Esta es la primera campaña electoral que se produce desde que hago de columnista, lo cual es una mala noticia para mí, porque tengo que estar pendiente. El nivel de nuestra política es bajo, y el de las campañas electorales lo es todavía más: del suelo se penetra en el sótano. Las campañas son en realidad irrelevantes. Los políticos tratan a los ciudadanos como imbéciles, y si los ciudadanos no se enfadan es porque de antemano han puesto entre paréntesis a los políticos.
El voto suele ir al final no al que nos guste, porque no nos suele gustar ninguno, sino al que nos parezca que va a causar menos estropicio. Suele ser un voto a pesar de aquel a quien votamos. Y la alegría que este pueda llevarse después con ese voto nuestro suele resultarnos extranjera casi desde el minuto uno. (Admito que pueda estar usando ahora el plural para sentirme acompañado).
Salvo para los militantes y los que corren a arremolinarse ante la sede del partido que gana, los resultados electorales tienen un efecto amortiguado entre la población. Hay una brecha entre la celebración de la pantalla y la de las casas y las calles. En estas, aunque se esté conforme, la reacción tiende a ser más de alivio que de alegría. La campaña electoral resulta ajena. Y la alegría de después también.
La política va más acelerada, en una dimensión que no es la nuestra. Sus engranajes excitan a los profesionales de la política, que son los que van a sacar beneficio o perjuicio de manera inmediata. Los demás participamos porque somos demócratas y no se nos ocurre nada mejor por el momento. Pero ahora que tengo que estar pendiente de la campaña me he dado cuenta de lo poco pendiente que he estado siempre. Y de cómo ha dado igual.
[Publicado en Zoom News]