18.7.16

Los ochenta

De toda buena historia de la Guerra Civil se ha de salir con mal cuerpo, y así he salido de la Historia mínima de la Guerra Civil española que acaba de publicar Enrique Moradiellos en la editorial Turner. Yo me la he leído en estos días de julio para llegar al 18 en el estado de abatimiento que la fecha requiere. Ochenta años ya y uno no puede recordar sin alterarse la tragedia. Procedemos de ese cenagal de sangre: de la obcecación que lo precedió y la obcecación en que se prolongó; de la obcecación, también, que le sucedió durante muchos años.

Tragedia es la palabra justa: uno asiste a la representación funesta, captando los errores y las derivas como si no tuvieran remedio. Mientras están pasando en el libro –sintético y completo, y por ello quizá más efectivo en términos de conmoción– parece que lo pudieran tener, pero las fuerzas en contra son tan abrumadoras que uno se ahoga como se ahogaron los protagonistas. Al final solo hay sacudida y catarsis. Queda dolor, estupor, rabia. También desprecio: qué mal lo hicieron. Y un fondo de vergüenza: en aquellas circunstancias nosotros no lo habríamos hecho mejor, seguramente.

Entre tantas cosas, qué impotencia pensar al paso en mi padre, niño de la guerra, cuya mayor frustración fue no haber podido estudiar. Él nació en 1933. Entre las consecuencias desastrosas estuvo esa, escribe Moradiellos: “La generación nacida en 1931 volvió a situarse en niveles de escolarización y alfabetización de principios del siglo XX”. Pero porque la vida de mi padre fue como fue nací yo. Si no, habría nacido otro. Esta es la conciencia que quema. No hay apaño posible.

Si cuando murió Franco se hizo mejor fue porque las circunstancias eran más favorables y porque se había aprendido la lección de la guerra (y de la dictadura). Qué paradoja que ahora hablen de “memoria histórica” los que han olvidado esa lección y quieren volver a las andadas.

Me acuerdo de mi escuela de los setenta y de mi instituto de los ochenta, sobre todo de mi instituto (público), en el que estudié como no pudo hacerlo mi padre. La Guerra Civil no estaba olvidada en absoluto. Al contrario: nos la enseñaron bien. Leímos a Machado, a Lorca, a Miguel Hernández; tuvimos hasta el lujo de leer a Cernuda. Para nosotros estaba clarísimo que con la Constitución se recuperaba la República, aunque hubiese un rey. Poníamos el acento donde había que ponerlo: en la democracia. Eso dijo Octavio Paz en su discurso de Valencia de 1987. Y Vázquez Montalbán, que estaba allí, se lo afeó. Tenía razón Octavio Paz, por supuestísimo.

Igual que Umbral fue un “niño de derechas”, nosotros éramos niños republicanos (con rey). No, no se olvidó nada en la Transición, como dicen muchos jovencitos de ahora y muchos abuelos rockeros de la ideología. No se hacía más que recordar: en los libros, en las películas, en los periódicos, en la tele. Y porque se recordaba estábamos todo el día sacando la lección, que no se enfriaba nunca. Y llevando, justo por ello, la vida menos franquista que se ha llevado en España desde la muerte de Franco.

La de los ochenta, sí, fue la España menos franquista que he conocido. Las que han venido después no han tenido tanta suerte. Y la de 2016, en comparación, es un establo que apesta a Franco por todos lados, gracias a nuestros estólidos antifranquistas irresponsables. Han pasado más años, pero la distancia parece menor ahora. Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.

* * *
En El Español.