largo da Graça. Nuevo mirador: el de Nossa Senhora do Monte. He seguido hasta el Castelo de São Jorge, donde he pasado un par de horas ante la vista soberbia de la ciudad. De nuevo la sensación de lujuria, la alegría por tanta belleza.

Por la tarde, me he parado a comer en la cafetería del cais da Alfândega: cervejas y bocadillos de leitão. Otro rato, a las siete, viendo a la gente apresurarse hacia el barco. Más pasos indolentes por la orilla, hasta sentarme en un banco frente al río. No sé cuánto tiempo he pasado allí, pero he asistido al oscurecimiento total del cielo desde oriente. A mi izquierda, el cielo azul y negro, y la luna llena sobre las aguas oscuras; y a mi derecha, el cielo rojo con el puente recortándose en él. He pensado, al sentirme dichoso, que la tarde ha estado sucediéndose igual desde ese banco antes de que yo estuviera ahí, y que seguirá ocurriendo cuando yo no esté.

Ya de noche, he seguido hasta la rua do Alecrim (que me sonaba de El año de la muerte de Ricardo Reis), he visto la extraña animación pseudoprostibularia de la rua Nova de Carvalho, he desembocado en la praça de Camões y allí me he sentado un rato a descansar. Al reanudar la marcha, he descubierto que esa plaza era el otro extremo de la rua Garrett: otra pieza del rompecabezas en su sitio. He ido un rato a la pensión a reponer fuerzas, y he salido otra vez en busca de la animación nocturna. Pero entonces, entre los jóvenes, me he sentido desplazado. De día me gusto, pero de noche no. No logro incorporarme al río de la vida.

(26-IX-1996) Otro día de sol, calurosísimo, con el cielo raso. Desayuno en A Suiça. Paseo indolente hasta la praça do Comércio, donde me he asomado al conocido café Martinho da Arcada, pero sin entrar. En la plaza he leído la prensa tomando el sol. Luego he cogido el metro hasta Campo Grande, para ver mejor el sitio donde me dejó el autocar. A la vuelta he parado un rato en la Cidade Universitária. Lo que me gusta es observar la vida cotidiana de la gente, alejarme de las rutas turísticas.

Por la tarde, en la rua Augusta, comiendo y bebiendo cerveza (mucha cerveza) mientras contemplaba una vez más a las chicas de la zapatería. Después he llegado a la praça do Comércio y allí se me ha acercado un marroquí negro, bajito y con un abrigo que le llegaba a los pies, que ha dicho llamarse Carlos. Intentaba venderme hachís y luego un libro turístico sobre Casablanca... No le he comprado nada, pero le he invitado a unas cervezas en el cais da Alfândega y hemos pasado toda la tarde charlando en una mezcla de portugués, francés y español. El camarero, que era el mismo que me atendió ayer, se acercaba de vez en cuando a retirar los vasos vacíos y a preguntar con una sonrisa: “Mais duas?”. Entre las historietas que me ha contado Carlos, la más divertida ha sido la de su año como gigoló con una catedrática cincuentona de Milán. Me ha dado a entender que también ha prestado sus servicios a señores, y que me los prestaría a mí si yo me aviniese a ello. Mi reacción me ha hecho gracia a posteriori: en tono paternalista, le he recomendado que tenga cuidado con las cosas que hace, que use siempre preservativo, etcétera. Hemos seguido hablando de otros temas (de arquitectura, de fútbol, de drogas, de ciudades) y finalmente me he despedido, pasadas ya las siete y media, con la excusa de que tenía una cita. Me he alejado contento por la tarde de conversación, y porque este tipo de encuentros es lo que uno escucha que suelen suceder en los viajes y yo no estaba seguro de que fueran a sucederme a mí también.

