El nacionalismo es hoy en día un pancismo, más que nada, o un escapismo: un aparatoso montaje sobre un fondo de confort. Pero por dentro están sus turbiedades románticas, que reclaman tragedia: algo grande, sublime, una sacudida histórica que recordar. Algo con lo que luego se pueda erigir estatuas, pintar cuadros, escribir novelas, filmar superproducciones, hacer videojuegos, surtir las tiendas de disfraces... Las conmemoraciones de nuestros nacionalistas están llenas de trajes de época, y se intenta, en vano, que los del presente sean también "de época" en el futuro: que el trajecito de Artur Mas quede como algo más que como vestimenta de funcionario.
Pero las independencias que se consigan, la de Cataluña, la del País Vasco, serán mediocres y sin batalla. Muertos ha habido ya un montón, pero no en guerras sino en crímenes; y adjudicables en su inmensa mayoría a la causa que va de victimista, la que anhela movida. En cierta izquierda hay también una ansiedad de épica, una pretensión que sobrepasa con mucho la realidad. Recuerdo que cuando los Mossos d'Esquadra desalojaban la plaza de Cataluña de Barcelona, uno de los indignados gritaba (en catalán): "¡Nos están matando a todos!". La carga fue dura, brutal incluso, pero quedaba muy por debajo de la película que se había montado el manifestante. Un individuo que, por cierto, no tendría ya derecho a decir nada si le tocara un Tlatelolco: ha arruinado la frase para cualquier matanza de verdad.
Y aquí está el truco, me parece: se gastan frases exageradas a sabiendas de que no va a haber una circunstancia real que las requiera. En los países de la Europa democrática, aburridos hasta en sus crisis, hay mucho margen para la proyección, para la fantasía. Lo último viene siendo, por volver al nacionalismo, lo de "sacar los tanques". Es muy interesante, porque son los nacionalistas los que se los guisan y se los comen. No ha sido nadie del Gobierno, sino un nacionalista del PNV, Aitor Esteban, el último que lo ha dicho. Pero ya se oyen réplicas por ahí como si lo hubiera dicho el Gobierno. Se trata de un circuito cerrado de ventriloquismo en que los nacionalistas (con buena parte de la oposición, y de la prensa) increpan a su propio muñeco.
Pero no habrá tanques. Habrá, si la hay, una independencia funcionarial, y los monumentos tendrán que erigirse en honor de un expediente. La única épica será la del desgarrón administrativo. Y el tedio, genuina patria de Europa, no tardará en reconquistar los territorios independizados (en un contexto, si acaso, de mayor pobreza). En El bucle melancólico, Jon Juaristi se imaginaba a un hipotético País Vasco independiente como un parque temático que sería "una combinación del franquismo tardío con el Principado de Andorra". Y Albert Boadella, en una conferencia de hace dos años, descartaba sin más la hipótesis truculenta de "los tanques" y se limitaba a hablar de la lata y el coñazo (a partir del 1:17:57). Nuestra tragedia, esta sí de verdad, es que no tiene sentido sacar tanques ahora, ni serviría de nada. Pero sí tendríamos que haber sacado antes el Estado.
Por lo demás, la última vez que alguien sacó los tanques en España fue el golpista Miláns del Bosch. Para acabar con la misma Constitución con la que quieren acabar los nacionalistas. Estos, como no me canso de repetir (con regodeo mórbido), son lo más parecido que tenemos hoy a los franquistas: los equivalentes multitudinarios a los pocos del aguilucho. Y son ellos, los nacionalistas, los que pueden terminar dándole la razón al "atado y bien atado" en este país de todos los demonios.
[Publicado en Zoom News]