En mi vida he tenido largos periodos de abulia lectora, pero desde que terminé En busca del tiempo perdido en 2015 me ha entrado una auténtica fiebre. 2016 fue un gran año lector. Y 2017 lo ha sido aún más. Repasar la lista le da ahora densidad a mi año. En ella figuran las lecturas en el orden en que las empecé. Unas las acabé en seguida y otras después de mucho tiempo. Algunas (he hecho el cálculo: un 10%) han sido en diagonal, modalidad que defiendo: responde a la colisión entre el interés o curiosidad por un libro y el tiempo que uno está dispuesto a concederle. Excluyo las abandonadas, con una excepción: la de Boswell. Ha tenido su gracia. Me hice un cronograma para que fuese mi lectura de todo el año. Fui leyendo día a día las páginas estipuladas, convencido de que me estaba encantando; hasta que me reconocí que no: para entonces me hallaba en la página 1.000 (¡duró mi autoimpostura!), y ahí lo dejé. La que aplacé el año pasado (la de Eckermann) no la he retomado este, en que he aplazado otra: la de Pla. He insistido con Horacio, en varias traducciones (y un poco en latín). Ha habido, como siempre, relecturas (que no especifico); e incluyo artículos, prólogos y hasta cuadernillos que para mí han sido importantes. Más que el número–que ha resultado altito– me interesa el itinerario. (De 2018 sé que leeré menos).
1. Dibujo de la muerte. Obra poética (1966-1990). Guillermo Carnero.
2. Vida de Samuel Johnson. James Boswell.
3. Odas (y epodos). Horacio.
4. La cosa en sí. Andrés Trapiello.
5. Antología de la poesía lírica griega (VII-IV a.C.). C. Gª Gual (tr.).
6. Figuraciones mías. Fernando Savater.
7. Filosofía del tedio. Lars Svendsen.
8. Fundido a rojo. José Daniel García.
9. Café des exilés. Juan Manuel Bonet.
10. Años felices. Gonzalo Torné.
11. Agrestes. João Cabral de Melo Neto.
12. Poesía sin estatua. Álvaro García.
13. Hermano de hielo. Alicia Kopf.
14. The Big Thing. Phylis Korkki.
15. Precipitados. Miguel Postigo.
16. La literatura considerada como una tauromaquia. Michel Leiris.
17. Cuatro cuartetos. T. S. Eliot.
18. Edad de hombre. Michel Leiris.
19. El amor del revés. Luisgé Martín.
20. Pessoa/Lisboa. A. Ruiz de Samaniego y José Manuel Mouriño.
21. "Four Quartets" (artículo). Jaime Gil de Biedma.
22. Coros de La Roca. T. S. Eliot.
23. Asesinato en la catedral. T. S. Eliot.
24. Prufrock y otras observaciones. T. S. Eliot.
25. La tierra baldía. T. S. Eliot.
26. Los hombres huecos. T. S. Eliot.
27. Miércoles de ceniza. T. S. Eliot.
28. "Las tres voces de la poesía". T. S. Eliot.
29. "Dante". T. S. Eliot.
30. "Lo que Dante significa para mí". T. S. Eliot.
31. "El rey del bosque". Andreu Jaume.
32. Malgastar. Mercedes Cebrián.
33. "Los poetas metafísicos". T. S. Eliot.
34. Vida nueva. Dante.
35. Breve tratado en alabanza de Dante. Boccaccio.
36. Inventos de la liebre de marzo. T. S. Eliot.
37. Un largo etcétera. Enrique García-Máiquez.
38. Do fuir. Andrés Trapiello.
39. La hora violeta. Sergio del Molino.
40. Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa.
41. Autobiografía de papel. Félix de Azúa.
42. Obra poética. Jules Laforgue.
43. Autobiografía sin vida. Félix de Azúa.
44. Los amores amarillos. Tristan Corbière.
45. Vuelta. Octavio Paz.
46. Pasado en claro. Octavio Paz.
47. Diario de un español cansado. Francisco Umbral.
48. La vista desde aquí. Ignacio Peyró y Valentí Puig.
49. Drama e identidad. Eugenio Trías.
50. Apariencia desnuda. Octavio Paz.
51. La prosa del mundo. Luis Antonio de Villena.
52. Las inclemencias del tiempo. Andrés Trapiello.
53. Maestros antiguos (cómic). Thomas Bernhard/Mahler.
54. Asterios Polyp (cómic). David Mazzucchelli.
55. Un pedigrí. Patrick Modiano.
56. Me acuerdo. Georges Perec.
57. Seis propuestas para el próximo milenio. Italo Calvino.
58. Artículos sobre la alegría y la muerte. Fernando Savater.
59. Por el camino de Chuang-Tzu. Thomas Merton.
60. El fanal hialino. Andrés Trapiello.
61. Pensar/Clasificar. Georges Perec.
62. Regiones devastadas. Guillermo Carnero.
63. La inspiración y el estilo. Juan Benet.
64. Diario 1983-1993. José Antonio Gabriel y Galán.
65. Sobre el tiempo. Rüdiger Safranski.
66. Clavícula. Marta Sanz.
67. El tiempo recobrado. Marcel Proust.
68. El árbol de la ciencia. Pío Baroja.
69. Tiempo. Rüdiger Safranski.
70. Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). Ramón Gaya.