En la librería Bertrand he comprado libros de Pessoa, Eça de Queiroz, Sá-Carneiro, Torga y Saramago. Tras soltarlos en la pensión, he salido a buscar la cinemateca para ver Pandora y el holandés errante. He llegado cuando la película estaba a punto de empezar. El ambiente previo de cinéfilos, que tienen la misma cara en todas partes. Antes de la proyección, ha salido el encargado para lamentarse ante el público de que solo habían podido encontrar una copia subtitulada en español, lo que he acogido como un buen augurio. Todo me ha parecido encantador en la película: el argumento envolvente, entre mítico y melodramático, Ava Gardner, James Mason y hasta las españoladas de Mario Cabré (recibidas con risas cómplices y afectuosas por los portugueses). El tema de la película: la muerte como un don. Un don que otorga valor a la vida.

Al salir del cine, de nuevo sin saber qué hacer. Me miro de reojo en los espejos y no me gusto. Luego, desnudo en el cuarto, aprecio más mi cuerpo, y a veces mi cara. Tal vez no visto del modo adecuado. Un fondo de embotamiento en la percepción. Lástima no tener la habilidad de entablar relaciones con gente nueva, sobre todo con chicas.

No he podido dormir y he estado leyendo hasta las cuatro de la madrugada los Cadernos de Lanzarote, de Saramago. Una triste impresión, casi agobiante: la vida (deprimente) del escritor consagrado: que si el congreso, que si la conferencia, que si la feria del libro, que si la carta del lector, que si la entrevista, que si la cena con Jorge Amado o García Márquez (y los dardos contra Octavio Paz y Vargas Llosa), que si la ampliación de la casa, que si los críticos portugueses, que si le van a dar o no le van a dar el Premio Nobel, que si la esposa o el cuñado... Un hombre, este Saramago, sin ironía auténtica (la que encontramos es siempre fácil, retórica, de primer grado): qué en serio se toma y qué tonto es. Por otro lado, el libro se lee de un tirón: con el alivio de penetrar en los entresijos de una mentecilla (cuyo calado intelectual es el de la simple declaración periodística). Y lo más irritante: ese discurso adocenadísimo que quiere pasar por radical cuando es solo parroquial. El Escritor; qué asco.

(27-IX-1996) Por la mañana he ido a conocer un mirador que me faltaba: el de Santa Catarina. Tras trepar a él por las callejuelas, me he sentado a tomar una cerveza y leer los periódicos ante un panorama de tejados con el río al fondo.

Después de comer me he metido en un cine de estreno para librarme del calor y he visto una americanada subtitulada en portugués con Sandra Bullock de protagonista, en la que he encontrado una buena réplica a pesar de todo. Le dice ella a él, que está casado: “¿Quieres que me quede?”. Y él responde: “Sí. Por eso es mejor que te vayas”.

A la salida quería subir al Castelo para contemplar los últimos rayos de sol, pero me he extraviado por el laberinto de calles y he llegado demasiado tarde: se me ha escapado así mi último atardecer en Lisboa. He podido contemplar, al menos, la ciudad con el resplandor enrojecido del sol que se acababa de poner.

Ya de noche he pasado por el escaparate de la zapatería y se encontraba vacío. Decepcionado, he mirado a la mesa de la terraza donde yo me solía sentar y allí he descubierto, con un sobresalto, a la dependienta con la que cruzaba miradas. Se había dado cuenta, a mis espaldas, de que yo la buscaba y me sonreía con malicia; a su lado, tomando una cerveza sin notar nada, estaba su novio.

Paseo por las callejuelas del Bairro Alto, entre la animación juvenil del viernes. Me he detenido a tomar unas cervezas en una esquina muy concurrida de la rua da Atalaia, en la puerta del bar Mezcal. De nuevo la visión de los cuerpos jóvenes, sus voces, su animación, me ha provocado melancolía. Cuando yo tenía esa edad, tampoco me encontraba entre ellos.

Hoy me he terminado comprando los otros dos tomos de los Cadernos de Lanzarote: el goce era demasiado perverso como para no reincidir. Hojeándolos en la cama por la noche, he encontrado que Saramago se mete con esa frase de Savater que a mí tanto me gusta: “He sido un revolucionario sin crueldad; aspiro a ser un conservador sin vileza” (aunque Saramago pone “izquierdista”, en vez de “revolucionario”). La mentalidad ramplonamente periodística de Saramago queda de manifiesto al importarle solo los dos vocablos ideológicos (“izquierdista”, “conservador”), y estimar que lo otro (“sin crueldad”, “sin vileza”) es un mero juego de palabras. La ideología le impide tener una clara percepción moral –y eso le permite apoyar a un tirano como Castro sin merma alguna de su pánfila conciencia.

