Ahora es cuando empieza la parte cruda del verano: el verano post-Tour, el verano sin nada. El verano para descansar, qué remedio. El verano para crisparse en el descanso. Aunque algunos nos quedamos trabajando, crispados también. Y afilando los cuchillos (y afianzando los escudos) para el otoño que se avecina.
Pero antes de que nos aplaste agosto, queremos sentir todavía el latigazo del Alpe d'Huez, aún casi físicamente. Qué hora intensa la del sábado. Hacía años que no se vivía una emoción así, de las que nos recuerdan por qué nos apasiona el ciclismo. O el Tour específicamente: por qué nos apasiona el Tour. Si Nairo Quintana llega a conquistar el maillot amarillo, habría sido una etapa histórica de verdad. Pero sirvió para darle quilates al de Chris Froome, que resistió con mérito. En la meta se había acabado todo y permanecía, permanece, el eco de la tensión: el último calambre de julio.
Sí, es el Tour, más que el ciclismo. El Tour que configura tres semanas y dos días, que giran en torno a él como la rueda de Duchamp. El Giro y la Vuelta están bien, pero carecen de esa capacidad de ser el centro mientras duran. No todos los días son intensos; de hecho, la intensidad escasea: pero todos los días son de Tour. Se establece esa rutina de la siesta con el sol a plomo en la calle y los ciclistas en la pantalla; o, si uno está fuera, la de la búsqueda de un televisor. Paisajes franceses, civilizados, y ariscos puertos. Los campos, los embalses, los ríos, las costas, las laderas, los castillos, las casas y el público.
Este año había pocas banderas proetarras, pero a cambio han proliferado otros espectadores patanes que escupían, arrojaban orina o encendían bengalas. Como si la cuota de necios hubiese que mantenerla de un modo u otro. Y los ciclistas, por en medio, en lo suyo: la carretera, la carrera. Centrados, pese a las molestias, en la abstracción de su sentido: esa simplificación que los hace seres alegóricos.
En la cima del Alpe d'Huez, Alejandro Valverde se echó a llorar. Había alcanzado al fin, a sus treinta y cinco años, un sitio en el pódium del Tour. Pero no lloraba por eso: lloraba porque se había entregado a su compañero Quintana, sin mezquindad, y aun así iba a conservar su tercera posición. Había estado dispuesto a entregarla, y la había mantenido. Hubo risitas entre los locutores, porque fue un llanto un poco ridículo. Pero yo me acordaba de estos versos de Pessoa sobre las hazañas (y los naufragios) de los marinos portugueses: "Valeu a pena? Tudo vale a pena / se a alma não é pequena".
[Publicado en Zoom News]