Zoom News cumple un año. Recuento en mi sección A ver qué pasa y resulta que tengo 105 columnas. Esta es la 106. Nunca había hecho nada tan seguido en mi vida, después de perder el tiempo. A una amiga que no suele gustarle lo que escribo le he dicho que me impresiona, al menos, la labor de albañilería. Haber tendido un acueducto a lo largo de cincuenta y tres semanas, por el que corren las aguas de la actualidad, habitualmente turbias.
El que mis columnas salgan los martes y los jueves implica que mis lunes y mis miércoles sean días de fracaso. Así este año entero. Cuando las picoteo tiempo después, la sensación se atenúa. Pero en el momento del envío, cada columna escrita lleva adosada, de manera abrumadora, la columna que no se pudo escribir. Porque no se supo o porque (como sucede en el periodismo) no hubo tiempo. Esto último fastidia bastante, pero al cabo se acepta como justo: que la escritura se vea aquejada de lo mismo que la realidad... Aquello que secretamente anda estropeado en la columna es lo que nos da materia para escribir.
El tono tampoco termina de dejarme satisfecho, porque me debato entre la indignación universal (de la que no se salvan ni los indignados) y el convencimiento de fondo de que es bueno mantener las formas; tanto más en los periodos de descomposición como el que vivimos. Pero tengo la sangre caliente, siento urgencia por las síntesis y me lo paso pipa faltando. Fernando Savater, en su artículo “Dando caña” de hace unos días, reflexiona sobre esta actitud, con acierto. La única salida que yo he encontrado, de momento, es la de no dejarme emborrachar por ese impulso; y la de autodesactivarme de alguna manera mediante la exageración. Lo que digo no dejo de decirlo, efectivamente; pero quisiera que se apreciase que va teatralizado.
La incomodidad de escribir, por último, ha ido acompañada de la felicidad de leer. Al final, este año de columnista me ha servido para admirar más a los columnistas a los que ya admiraba; y para reconocer el mérito, siquiera fabril, de los demás. Haberme enfrentado a la misma actualidad de todos y haber comprobado, desde dentro, cómo la han ido despachando. Qué limpias, como mínimo, las columnas de los otros: en ellas no se ve la sombra de lo que no fueron.
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31.10.13
29.10.13
Crímenes caducados
La manifestación de anteayer de la Asociación de Víctimas del Terrorismo fue un error, como es un error toda convocatoria contra la resolución de un tribunal democrático. Más aún, cuando su planteamiento es falaz. Aunque para abreviar hemos solido repetir que la resolución del tribunal de Estrasburgo ha sido “contra la doctrina Parot”, en realidad lo ha sido solo contra su aplicación retroactiva. Los que no estamos muy puestos en temas jurídicos pero hemos querido enterarnos de esto, nos hemos enterado. Por ello ha resultado un tanto exasperante el desbocamiento de algunos columnistas que lo ignoraban; casi diría yo, que han decidido ignorarlo. La AVT siempre cuenta con un plus de excusa y comprensión por mi parte; pero me temo que en este caso ha decidido ignorarlo también. Lo cual es particularmente grave en lo que a la lucha contra el terrorismo (y sus simpatizantes nacionalistas) se refiere, puesto que esta lucha es a la vez a favor de otra cosa: las instituciones democráticas. Cuestionarlas, de un modo que ha recordado un poco a los faroles del 15-M, socava la causa principal. Las víctimas, como todos los ciudadanos, solo cuentan con una cosa sólida: el Estado de derecho. Hay que ser extremadamente cuidadoso con él.