Saramago: lástima que se exhiba tanto este hombre. ¿No podría limitarse un autor a escribir sus obras y a desaparecer? Su presencia daña a sus libros, que son, a pesar de todo, estimables. Yo personalmente acaso haya leído dos o tres novelas mejores que El año de la muerte de Ricardo Reis, y puede que con alguna haya disfrutado tanto como con ella, pero no más.

(28-IX-1996) Regreso a Málaga, en el autocar vacío. Antes, muy de mañana, desayuno en A Brasileira y compra de los últimos libros en Bertrand. Última visión de Lisboa desde el puente. Ahora sí la reconozco: sus rincones ya van ligados a mi experiencia.

* * *
De mi diario (inédito de momento) Oficio pasajero.

23.5.14

Especial desmontando mitos

Ha salido el Jot Down nº 7 en papel, especial desmontando mitos. Mi colaboración se titula "¡Cierra la muralla!" y en ella me ocupo de los cantatores. Empieza así:
La palabrita ya se las trae: ¡cantautor! Es tan fea, que ni a ellos les gusta. Pero si alguien se merece ser llamado cantautor es precisamente un cantautor. Lo que hacen es justo lo contrario de la canción ligera, esa expresión tan preciosa. Lo de los cantautores es la canción pesada. Y ellos son los pesados de la canción, los pesados de la música.

En sentido estricto, hay muchos tipos de cantautores. Hay muchos cantantes del rock y del pop, y de otros géneros, que escriben sus propios temas. Pero a ellos, cuando son buenos, cuando no dan la tabarra, el público soberano no les llama nunca así. Cantautor es solo el personaje que se nos representa en la mente cuando decimos cantautor. El público soberano parece que se reserva el término para apedrearlo con él, para vengarse un poquito. Igual que solo utiliza tuno para humillar a un tuno. (Aunque algunos espíritus sofisticados utilizan tuno para humillar también a un cantautor).

[...]

22.5.14

La chispa de la muerte

No pensaba escribir sobre Ocho apellidos vascos, porque soy el último columnista que la ha visto y porque todos los demás han escrito ya sobre ella. Así que me estaba limitando a celebrarla en la intimidad, y en esa intimidad con ventanas que es Twitter. Pero la noticia de la retirada del anuncio de Coca-Cola en que participa el actor Gotzon Sánchez (“un abertzale Sánchez”, como dice Caballero que diría Arcadi Espada) me ha animado a ocuparme de ambas cosas.

La película me ha encantado. No pensaba que fuera a hacerme tanta gracia después de todo lo leído, pero lo cierto es que me parece una película justamente en estado de gracia. El que haya sido un éxito de taquilla me ha hecho pensar que hay vías de acceso al público que están obstruidas por los propios artistas. En el caso de nuestro cine, por las premisas ideológicas (que son en el fondo elitistas) de quienes pretenden erigirse en la voz del pueblo. El resultado suelen ser películas predicadoras y mortecinas que interesan a muy poca gente. Cuando esta costra se rompe, hay posibilidades de que surja un arte popular.

Lo bonito de Ocho apellidos vascos es que se vuelve con ella a la comedia sin moralina: el objetivo es la risa (y su variante más fina: la sonrisa), y eso resulta liberador y hasta salutífero. Pocas veces como aquí alegrar viene de aligerar: la pesadez de lo que hemos vivido –y seguimos viviendo, en tanto que los plastas persisten– se disuelve, y quedamos en un ámbito habitable.

Es un milagro nietzscheano, porque da cuenta del trabajo de la vida: cómo esta prosigue, pese a la negra historia. Por esta, que tampoco olvidamos, la melancolía no se encuentra ausente: forma parte del licor. Nietzsche tampoco la olvidaba: “La salud se anuncia: 1) por un pensamiento con un vasto horizonte; 2) por sentimientos de reconciliación, de consuelo, de perdón; 3) por el melancólico reírse de la pesadilla con que hemos estado peleando”.