71. El escritor de diarios. Andrés Trapiello.
72. Contra el tiempo. Luciano Concheiro.
73. Autorretrato en espejo convexo. John Ashbery.
74. Viaje sentimental. Laurence Sterne.
75. Alabanza de la lentitud. Lamberto Maffei.
76. Ser sin tiempo. Manuel Cruz.
77. El aroma del tiempo. Byung-Chul Han.
78. Dietario voluble. Enrique Vila-Matas.
79. Bartleby y compañía. Enrique Vila-Matas.
80. El mal de Montano. Enrique Vila-Matas.
81. Solo. August Strindberg.
82. El libro mudo. Nuria Amat.
83. Un ser de lejanías. Francisco Umbral.
84. Construcción. Vicente Luis Mora.
85. ¿Qué fue de la modernidad?. Gabriel Josipovici.
86. Notas de Tautenburg para Lou von Salomé. Friedrich Nietzsche.
87. Cronometrados. Simon Garfield.
88. Prosas apátridas (Completas). Julio Ramón Ribeyro.
89. Antología poética (1923-1977). Jorge Luis Borges.
90. Mansura. Félix de Azúa.
91. Historia de un idiota contada por él mismo. Félix de Azúa.
92. Génesis. Félix de Azúa.
93. La pasión domesticada. Félix de Azúa.
94. Historia de una novela. Thomas Wolfe.
95. Zona (Antología poética). Guillaume Apollinaire.
96. El sótano. Thomas Bernhard.
97. Siete moderno. Andrés Trapiello.
98. El aliento. Thomas Bernhard.
99. El frío. Thomas Bernhard.
100. El jardín de la pólvora. Andrés Trapiello.
101. La noche junto al álbum. Álvaro García.
102. Rama desnuda. Andrés Trapiello.
103. Los titanes venideros. Ernst Jünger.
104. Conversaciones con Jünger. Julien Hervier.
105. Crónicas biliares. Jorge Bustos.
106. Por un perro sin tumba. Rafael García Maldonado.
107. El teniente Sturm. Ernst Jünger.
108. Tempestades de acero. Ernst Jünger.
109. Diario de guerra (1914-1918). Ernst Jünger.
110. Sobre el dolor. Ernst Jünger.
111. La paz. Ernst Jünger.
112. Prólogo a Radiaciones (y algunas entradas). Ernst Jünger.
113. Los diarios de Emilio Renzi (1). Ricardo Piglia.
114. La luz de la dinamo. Nuria Barrios.
115. Ocho centrímetros. Nuria Barrios.
116. El hundimiento. Manuel Vilas.
117. Cuidados paliativos. José Antonio Llera.
118. Las cosas que me gustan. Xuan Bello.
119. Los diarios de Emilio Renzi (2). Ricardo Piglia.
120. Formas breves. Ricardo Piglia.
121. Nombre falso. Ricardo Piglia.
122. Prisión perpetua. Ricardo Piglia.
123. Crítica y ficción. Ricardo Piglia.
124. Pequeno livro. Cesário Verde.
125. La suma que nos resta. Gonzalo Gragera.
126. Historia mínima de Argentina. Pablo Yankelevich (ed.).
127. El último lector. Ricardo Piglia.
128. La invasión. Ricardo Piglia.
129. Respiración artificial. Ricardo Piglia.
130. La mirada de los peces. Sergio del Molino.
131. Rendición. Ray Loriga.
132. La forma inicial. Ricardo Piglia.
133. El camino de Ida. Ricardo Piglia.
134. Noche terrible/Una tarde de domingo. Roberto Arlt.
135. Mansos. Roberto Enríquez.
136. Réquiem. Antonio Tabucchi.
137. Hitch-22. Christopher Hitchens.
138. El discurso vacío. Mario Levrero.
139. Los nietos del Cid. Andrés Trapiello.
140. Mortalidad. Christopher Hitchens.
141. Poesía completa. Elizabeth Bishop.
142. Diary. David Perlov (cuadernillo).
143. La República y sus enemigos. Manuel Chaves Nogales.
144. Ayer no más. Andrés Trapiello.
145. Los diarios de Emilio Renzi (y3). Ricardo Piglia.
146. Réquiem. Lêdo Ivo.
147. Hotel Transición. Jesús Ruiz Mantilla.
148. Historia mínima de España. Juan Pablo Fusi.
149. Poesías completas. Antonio Machado.
150. Ecce homo. Friedrich Nietzsche.
151. Josep Pla. Arcadi Espada.
152. Miel y hiel. 44 versiones latinas. Ernesto Hernández Busto.
153. El cuaderno gris. Josep Pla.
154. Cartas desde la revolución bolchevique. Jacques Sadoul.
155. Fred Cabeza de Vaca. Vicente Luis Mora.
156. Las personas de la historia. Margaret MacMillan.
157. Cartas a Eugénio de Andrade. Luis Cernuda.