Pero, si no soy ciego, tampoco soy equidistante en este asunto. Por encima de mi desacuerdo con la manifestación y de mi enfado con los columnistas tendenciosos, han venido indignándome estos días las palabras del fiscal superior del País Vasco, Juan Calparsoro, sobre la volatilización de la condición de asesina de la etarra Inés del Río. El hombre ha rectificado luego y, más que cebarme con él, prefiero tomarme sus palabras como el síntoma de una mentalidad generalizada: que es la que explica el mosqueo de las víctimas del terrorismo; y que es para mí, en realidad, lo grave. Más allá de los asuntos penitenciarios de los etarras –a los que a mí, en vez de que permanezcan en la cárcel, casi me hace más gracia verlos salir metafóricamente de la mano de violadores y asesinos comunes–, es ese impulso de olvido blando y fácil de la sociedad el que me preocupa. Ese intento de escamotear el mal mediante el ilusionismo. Lo que ha pasado en el País Vasco durante cuarenta años ha sido una tragedia, con verdugos y con víctimas. Las prisas que tienen algunos por pasar página podría interpretarse como el reverso de una culpa simultánea a la de los crímenes: la de tibieza (acompañada en ciertos casos de la de aprovechamiento). Las víctimas, aunque se equivoquen, son en sí mismas el recordatorio de que los criminales no caducan, porque sus crímenes lo fueron para siempre.
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Pero, si no soy ciego, tampoco soy equidistante en este asunto. Por encima de mi desacuerdo con la manifestación y de mi enfado con los columnistas tendenciosos, han venido indignándome estos días las palabras del fiscal superior del País Vasco, Juan Calparsoro, sobre la volatilización de la condición de asesina de la etarra Inés del Río. El hombre ha rectificado luego y, más que cebarme con él, prefiero tomarme sus palabras como el síntoma de una mentalidad generalizada: que es la que explica el mosqueo de las víctimas del terrorismo; y que es para mí, en realidad, lo grave. Más allá de los asuntos penitenciarios de los etarras –a los que a mí, en vez de que permanezcan en la cárcel, casi me hace más gracia verlos salir metafóricamente de la mano de violadores y asesinos comunes–, es ese impulso de olvido blando y fácil de la sociedad el que me preocupa. Ese intento de escamotear el mal mediante el ilusionismo. Lo que ha pasado en el País Vasco durante cuarenta años ha sido una tragedia, con verdugos y con víctimas. Las prisas que tienen algunos por pasar página podría interpretarse como el reverso de una culpa simultánea a la de los crímenes: la de tibieza (acompañada en ciertos casos de la de aprovechamiento). Las víctimas, aunque se equivoquen, son en sí mismas el recordatorio de que los criminales no caducan, porque sus crímenes lo fueron para siempre.
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22.10.13
Que no pare la fiesta
En la fiesta del antizapaterismo, a la que me sumé gustosamente, resulta que nos encontrábamos dos tipos de antizapateristas: los que veíamos en Zapatero una serie de incompetencias e irresponsabilidades que, por lo que fuera, se habían encarnado en él; y aquellos otros que, aunque parecían atacar lo mismo, en realidad solo atacaban el nombre y la adscripción política. Con la victoria de Rajoy se produjo el deslinde. De pronto muchos de aquellos antizapateristas, literalmente nominales, pasaron a convertirse en algo así como “zapateristas rajoyanos”. Hoy defienden las incompetencias e irresponsabilidades que antes criticaban; únicamente porque el que las que las protagoniza ya no se llama Zapatero, ni pertenece al PSOE.
El domingo nos trajo la cumbre, hasta hoy, de esta tendencia, con la apabullante portada del Abc. El dibujito del brote aureolado con la bandera española, y el titular: “Brotes verdes, esta vez sí”. Con ese “esta vez” delator, enraizado en aquellas “otras veces” en que los perpetradores del titular se rasgaron teatralmente las vestiduras. Se cachondeaban del presidente Zapatero y de la ministra Salgado, y hoy se han zapaterizado y salgadizado. En cuanto ganaron los suyos, se acabó para ellos la diversión. Para los demás, por desgracia, sigue. Como si esto fuera un after interminable, la fiesta del antizapaterismo se ha prolongado en la fiesta del antirrajoyismo. Es la misma fiesta con distinto dj. Los que llevamos en ella desde el principio ya estamos machacados, y con ganitas de volver a casa.