La virtud de Ocho apellidos vascos es que produce la risa, y lleva a cabo este distanciamiento saludable, pero sin concesiones al engrudo nacionalista de los criminales y sus cómplices. Por debajo de su tono amable y conciliador, resulta corrosiva: siega la coartada del nacionalismo, su autojustificación. Por eso los nacionalistas no la han podido digerir del todo, cuando no la han rechazado abiertamente. Y más ahora que la película va a hacer carrera internacional con el título de Spanish Affair.

El caso del actor Gotzon Sánchez es distinto. Carles Francino, mientras lo entrevistaba en la Ser, ha dicho que al conocer la noticia ha pensado que es “el anti Ocho apellidos vascos” (m. 6.09). Pero no. El abertzale Sánchez, que por su voz y su manera de expresarse yo me atrevería a afirmar que es una buena persona (no sé más de él), utiliza sin embargo la terminología habitual de los criminales: “conflicto”, “Euskal Herria”. Esto no lo convierte en criminal a él, ni siquiera en cómplice expreso de los criminales; pero sí en uno de los que han colaborado y colaboran en la formación de ese caldo de cultivo. A diferencia de Ocho apellidos vascos, que se ha soltado de la monserga y que contribuye a corroer la monserga, el bueno de Sánchez sigue enredado en la misma, y fomentándola.

[Publicado en Zoom News]

20.5.14

Una conjunción maravillosa

Hace unos años Faemino y Cansado empezaron una actuación en Málaga exclamando: “¡Es para nosotros una gran alegría estar en Málaga!”. El público aplaudió por la deferencia, pero los cómicos siguieron: “Es algo que decimos en todas partes. Cuando estamos en Zaragoza también decimos que es una gran alegría estar en Málaga. Y cuando estamos en Albacete igual. De manera que cuando lo decimos y estamos realmente en Málaga se produce una conjunción maravillosa”.

En nuestra izquierda pasa lo mismo. Siempre dice que la derecha es machista, homófoba, racista y, sobre todo, facha. Lo dice incluso cuando no lo es, que a estas alturas es la mayoría de las veces. Por eso, cuando de pronto sí que lo es, como con las desdichadas palabras de Cañete en lo relativo al machismo, se produce una conjunción maravillosa. Se ceba entonces en su presa con un énfasis que en el fondo delata la gratuidad de las acusaciones habituales.

Con lo de Cañete en particular llevo desde el viernes partiéndome de risa. Me acuerdo de su metedura de pata y me entra la risa floja. Casi podría asegurar que soy feliz al ver cómo ha dinamitado la campaña del PP, porque ha sido grandioso. Pero vamos, deducir de su burrada que es un troglodita resulta exagerado. De hecho, su burrada no estaba exenta de sofisticación. No era una frase crudamente machista, sino que estaba algo cocinada: denotaba una cierta autoconciencia, lo que es siempre la premisa inexcusable para el cambio de las mentalidades.

Está muy bien que se le haya afeado la conducta, porque para el progreso en estas cuestiones resulta útil la censura social. Pero rechina, como siempre, el sectarismo: la sensación, para los que estamos fuera (o lo intentamos), de que la conducta es menos determinante que la filiación política. Si el que dice la burrada es oficialmente de izquierdas –como ocurrió con Diego Valderas, de IU, cuando se refirió a una compañera como “la de las tetas gordas”–, suele irse de rositas, o sin apenas roce. La conjunción tiene que ser maravillosa, porque si no parece que pierde su gracia.

[Publicado en Zoom News]

15.5.14

El vivo al bollo

Justo a la hora en que andaba yo escribiendo el lunes las melancolías que saldrían el martes, se produjo el crimen de León. Desde entonces la melancolía no ha hecho más que crecer, por el crimen y por lo que se ha generado en torno. El embrutecimiento no está generalizado, pero sí están generalizados los brotes de embrutecimiento. Se dan rienda suelta a cosas que antes se reprimían; quizá porque ahora hay espacios donde no reprimirlas. Estos espacios, por lo demás, son más plurales (y más variados moralmente) de lo que se proclama: junto con los impresentables, están quienes les regañan; junto con los necios, están los sensatos. Twitter es una reproducción bastante completa de la sociedad; si acaso más frenética, porque tiene menos cortapisas.

