Como suele ocurrir, el argumento más sólido ya en contra del antitaurinismo –no necesariamente en favor de la tauromaquia– son ciertos antitaurinistas y su espectáculo zafio. Su oposición al toreo no es humanitaria (valga el adjetivo: al fin y al cabo se pretende dar un trato “humanitario” a los animales), sino ideológica. Esto quiere decir que, cegados por su propósito, que anteponen con obcecación, son capaces de negarles un trato humanitario a los hombres, si son toreros.
Desde un punto de vista ilustrado, no veo fácil oponerse a lo que ha escrito aquí Daniel Gascón en favor de la prohibición de los toros. Yo lo suscribiría, pero con una especificación preventiva: el toreo es una vergüenza de los hombres; pero festejar la muerte de otro hombre, sea o no torero, es una vergüenza mayor. Si perdemos esto de vista, lo otro resulta grotesco.
Con todo, si de la razón pasamos a los sentimientos, los tengo encontrados. La humorada de Pérez de Ayala (“si fuese dictador, prohibiría las corridas; como no lo soy, no me pierdo ni una”) tiene en mí un eco crepuscular. Lo que yo hago es demorarme a veces en este mundo que se hunde, en este pasado incrustado en el presente, en este resto antropológico. No dejan de emocionarme estos hombres extraviados de época: su discurso desubicado, su dignidad hortera, su luto de quilates. Se acabarán, se tienen que acabar: y esto es justo lo que me emociona.
De las tardes en que asistí a los toros, sin llegar a ser aficionado, me quedo con la impresión de seriedad. No era la simbología de la muerte, ni un impulso tanático; no era el morbo por la sangre, ni mucho menos por el dolor. Era la percepción, cuando salía el toro, de que la vida iba en serio.
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En The Objective.