Pero no hay manera. Por la noche seguíamos bailando al son de la portada del Abc, cuando nos topamos con la entrevista en La Sexta a Zapatero. Qué conmoción. No sé si estábamos preparados para semejante ejercicio en bruto de memoria histórica reciente. Parecía un episodio desgajado de aquellas Historias para no dormir que nos asustaban de niños. Ahora tampoco podemos dormir, pero porque para el que no encuentra acomodo en ninguna de las dos Españas esto es un no parar.
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El domingo nos trajo la cumbre, hasta hoy, de esta tendencia, con la apabullante portada del Abc. El dibujito del brote aureolado con la bandera española, y el titular: “Brotes verdes, esta vez sí”. Con ese “esta vez” delator, enraizado en aquellas “otras veces” en que los perpetradores del titular se rasgaron teatralmente las vestiduras. Se cachondeaban del presidente Zapatero y de la ministra Salgado, y hoy se han zapaterizado y salgadizado. En cuanto ganaron los suyos, se acabó para ellos la diversión. Para los demás, por desgracia, sigue. Como si esto fuera un after interminable, la fiesta del antizapaterismo se ha prolongado en la fiesta del antirrajoyismo. Es la misma fiesta con distinto dj. Los que llevamos en ella desde el principio ya estamos machacados, y con ganitas de volver a casa.
Pero no hay manera. Por la noche seguíamos bailando al son de la portada del Abc, cuando nos topamos con la entrevista en La Sexta a Zapatero. Qué conmoción. No sé si estábamos preparados para semejante ejercicio en bruto de memoria histórica reciente. Parecía un episodio desgajado de aquellas Historias para no dormir que nos asustaban de niños. Ahora tampoco podemos dormir, pero porque para el que no encuentra acomodo en ninguna de las dos Españas esto es un no parar.
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17.10.13
Estadista a destiempo
Para mi gusto Aznar tiene una gran ventaja sobre los otros expresidentes del gobierno: es decididamente antipático. Lo cual me lo hace más simpático, en comparación. Sobre la antipatía en un político solo hay una cosa que yo aprecie más: la sosería. Aunque esto es algo que me vale ahora, cuando en la lista de expresidentes sosos está Calvo-Sotelo en solitario. Quizá cambie cuando se incorpore a ella Rajoy. (Estoy hablando en todo momento no de la vida, sino de la higiene democrática).
El antipático Aznar, cuánto nos reímos con él. En este caso, sin la habitual prevención, de él. Los dos mejores chistes se referían a su cara, como no podía ser menos. Alfonso Guerra soltó en un mitin (hay que regresar mentalmente al Aznar con bigote para visualizarlo): “Cuando está serio parece Hitler, y cuando se ríe parece Charlot”. Pero fue mejor aún lo de Fernán-Gómez en uno de aquellos programas de Hermida: “Desde un punto de vista actoral, pasa con él una cosa muy interesante: cuando está serio parece el malo de la película; pero cuando se ríe no parece el bueno, sino el tonto”. ¡Grandes risas con Aznar! Yo me reí como el que más; pero mantuve mis reservas. Me parecía sano reírse de Aznar; pero insano, como hicieron tantos, reírse solo de Aznar. (En el humor sectario hay siempre un reverso de seriedad –algo programático– que me incomoda).
Ahora disfrutamos de un Aznar estadista, que por desgracia no coincidió en el tiempo con el Aznar presidente: el estadismo le ha sobrevenido a posteriori. Por lo visto, es de esos seres que tienen el Estado en la cabeza. Y también en la lengua, incluida su peculiar variante del inglés. Si me atengo a sus palabras más recientes, las del lunes en San Sebastián, estoy bastante de acuerdo con el contenido (no tanto con las conceptualizaciones de catecismo ni los énfasis). Pero da igual. Como presidente no estuvo a la altura de su discurso de hoy; y como este es el único sobre el que le cabe operar ya, quizá haría bien en rebajarlo. Para no desautorizar al presidente del gobierno legalmente constituido (al que podemos criticar todos menos él). Y, sobre todo, para no dejarse a sí mismo en evidencia.