Pero ya estaba acostumbrándome a esta melancolía extra, cuando he debido regresar a la anterior. Una vez reanudada la campaña electoral tras la jornada de duelo, me ha sorprendido ver en seguida a Cañete con sus viandas y sus libaciones. Su campaña parece una versión gastronómica de Un país en la mochila, solo que la mochila aquí es el estómago del candidato popular. Quizá hubiese sido menos chocante que celebrara su debate con Valenciano el día después del crimen que exhibirse dos días después tan risueño. Los debates, al fin y al cabo, son lo más sobrio de las campañas. Y con el constreñimiento con que suelen darse aquí, casi podrían computarse como luto.

En cualquier caso, estoy convencido de que no hay un desprecio deliberado de Cañete por la compañera de partido asesinada. Creo que ha sido simplemente víctima del engranaje impersonal (y despiadado a su manera) de las campañas. Estas se conciben como un festejo hortera, triunfalista y demagógico. En ellas no hay sitio para la contención, ni para mostrarse grave ni serio. No se puede hacer campaña desde la tristeza. Por eso en realidad se hizo bien en suspenderla por un día: su único modo de ser digna era no siendo. Como ven, seguimos en el ámbito de las verdades melancólicas. Al final los candidatos no encuentran otro modo de estar a la altura de ciertas circunstancias que autoeclipsándose.

[Publicado en Zoom News]

13.5.14

El votante melancólico

Esta es la primera campaña electoral que se produce desde que hago de columnista, lo cual es una mala noticia para mí, porque tengo que estar pendiente. El nivel de nuestra política es bajo, y el de las campañas electorales lo es todavía más: del suelo se penetra en el sótano. Las campañas son en realidad irrelevantes. Los políticos tratan a los ciudadanos como imbéciles, y si los ciudadanos no se enfadan es porque de antemano han puesto entre paréntesis a los políticos.

El voto suele ir al final no al que nos guste, porque no nos suele gustar ninguno, sino al que nos parezca que va a causar menos estropicio. Suele ser un voto a pesar de aquel a quien votamos. Y la alegría que este pueda llevarse después con ese voto nuestro suele resultarnos extranjera casi desde el minuto uno. (Admito que pueda estar usando ahora el plural para sentirme acompañado).

Salvo para los militantes y los que corren a arremolinarse ante la sede del partido que gana, los resultados electorales tienen un efecto amortiguado entre la población. Hay una brecha entre la celebración de la pantalla y la de las casas y las calles. En estas, aunque se esté conforme, la reacción tiende a ser más de alivio que de alegría. La campaña electoral resulta ajena. Y la alegría de después también.

La política va más acelerada, en una dimensión que no es la nuestra. Sus engranajes excitan a los profesionales de la política, que son los que van a sacar beneficio o perjuicio de manera inmediata. Los demás participamos porque somos demócratas y no se nos ocurre nada mejor por el momento. Pero ahora que tengo que estar pendiente de la campaña me he dado cuenta de lo poco pendiente que he estado siempre. Y de cómo ha dado igual.

[Publicado en Zoom News]

8.5.14

Calando el melón de Valenciano

Es muy difícil que a un político se le abra la cabeza como un melón y que nos podamos asomar a lo que lleva dentro. Buena parte de su aprendizaje consiste en endurecer la corteza, e incluso en cubrirla con capas de alcachofa. La cabeza de un político profesional viene a ser, así, una alcachofa con un melón dentro: las probabilidades de alcanzar lo que hay en el fondo del fondo son escasísimas. Por lo general, el proceso se produce en las bregas internas del partido (genuino campo de batalla darwinista), de modo que cuando el político asoma la cabeza a la vida pública ya la tiene impenetrable.