158. Odas de Ricardo Reis. Fernando Pessoa.
159. Cantar de los cantares. Fray Luis de León (tr.).
160. Vida de Henry Brulard/Recuerdos de egotismo. Stendhal.
161. En el cine. Alberto Moravia.
162. La máscara o la vida. Manuel Alberca.
163. Tiempo español. Murilo Mendes.
164. Alejandrías (Antología 1970-2013). Luis Antonio de Villena.
165. Contra el separatismo. Fernando Savater.
166. Atlas del bien y del mal. Tsevan Rabtan.
167. Poesía (1970-1982). Luis Antonio de Villena.
168. El buque fantasma. Andrés Trapiello.
169. El enfermero de Lenin. Valentín Roma.
170. Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición. Mercedes Cebrián.
171. Burp. Apuntes gastronómicos. Mercedes Cebrián.
172. Corsarios de guante amarillo. Sobre el dandysmo. L.A. de Villena.
173. Qué está pasando en Cataluña. Eduardo Mendoza.
174. Dorados días de sol y noche (Memorias II). L. A. de Villena.
175. Blanco (y Archivo Blanco). Octavio Paz.
176. Un anarquista de derechas (col. Baroja & yo). L. A. de Villena.
177. René Magritte (cómic). VV. AA.
178. Mundo es. Andrés Trapiello.
179. La muerte únicamente. Luis Antonio de Villena.
180. Proyecto para excavar una villa romana en el páramo. Luis Antonio de Villena.
181. Exceso de buen tiempo. José Antonio Mesa Toré.
182. Como a lugar extraño. Luis Antonio de Villena.
183. La tentación de Ícaro. Luis Antonio de Villena.
184. El joven sin alma. Novela romántica. Vicente Molina Foix.
185. Marginados. Luis Antonio de Villena.
186. El Anticristo. Friedrich Nietzsche.
187. Berta Isla. Javier Marías.
188. Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. L. A. de Villena.
189. Cuadernillo Góngora (Conferencias de J.Mª Micó en la F. March).
190. Fábula de Polifemo y Galatea. Góngora.
191. Soledades. Góngora.
31.12.17
27.12.17
El niño como guinda
“¿Qué les pasa a estos tíos con los niños?”, me escribe un amigo a propósito de una de las muchas fotos de niños catalanes envueltos en la estelada junto a adultos independentistas. “Hasta hace pocos años este uso de los niños hubiera sido inconcebible en este país. A cualquiera se le hubiera caído la cara de vergüenza. Todo empezó con los castellers: ¡el niño como guinda!”.
Es verdad. Y no podemos permitir que por su insistencia deje de escandalizarnos. No me cuesta reconocerles a esos adultos, para salvarles la intención, que piensan que hacen lo mejor para sus niños: que los engañan porque se engañan (vuelve el “nuestros padres mintieron, eso es todo”). Pero esto no sería más que otro indicio –espeluznante– del delirio en que viven. Y que si algo no tiene ya es justamente engaño: se ha demostrado suicida.
Lo último ha sido el uso lacrimógeno de los niños que no podrán pasar las navidades con sus padres presos... Los llevan al precipicio, los embuten en banderas y pancartas, pero lo que lamentan es que no cuadre la foto navideña.
Cuando esos niños crezcan y se den cuenta de lo que han estado haciendo con ellos, despreciarán a sus padres. Esto, en el mejor de los casos. En el peor, serán como ellos. Pero si no son todavía los hijos, serán los hijos de los hijos, o los hijos de los hijos de los hijos. Hasta que llegue la generación correcta, la no engañada y libre. Porque llegará.
* * *
En The Objective.
Es verdad. Y no podemos permitir que por su insistencia deje de escandalizarnos. No me cuesta reconocerles a esos adultos, para salvarles la intención, que piensan que hacen lo mejor para sus niños: que los engañan porque se engañan (vuelve el “nuestros padres mintieron, eso es todo”). Pero esto no sería más que otro indicio –espeluznante– del delirio en que viven. Y que si algo no tiene ya es justamente engaño: se ha demostrado suicida.