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El antipático Aznar, cuánto nos reímos con él. En este caso, sin la habitual prevención, de él. Los dos mejores chistes se referían a su cara, como no podía ser menos. Alfonso Guerra soltó en un mitin (hay que regresar mentalmente al Aznar con bigote para visualizarlo): “Cuando está serio parece Hitler, y cuando se ríe parece Charlot”. Pero fue mejor aún lo de Fernán-Gómez en uno de aquellos programas de Hermida: “Desde un punto de vista actoral, pasa con él una cosa muy interesante: cuando está serio parece el malo de la película; pero cuando se ríe no parece el bueno, sino el tonto”. ¡Grandes risas con Aznar! Yo me reí como el que más; pero mantuve mis reservas. Me parecía sano reírse de Aznar; pero insano, como hicieron tantos, reírse solo de Aznar. (En el humor sectario hay siempre un reverso de seriedad –algo programático– que me incomoda).
Ahora disfrutamos de un Aznar estadista, que por desgracia no coincidió en el tiempo con el Aznar presidente: el estadismo le ha sobrevenido a posteriori. Por lo visto, es de esos seres que tienen el Estado en la cabeza. Y también en la lengua, incluida su peculiar variante del inglés. Si me atengo a sus palabras más recientes, las del lunes en San Sebastián, estoy bastante de acuerdo con el contenido (no tanto con las conceptualizaciones de catecismo ni los énfasis). Pero da igual. Como presidente no estuvo a la altura de su discurso de hoy; y como este es el único sobre el que le cabe operar ya, quizá haría bien en rebajarlo. Para no desautorizar al presidente del gobierno legalmente constituido (al que podemos criticar todos menos él). Y, sobre todo, para no dejarse a sí mismo en evidencia.
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15.10.13
Dialéctica de las banderas
Es un latazo el empeño de los nacionalistas en llamar franquista a la bandera española y en acusar de franquistas a quienes la sacan. El diálogo es imposible con los que se enroscan en semejante ceporrismo, treinta y cinco años después de que esa bandera solo simbolice (si no lleva el aguilucho, como no suele llevarlo) a la España constitucional. Para que haya diálogo, en efecto, es necesario manejar el mismo código y discriminar entre los distintos significados. Si los nacionalistas no distinguen entre la España de Franco y la de la Constitución, ¿de qué se puede hablar con ellos? Podemos sentarnos a la misma mesa y comer butifarra (¡o jabugo!) civilizadamente, ¿pero dialogar?
Ellos puentean, sin más, a la España democrática; y pretenden vencer en ella al franquismo con el que no pudieron (y al que ni siquiera combatieron siempre). Su obcecación en identificar lo español con lo franquista refleja, sin duda, esa culpa. Pero también alberga autoconocimiento. En el fondo del fondo, los nacionalistas saben que es impresentable lo que le están montando a la España democrática. De ahí el furor con el que le niegan esta condición: para ellos es urgente, porque sería la premisa de su pataleta; la coartada que les excusaría de su impresentabilidad. El nacionalista necesita enfrente alguien de su nivel. La España democrática les queda demasiado arriba, así que buscan por abajo y se encuentran con alguien de su talla: el nacionalista español de hace cuarenta años.
La Historia tiene la fastidiosa costumbre de cambiar. Y con ella cambia el significado de sus símbolos. La bandera que durante cuarenta años fue el símbolo de una dictadura es hoy, sin aquel escudo, el símbolo de una democracia. Guste o no guste, es la que representa hoy el principio de legalidad y la salvaguarda de los derechos de todos los españoles. A los que no somos nacionalistas, nos dan un poco de pudor las banderas, incluida la nuestra. Pero ya va siendo hora de señalar, impúdicamente, ciertas superioridades. Hay una objetiva en la española: su hospitalidad. Donde hay banderas españolas, pueden ondear otras sin problema. Lo pudimos ver una vez más el 12 de octubre en Barcelona. En las fiestas patrióticas del independentismo no ocurre así. Y con esto debería bastar para detectar por dónde corre hoy el aire y dónde está la asfixia.