Las excepciones se daban cuando aparecía algún político asilvestrado, o cuando un micrófono abierto o una reacción incontrolada echaba fuera trocitos del melón interior. Con Zapatero todo cambió, y empezaron a aparecer políticos, con el propio expresidente inaugurando, que nos daban a probar ellos mismos tajaditas de sus cerebros. El resultado fue reconfortante para la inmensa mayoría de los españoles: en efecto, con eso en la mollera muchos cientos de miles (¡millones incluso!) podríamos haber estado en Moncloa. Y, lo que es más importante, cobrando la pensión vitalicia de después.

La franqueza con que Elena Valenciano ha hablado en la Ser sigue esa senda. Nos ha ofrecido, sin adornarlo, lo que guardaba en su cabecita. Y cientos de miles (¡millones incluso!) nos hemos dado cuenta de que podríamos ser los candidatos del PSOE para el parlamento europeo. Más que como la chica de ayer, se ha destapado como la chica del montón. Su trayectoria (Jesucristo-Che Guevara-Felipe González) es verosímil, y en vez de regodearnos en los chistecitos podríamos analizarla un poco.

Llama la atención la falta de elementos genuinamente intelectuales, o siquiera literarios: ha sido una trayectoria que no ha precisado de ni un solo libro. Lo esencial se descubre en un musical pop, y a partir de ahí todo va rodado. Es una evolución tosca, pero coherente. Y, ya puestos, en la dirección correcta: la de la racionalización. Los que se ríen de que haya puesto a Jesucristo y a Felipe González “en la misma dimensión” se olvidan de que el “Jesucristo” de Valenciano no es el de los Evangelios, sino el Superstar. O sea, ya bastante prefelipista. Puede que haya un abismo entre Felipe González y Jesús de Nazaret; pero no entre Felipe González y Camilo Sesto (ambos, por otra parte, desde la perspectiva del Abc, hechos a imagen y semejanza de Dios).

El incómodo del trío es el de en medio, hoy que ya sabemos que era de gatillo fácil. A propósito del Che, lo de verdad triste de la entrevista es cuando Valenciano dice que Silvio Rodríguez siempre ha cantado “contra los regímenes totalitarios”, cuando sigue siendo defensor de uno de ellos. Y también son sintomáticas las alusiones a su padre y a sus hijos. Sobre estos dice que son “muy críticos con las instituciones tal y como están y con la política tal y como es”. Sin que sepamos en qué medida esas críticas caen dentro de casa. En cuanto a su padre, resulta que era de la UCD y ella habla con cariño de su tolerancia. Lo cual, de pronto, me ha parecido saludablemente antiguerracivilista.

¡La UCD! Nunca ponderaremos lo suficiente su legado. Al final fue bajo ese techo, y con sus habichuelas, donde se fraguó una trayectoria así: propia de la última generación del franquismo. Ya sin libros y extremadamente pop.

[Publicado en Zoom News]

6.5.14

A Lorca se lo llevó la cigüeña

No sé hasta qué punto se le puede soltar a un niño de seis años la cruda verdad, pero el potito sobre Machado y Lorca que le da la editorial Anaya no puede ser bueno. Para decir que “Federico murió, cerca de su pueblo, durante la guerra en España”, casi hubiera sido preferible contar que se lo llevó la cigüeña. Esto sería al menos una fantasía y no una tergiversación. Y estaría más cerca de la verdad en una cosa: en que no se fue solo, sino que se lo llevaron. Tampoco Machado “se fue”, naturalmente, sino que se tuvo que ir. La cigüeña tuvo unos años cabrones.

Parece que el infantilismo ha alcanzado a los niños. Todavía en 1987 mi hermano, que tenía ocho años, se vio entera la serie Lorca, muerte de un poeta, de TVE; y después del último capítulo, indignado con los asesinos, escribió una redacción en que llamaba “malditas” a las balas. Si para algo está dotado un niño es para entender que hay malos. El empeño por presentarle un mundo exclusivamente dulzón es antipedagógico.

Y luego están los adultos, claro: infantilizados también. Leo el artículo que ha escrito sobre este tema Quim Monzó, el Pemán del catalanismo, y parece de un niño de seis años: el franquismo de la ley Wert y tal. Cuando el libro de Anaya lleva desde 2011 y es una excepción (y en seguida van a retirarlo). O el comentario #2 de este último enlace de Eldiaro.es, que saca su cigüeña particular: “Qué se puede esperar de una educación dirigida desde la transición por un estado confesional, nacional y católico”.

