No sé hasta qué punto se le puede soltar a un niño de seis años la cruda verdad, pero el potito sobre Machado y Lorca que le da la editorial Anaya no puede ser bueno. Para decir que “Federico murió, cerca de su pueblo, durante la guerra en España”, casi hubiera sido preferible contar que se lo llevó la cigüeña. Esto sería al menos una fantasía y no una tergiversación. Y estaría más cerca de la verdad en una cosa: en que no se fue solo, sino que se lo llevaron. Tampoco Machado “se fue”, naturalmente, sino que se tuvo que ir. La cigüeña tuvo unos años cabrones.
Parece que el infantilismo ha alcanzado a los niños. Todavía en 1987 mi hermano, que tenía ocho años, se vio entera la serie Lorca, muerte de un poeta, de TVE; y después del último capítulo, indignado con los asesinos, escribió una redacción en que llamaba “malditas” a las balas. Si para algo está dotado un niño es para entender que hay malos. El empeño por presentarle un mundo exclusivamente dulzón es antipedagógico.
Y luego están los adultos, claro: infantilizados también. Leo el artículo que ha escrito sobre este tema Quim Monzó, el Pemán del catalanismo, y parece de un niño de seis años: el franquismo de la ley Wert y tal. Cuando el libro de Anaya lleva desde 2011 y es una excepción (y en seguida van a retirarlo). O el comentario #2 de este último enlace de Eldiaro.es, que saca su cigüeña particular: “Qué se puede esperar de una educación dirigida desde la transición por un estado confesional, nacional y católico”.
Estas dos espigas bastan para ver (con la melancolía acostumbrada) que entre los que han protestado no faltan aquellos que lo que quieren para los niños no es la verdad, sino un cuento diferente. Y contado por otro idiota.
La casualidad ha querido que hace dos semanas me pusiese otra serie de TVE, La forja de un rebelde, la adaptación de la novela autobiográfica de Arturo Barea, que he leído de paso. La serie, de 1990, es magnífica; pero el último capítulo, el dedicado a la guerra civil, deja que desear. (¿Tendrá algo que ver la asesoría histórica de Javier Tusell?). Pasa de puntillas por algo que Barea, inequívoco republicano, aborda sin tapujos: los crímenes en la zona republicana. Y se corta abruptamente, sin contar por qué Barea y su pareja, Ilsa Kulcsar, salieron de España en 1938: por la sospecha de que los comunistas (a las órdenes de Stalin) iban a por ellos.
Por supuesto que con el franquismo hubieran tenido que exiliarse igual (o peor); y que la causa prioritaria es la sublevación fascista, y que durante la dictadura siguieron exiliados, hasta que murieron. Pero el motivo inmediato de la salida en 1938 se elude: esa es la cuestión. Y al final de la serie surgen unas palabras sobreimpresas que, en realidad, se parecen bastante (y no eran paran niños de seis años) a las del libro de Anaya: “Arturo Barea deja Madrid...”.
[Publicado en Zoom News]