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Ellos puentean, sin más, a la España democrática; y pretenden vencer en ella al franquismo con el que no pudieron (y al que ni siquiera combatieron siempre). Su obcecación en identificar lo español con lo franquista refleja, sin duda, esa culpa. Pero también alberga autoconocimiento. En el fondo del fondo, los nacionalistas saben que es impresentable lo que le están montando a la España democrática. De ahí el furor con el que le niegan esta condición: para ellos es urgente, porque sería la premisa de su pataleta; la coartada que les excusaría de su impresentabilidad. El nacionalista necesita enfrente alguien de su nivel. La España democrática les queda demasiado arriba, así que buscan por abajo y se encuentran con alguien de su talla: el nacionalista español de hace cuarenta años.
La Historia tiene la fastidiosa costumbre de cambiar. Y con ella cambia el significado de sus símbolos. La bandera que durante cuarenta años fue el símbolo de una dictadura es hoy, sin aquel escudo, el símbolo de una democracia. Guste o no guste, es la que representa hoy el principio de legalidad y la salvaguarda de los derechos de todos los españoles. A los que no somos nacionalistas, nos dan un poco de pudor las banderas, incluida la nuestra. Pero ya va siendo hora de señalar, impúdicamente, ciertas superioridades. Hay una objetiva en la española: su hospitalidad. Donde hay banderas españolas, pueden ondear otras sin problema. Lo pudimos ver una vez más el 12 de octubre en Barcelona. En las fiestas patrióticas del independentismo no ocurre así. Y con esto debería bastar para detectar por dónde corre hoy el aire y dónde está la asfixia.
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10.10.13
Molino de patanes
La prueba de que somos un país de ignorantes es que nos dicen que somos un país de ignorantes y seguimos como si nada. No tenemos luces para comprender lo devastador de la noticia. Que, por lo demás, tampoco nos pilla por sorpresa: llevamos con esto siglos, y así estamos. Según el informe PISA para adultos, fallamos en lectura y matemáticas. Y eso porque no han preguntado por más materias. Pero con esas dos basta. Yo incluso las proyectaría más allá del ámbito libresco: fallamos en la lectura de la realidad y en las cuentas con lo real. Nuestra situación educativa se acopla, con una precisión que no deja de ser bella, con nuestra situación económica.
Con la perspectiva de estos años, vemos en qué se fundaba el “milagro económico” español. El país funcionó de repente porque, para la burbuja inmobiliaria, solo hacía falta que cada sector implicado pusiese toda su ignorancia en el asador, y la coordinara con la de los demás. El resultado tuvo la precisión de un reloj suizo. España se convirtió en un auténtico molino de patanes, en el que cada cual dio su do de pecho en la ópera de la zafiedad. Los políticos recalificando terrenos y llevándose mordidas, sin más consideración que la de alimentar la horterada. Los constructores refocilándose en sus ademanes de tratantes de ganado y eructando en los restaurantes de lujo. Y el humilde pueblo llano, carne de albañilería, forrando sus salones con surround (“zurrón”, oír decir por aquí); y, si estaba en edad de estudiar, abandonando los estudios y gastándose un pastón en tunear el buga. ¡Ah, y los compradores! Convencidísimos de que la inversión era segura y que el precio del piso solo podía subir. Todo ello, financiado y alentado por los bancos. Esto parecía una contrarreloj por equipos: todos pedaleando a tope, como un engranaje, en la misma dirección.
Supongo que no nos volveremos a ver en otra igual: en una situación en que, para prosperar, lo que se nos pida sea justo lo que nos sobra. La ignorancia no suele tener una segunda oportunidad sobre la tierra.