Estas dos espigas bastan para ver (con la melancolía acostumbrada) que entre los que han protestado no faltan aquellos que lo que quieren para los niños no es la verdad, sino un cuento diferente. Y contado por otro idiota.

La casualidad ha querido que hace dos semanas me pusiese otra serie de TVE, La forja de un rebelde, la adaptación de la novela autobiográfica de Arturo Barea, que he leído de paso. La serie, de 1990, es magnífica; pero el último capítulo, el dedicado a la guerra civil, deja que desear. (¿Tendrá algo que ver la asesoría histórica de Javier Tusell?). Pasa de puntillas por algo que Barea, inequívoco republicano, aborda sin tapujos: los crímenes en la zona republicana. Y se corta abruptamente, sin contar por qué Barea y su pareja, Ilsa Kulcsar, salieron de España en 1938: por la sospecha de que los comunistas (a las órdenes de Stalin) iban a por ellos.

Por supuesto que con el franquismo hubieran tenido que exiliarse igual (o peor); y que la causa prioritaria es la sublevación fascista, y que durante la dictadura siguieron exiliados, hasta que murieron. Pero el motivo inmediato de la salida en 1938 se elude: esa es la cuestión. Y al final de la serie surgen unas palabras sobreimpresas que, en realidad, se parecen bastante (y no eran paran niños de seis años) a las del libro de Anaya: “Arturo Barea deja Madrid...”.

[Publicado en Zoom News]

1.5.14

El doble fracaso de Rajoy

Si España es un país raro, los partidos políticos españoles son más raros todavía. Empezando por los dos principales, el PP y el PSOE, que quizá se encuentren en los estertores de su principalidad. Entre otras cosas, por ser tan raros.

Estos días, el PSOE saca (“del lazareto”, como escribía un columnista) al presidente que lo llevó a su cota más baja, en la que sigue. En tanto que el PP esconde al que lo llevó a su cota más alta. La lectura inmediata que puede hacerse es que los del PSOE actual, al sacar a Zapatero, quieren sentirse superiores; mientras que los del PP actual, al esconder a Aznar, no quieren sentirse inferiores.

Más raro aún es que en ambos casos se trata de errores, exhibidos también con ese raro impulso suicida que adorna al país. Pese a todo, no puede descartarse que, en aras de esta misma rareza, ambos partidos obtengan más votos. Acabo de contradecirme, y es que yo también soy raro.

Pero más que la especulación electoral, me interesa lo que hay ahora: ese sacar y ese esconder en sí mismos. Considero que ambos son, en parte, fracasos de Rajoy.

Esperanzas en la sensatez del PSOE quedan pocas, y por lo tanto este sacar a Zapatero, aunque chocante al principio, lo hemos acomodado pronto entre lo plausible en la deriva del partido. Desde fuera se ve muy claro: hasta que el PSOE no repudie a Zapatero no tendrá solución. Pero la evidencia de que esto no está marcado a fuego –ni en el PSOE ni en la sociedad– es uno de los grandes fracasos de Rajoy. Su presidencia borrosa, lánguida, deshilachada y chapucera no ha establecido una frontera nítida con la anterior. Rajoy ha fracasado en algo que parecía fácil: que se apreciase de manera inequívoca el cambio. Esto produce el efecto óptico de que Zapatero no fue tan nefasto como realmente fue.

También el impulso de esconder a Aznar (aunque haya voces discrepantes en el PP, parece que entre ellas la del propio Cañete; y aunque Aznar tenga su culpa) es un fracaso de Rajoy. Este no ha sido capaz de aprovechar lo que podía aportarle el expresidente: energía, definición y una mayor implicación en la batalla ideológica. Esta fuerza, contrarrestada (civilizada, podríamos decir) por el carácter más apacible de Rajoy quizá hubiese sido una buena combinación. Al prescindir de ella, su virtud casi ha quedado convertida en vicio y el efecto es el de un agua de borrajas. Que es justo donde estamos.

[Publicado en Zoom News]