Hace un par de veranos vi claro, y lo dije, que la gran consigna para estos tiempos era: "No embrutecerse". Pero los momentos lúcidos son alturas a las que no siempre se está. Todo ser humano, por otra parte, es demasiado extenso, e inevitablemente alberga puntos ciegos, recovecos brutos. Esta semana he recibido la noticia del Premio Nacional de Cinematografía a Fernando Trueba con cierto desdén. Pero el artículo de Daniel Gascón "Lo que debo a Fernando Trueba", en Letras Libres, me ha recordado lo que yo también le debo.
Reconozco que sus últimas películas ya no las he visto (en realidad, no he visto las últimas películas de casi nadie); pero en mi adolescencia fue importante El año de las luces, que emitieron un par de veces por televisión. Además del semen en el microscopio (y las andanzas de Jorge Sanz), estaba Manuel Alexandre con su Voltaire, que debió de ser la primera vez que vi su uso como talismán contra el oscurantismo (en aquel caso el franquista; vendrían más). Gascón habla en su artículo de "la cultura de los afrancesados", y en el grupito de los que nos la mostraron estaba Fernando Trueba (y luego David Trueba, y ahora además Jonás Trueba). Ahora recuerdo, tras quitarme la costra embrutecida, que si me vi todas las películas de Truffaut fue por él. Y que él nos descubrió el peliculón oculto de la nouvelle vague: La mamá y la puta, de Jean Eustache, que presentó en Canal Plus.
Pero a mí no tienen que descubrirme cosas muy rebuscadas: mi indolencia deja de lado clásicos que, si no me los señalan, ahí se quedan en barbecho. Así, también por Trueba me apasioné por Billy Wilder, que desde entonces es mi director favorito junto con Eric Rohmer (distintos y complementarios; aunque Wilder se aproxima a Rohmer en Avanti!, y Rohmer se aproxima a Wilder en El amigo de mi amiga). En aquella oleada leí todo lo que se había escrito sobre Wilder, y su libro de conversaciones Nadie es perfecto es uno de mis tres libros favoritos sobre cine. Los otros dos son los mismos que los de Gascón: El cine según Hitchcock, de Truffaut, y el Diccionario de cine del propio Trueba, que transmite la afición hedónica y libre al cine (y a la cultura en general).
Una afición a la que no llegué por Trueba, pero en la que me he visto junto a él, es la de la música brasileña. Me alegró esta confluencia, porque el brasileñismo es como una hermandad; pero no está exenta de un punto conflictivo: Trueba ha sido el gran valedor de Carlinhos Brown, que a mí me da una pereza enorme (no tanto por su música, que sí acepto, como por los sermones en que la ahoga). Sacó también una bonita antología de canciones brasileñas, Música para machacarte el corazón; aunque el machucar del título de donde viene en realidad significa lastimar. Trueba también me dio la oportunidad de ver por primera vez a mi ídola Adriana Calcanhotto en Madrid, en su local Calle 54 (que se llamaba como su película sobre el jazz latino); ocasión grande en la que no faltó su pero: el ruido de las cajas registradoras y las copas (el tilín-tilín y el chin-chin, que ahora que en mi reconciliación mental suenan a samba).
Para terminar con su cine, me gustó mucho Belle Époque (la del Oscar y la dedicatoria a Wilder), me divertí con Sé infiel y no mires con quién y con La niña de tus ojos, admiré el documental sobre Chicho Sánchez Ferlosio, Mientras el cuerpo aguante, me extrañó El sueño del mono loco y no le perdoné que dirigiera El embrujo de Shanghai en lugar de Víctor Erice. Pero la película que me pilló en el momento justo fue Ópera prima, en la que de pronto vi en cine lo que yo entonces más quería en literatura, que era La vida exagerada de Martín Romaña, de Bryce Echenique. (Óscar Ladoire era, sin duda, el Martín Romaña madrileño). Trueba dijo sobre Ópera prima que se propuso escribir una película tan barata que fuese imposible no hacerla. Se me grabó en su día y parece un guiño a mi consigna de ahora: no embrutecerse tampoco en la precariedad.
[Publicado en Zoom News (Montanoscopia)]