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Con la perspectiva de estos años, vemos en qué se fundaba el “milagro económico” español. El país funcionó de repente porque, para la burbuja inmobiliaria, solo hacía falta que cada sector implicado pusiese toda su ignorancia en el asador, y la coordinara con la de los demás. El resultado tuvo la precisión de un reloj suizo. España se convirtió en un auténtico molino de patanes, en el que cada cual dio su do de pecho en la ópera de la zafiedad. Los políticos recalificando terrenos y llevándose mordidas, sin más consideración que la de alimentar la horterada. Los constructores refocilándose en sus ademanes de tratantes de ganado y eructando en los restaurantes de lujo. Y el humilde pueblo llano, carne de albañilería, forrando sus salones con surround (“zurrón”, oír decir por aquí); y, si estaba en edad de estudiar, abandonando los estudios y gastándose un pastón en tunear el buga. ¡Ah, y los compradores! Convencidísimos de que la inversión era segura y que el precio del piso solo podía subir. Todo ello, financiado y alentado por los bancos. Esto parecía una contrarreloj por equipos: todos pedaleando a tope, como un engranaje, en la misma dirección.
Supongo que no nos volveremos a ver en otra igual: en una situación en que, para prosperar, lo que se nos pida sea justo lo que nos sobra. La ignorancia no suele tener una segunda oportunidad sobre la tierra.
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8.10.13
Pagar el pito
Siempre hay morbo cuando una señorita (¡así las llamaban los articulistas antiguos!) habla del pito de su ex. Por Madrid, la decadente Madrid, corren historias de hombres importantes con micropene, y de otros igual de importantes que tienen un solo huevo. La fuente es siempre una exnovia, en funciones de cronista despechada; o de enviada especial de vuelta. Pero se da un alivio: ninguna de las historias que yo conozco adjudica las dos taras a un mismo hombre importante. Lo cual puede deberse a que el destino prefiere no cebarse en este negociado; o a que la señorita en cuestión posee un gran sentido de la economía narrativa.
En Barcelona parece que se saltan esto último y despilfarran narrativamente. Así, Victoria Álvarez, la exnovia de Jordi Pujol Jr., habla, sin medirse, no del pito, sino de los cinco mil pitos de su ex. Si no estuviéramos jugando (¡como los articulistas antiguos!) con el sentido doble, ahora podría venir un ditirambo sobre ese titán de la fecundidad catalanista que sería Junior, con sus cinco mil vergas prestas a disparar semen cuatribarrado (¡y estelado!). Pero, según cuenta El Mundo, y sabemos por Libertad Digital, se trata de pitos en el sentido de silbatos; aunque no menos cuatribarrados (¡y estelados!), puesto que se les dio un uso (¡y un abuso!) independentista.
A falta de que aparezca una factura –que sería homérica– por cinco mil pitos, yo me lo voy tomando como una prolongación del Ubú president de Albert Boadella. Que el hijo del ex president (pero no ex Ubú) Jordi Pujol pague cinco mil terminales de una pitada al Rey, es decir, al jefe de ese Estado que le ha permitido hacerse su fortuna, vía papá, es de un impacto dramatúrgico subyugante. Ahí está todo, de hecho: el niñato rico financiando la gamberrada, y los borreguitos soplando. Andando el tiempo, los sopladores estarán probablemente en un país en ruina, con la misma cara de tonto que cuando sale positivo en un control de alcoholemia. Mientras que el pagapitos seguirá disfrutando de sus millones, no se sabe si en México o en ese otro país que tampoco pertenecerá a la Unión Europea, pese a estar en Europa. Serán otros los que paguen el pato.
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En Barcelona parece que se saltan esto último y despilfarran narrativamente. Así, Victoria Álvarez, la exnovia de Jordi Pujol Jr., habla, sin medirse, no del pito, sino de los cinco mil pitos de su ex. Si no estuviéramos jugando (¡como los articulistas antiguos!) con el sentido doble, ahora podría venir un ditirambo sobre ese titán de la fecundidad catalanista que sería Junior, con sus cinco mil vergas prestas a disparar semen cuatribarrado (¡y estelado!). Pero, según cuenta El Mundo, y sabemos por Libertad Digital, se trata de pitos en el sentido de silbatos; aunque no menos cuatribarrados (¡y estelados!), puesto que se les dio un uso (¡y un abuso!) independentista.
