Yo, que tiendo al idolismo con los autores (con algunos autores), nunca he sido de los de Hemingway. Apenas lo he leído y su figura tampoco la he admirado. Pero siempre ha estado ahí, y ante eso me rindo. Es una simple cuestión de fuerza, de fuerza suya: cómo su presencia se mantiene.
Hace dos años trabajé para Turner en la edición de Hotel Florida, de Amanda Vaill, y pude seguir con detalle la trayectoria de Hemingway en la Guerra Civil española. No fue ejemplar: estuvo con los buenos, pero disfrutando de una experiencia que le venía bien vital y profesionalmente, y que le dio muchos dólares. En sus crónicas se inventó cosas, puso épica donde había miseria y, cuando se presentó un momento delicado, el de la desaparición a manos de los comunistas de José Robles, traductor y amigo de John Dos Passos, le recomendó a este que dejara de investigar, que no se metiera en líos.
Se cuenta una anécdota sintomática de su fanfarronería. El crítico Max Eastman había dicho en una reseña que Hemingway escribía como si llevase “una mata de pelo postizo en el pecho”. Cuando Hemingway se lo cruzó, se abrió la camisa y le espetó: “Mira esto, Max. ¿Te parece postizo?”.
Pero he tenido dos grandes momentos literarios con Hemingway en libros que no eran de Hemingway. Uno humorístico: cuando, en La vida exagerada de Martín Romaña, Bryce Echenique describe una Pamplona llena de imitadores del Hemingway que imitaba a los mozos de San Fermín. Y otro emocionante. En Vieja escuela, de Tobias Wolff, el chico protagonista, que quiere ser escritor, se descubre juzgando a Hemingway por algo que él mismo revela en un pasaje. Y reconoce: “Lo juzgué, pero también comprendí que él me permitía hacerlo”. El fanfarrón, al cabo, tuvo esa cortesía.
* * *
En The Objective.