A falta de que aparezca una factura –que sería homérica– por cinco mil pitos, yo me lo voy tomando como una prolongación del Ubú president de Albert Boadella. Que el hijo del ex president (pero no ex Ubú) Jordi Pujol pague cinco mil terminales de una pitada al Rey, es decir, al jefe de ese Estado que le ha permitido hacerse su fortuna, vía papá, es de un impacto dramatúrgico subyugante. Ahí está todo, de hecho: el niñato rico financiando la gamberrada, y los borreguitos soplando. Andando el tiempo, los sopladores estarán probablemente en un país en ruina, con la misma cara de tonto que cuando sale positivo en un control de alcoholemia. Mientras que el pagapitos seguirá disfrutando de sus millones, no se sabe si en México o en ese otro país que tampoco pertenecerá a la Unión Europea, pese a estar en Europa. Serán otros los que paguen el pato.
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3.10.13
Cortocircuitos
Un amigo psiquiatra me contaba hace unos meses que la vida es tensión, una corriente eléctrica, y que el suicida lo que busca es provocar un cortocircuito. El aquietamiento definitivo de la tensión que es la muerte, adelantarlo. No soporta estar en medio, en el curso del vértigo, y se lanza para extinguirlo.
La tensión usual de la vida se recrudece con las dudas, con lo desconocido, con lo asimétrico, con lo inconcluso. El instinto tanático late siempre y tratamos de completar lo que falta, de limar las aristas, de precipitar respuestas. Hay una tendencia gravitatoria que nos empuja a efectuar el cierre, la conclusión: a tender lo que está erguido; a cesar en el esfuerzo de la verticalidad y abandonarse a la horizontalidad.
En los sucesos trastornadores, como el crimen de la niña Asunta en Santiago, la tensión se extrema. La herida de lo ocurrido, en su particular contexto, provoca un desequilibrio difícil de aguantar. El vacío hostil de las preguntas trata de ser llenado con sospechas, especulaciones, designación rápida de culpables: algo que nos ponga un suelo. El periodismo, por lo general complaciente con sus lectores, se presta al servicio de habilitarles dónde caer.
Pero a veces hay excepciones, que constituyen el honor del oficio. En el reportaje de Manuel Jabois que apareció el domingo pasado en El Mundo (aquí el comienzo y el resto aquí), se vence el impulso de eliminar las tensiones y desactivar los interrogantes. Es un relato que mantiene la herida abierta, porque abierta está por el momento, y que no será desmentido cuando se sepa la verdad, porque no esboza ninguna que vaya más allá de lo que hay.
El final lo resume todo. La madrina que, en el duelo, se acuerda de la pared en que ha venido marcando la estatura de su ahijada desde que nació. Y su impulso es ir a borrarlo. No se soporta esa verticalidad truncada.
[Publicado en Zoom News]
La tensión usual de la vida se recrudece con las dudas, con lo desconocido, con lo asimétrico, con lo inconcluso. El instinto tanático late siempre y tratamos de completar lo que falta, de limar las aristas, de precipitar respuestas. Hay una tendencia gravitatoria que nos empuja a efectuar el cierre, la conclusión: a tender lo que está erguido; a cesar en el esfuerzo de la verticalidad y abandonarse a la horizontalidad.
En los sucesos trastornadores, como el crimen de la niña Asunta en Santiago, la tensión se extrema. La herida de lo ocurrido, en su particular contexto, provoca un desequilibrio difícil de aguantar. El vacío hostil de las preguntas trata de ser llenado con sospechas, especulaciones, designación rápida de culpables: algo que nos ponga un suelo. El periodismo, por lo general complaciente con sus lectores, se presta al servicio de habilitarles dónde caer.
Pero a veces hay excepciones, que constituyen el honor del oficio. En el reportaje de Manuel Jabois que apareció el domingo pasado en El Mundo (aquí el comienzo y el resto aquí), se vence el impulso de eliminar las tensiones y desactivar los interrogantes. Es un relato que mantiene la herida abierta, porque abierta está por el momento, y que no será desmentido cuando se sepa la verdad, porque no esboza ninguna que vaya más allá de lo que hay.
El final lo resume todo. La madrina que, en el duelo, se acuerda de la pared en que ha venido marcando la estatura de su ahijada desde que nació. Y su impulso es ir a borrarlo. No se soporta esa verticalidad truncada.
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1.10.13
El Rey en la habitación de Pascal
Está previsto que el rey don Juan Carlos salga hoy martes del hospital, con lo que terminará, por ahora, un género al que me estaba acostumbrando: los partes médicos leídos por la directora del Quirón, la doctora Lucía Alonso. Durante estas jornadas todo podía fallar, menos ese momento: flor (¡madurita!) de los Telediarios. Ha sido una experiencia adictiva, pero agridulce. Me gustaría explayarme sobre la parte dulce, pero nos llevaría muy lejos (y de manera un tanto improcedente). Así que señalaré solo lo agrio.
A veces las noticias caen en una cabeza predispuesta para ciertas asociaciones. Justo el día de la hospitalización del Rey me habían recordado la célebre frase de Pascal: “Todas las desgracias le vienen al hombre de que no sabe quedarse quieto en una habitación”. Pensé que su confinamiento obligatorio quizá supusiese, por ello, una pausa en sus desgracias, que son las nuestras. Me dispuse a atender los partes fijándome en ese particular, como si el reino dependiese de su quietud. ¿Estaría Su Majestad a la altura del reto pascaliano?
No había caído en que, debido a la naturaleza de la operación, el modo de demostrar su mejoría era justamente no estándose quieto. Se trataba de poner en marcha la prótesis de la cadera cuanto antes. Por eso en cada parte médico, al que no he faltado ni un solo día, se me juntaba el deleite por la presencia de la doctora (¡y directora!) con la conciencia angustiada de que todo estaba fallando. “¡No era eso, no era eso!”, me repetía en un salto de Pascal a Ortega.
La apoteosis llegó con el parte número 4, según el cual el Rey “ha intensificado sus paseos por la habitación”. Ahí lo di ya todo por perdido. La prótesis va fenomenal, sin ninguna duda, pero, según mi premisa, intensificar los paseos era intensificar las desgracias. No solo en Pascal: en cualquier novela, el que un personaje intensifique sus paseos por la habitación es muy mal síntoma. Aunque puede que exista una alternativa. Hay un clásico que no he leído, el Viaje alrededor de mi habitación de Xavier de Maistre. Podría informarme acerca de su contenido antes de terminar este artículo, pero prefiero hacerlo después. Para dejar abierta la posibilidad de que los pronósticos sean mejores. Por si son peores.
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A veces las noticias caen en una cabeza predispuesta para ciertas asociaciones. Justo el día de la hospitalización del Rey me habían recordado la célebre frase de Pascal: “Todas las desgracias le vienen al hombre de que no sabe quedarse quieto en una habitación”. Pensé que su confinamiento obligatorio quizá supusiese, por ello, una pausa en sus desgracias, que son las nuestras. Me dispuse a atender los partes fijándome en ese particular, como si el reino dependiese de su quietud. ¿Estaría Su Majestad a la altura del reto pascaliano?
No había caído en que, debido a la naturaleza de la operación, el modo de demostrar su mejoría era justamente no estándose quieto. Se trataba de poner en marcha la prótesis de la cadera cuanto antes. Por eso en cada parte médico, al que no he faltado ni un solo día, se me juntaba el deleite por la presencia de la doctora (¡y directora!) con la conciencia angustiada de que todo estaba fallando. “¡No era eso, no era eso!”, me repetía en un salto de Pascal a Ortega.
La apoteosis llegó con el parte número 4, según el cual el Rey “ha intensificado sus paseos por la habitación”. Ahí lo di ya todo por perdido. La prótesis va fenomenal, sin ninguna duda, pero, según mi premisa, intensificar los paseos era intensificar las desgracias. No solo en Pascal: en cualquier novela, el que un personaje intensifique sus paseos por la habitación es muy mal síntoma. Aunque puede que exista una alternativa. Hay un clásico que no he leído, el Viaje alrededor de mi habitación de Xavier de Maistre. Podría informarme acerca de su contenido antes de terminar este artículo, pero prefiero hacerlo después. Para dejar abierta la posibilidad de que los pronósticos sean mejores. Por si son peores.
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