Lo último ha sido el uso lacrimógeno de los niños que no podrán pasar las navidades con sus padres presos... Los llevan al precipicio, los embuten en banderas y pancartas, pero lo que lamentan es que no cuadre la foto navideña.
Cuando esos niños crezcan y se den cuenta de lo que han estado haciendo con ellos, despreciarán a sus padres. Esto, en el mejor de los casos. En el peor, serán como ellos. Pero si no son todavía los hijos, serán los hijos de los hijos, o los hijos de los hijos de los hijos. Hasta que llegue la generación correcta, la no engañada y libre. Porque llegará.
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En The Objective.
18.12.17
El voto nefasto
Claro que se puede votar mal. Y tiene gracia que quienes se enfadan cuando se dice y acusan de paternalismo al que lo dice sean aquellos que luego defienden regímenes dictatoriales con un papá dictador al que adoran... Pero los demócratas, y precisamente porque lo somos (lo que incluye una visión no determinista de la historia), no tenemos complejo en señalarlo: claro que se puede votar mal.
Abundan los ejemplos. Votar al partido nazi alemán en 1933 era votar mal. Votar a Fuerza Nueva en las primeras elecciones de nuestra democracia era votar mal. Votar a Herri Batasuna, con ETA matando, era votar mal. Votar a los partidos independentistas este jueves 21 de diciembre será votar mal. El votante es también a su modo un cliente, pero no siempre lleva razón. Y cuando no la lleva o no va a llevarla hay que decírselo, incluso enérgicamente.
Sé que mis comparaciones han sido algo truculentas; pero más allá de holocaustos, fascismos y crímenes nacionalcomunistas, son ejemplos que prueban la existencia del voto nefasto. También lo es el de Le Pen en Francia o el de Trump en Estados Unidos. Salvando las diferencias, el de los catalanes que voten el 21-D a Junts per Catalunya (toda una delicadeza que su líder no le haya puesto Tots per Puigdemont), ERC o la CUP lo será también. Su porcentaje, que se presume alto –quizá alcance o supere la mitad–, nos dará ante todo el índice de gravedad de una sociedad enferma.
Como se ha repetido (se lo leí por primera vez a Rafa Latorre), la novedad de estas elecciones es que quienes voten a los independentistas sabrán esta vez lo que votan: no Jauja, sino la ruina; no la unidad, sino la división; no la paz en el crisol de la patria, sino la confrontación civil; no la épica, sino el ridículo. Serán unos empecinados como los que ha habido siempre en la historia de España, en la que ya apenas quedan ellos: nuestros últimos españolazos. (Las muecas de un Toni Albà solo son comparables a las de Millán Astray).
El voto independentista será malo para Cataluña, y por supuesto también para España. El que opte por él, en consecuencia, lo hará por lo segundo y no por lo primero. Será un voto movido no por el amor a Cataluña (a la que perjudicará), sino por el odio a España (a la que perjudicará también). El odio imponiéndose al amor. Como en los mejores tiempos de nuestra historia nefasta.
* * *
En El Español.
Abundan los ejemplos. Votar al partido nazi alemán en 1933 era votar mal. Votar a Fuerza Nueva en las primeras elecciones de nuestra democracia era votar mal. Votar a Herri Batasuna, con ETA matando, era votar mal. Votar a los partidos independentistas este jueves 21 de diciembre será votar mal. El votante es también a su modo un cliente, pero no siempre lleva razón. Y cuando no la lleva o no va a llevarla hay que decírselo, incluso enérgicamente.
Sé que mis comparaciones han sido algo truculentas; pero más allá de holocaustos, fascismos y crímenes nacionalcomunistas, son ejemplos que prueban la existencia del voto nefasto. También lo es el de Le Pen en Francia o el de Trump en Estados Unidos. Salvando las diferencias, el de los catalanes que voten el 21-D a Junts per Catalunya (toda una delicadeza que su líder no le haya puesto Tots per Puigdemont), ERC o la CUP lo será también. Su porcentaje, que se presume alto –quizá alcance o supere la mitad–, nos dará ante todo el índice de gravedad de una sociedad enferma.
Como se ha repetido (se lo leí por primera vez a Rafa Latorre), la novedad de estas elecciones es que quienes voten a los independentistas sabrán esta vez lo que votan: no Jauja, sino la ruina; no la unidad, sino la división; no la paz en el crisol de la patria, sino la confrontación civil; no la épica, sino el ridículo. Serán unos empecinados como los que ha habido siempre en la historia de España, en la que ya apenas quedan ellos: nuestros últimos españolazos. (Las muecas de un Toni Albà solo son comparables a las de Millán Astray).
El voto independentista será malo para Cataluña, y por supuesto también para España. El que opte por él, en consecuencia, lo hará por lo segundo y no por lo primero. Será un voto movido no por el amor a Cataluña (a la que perjudicará), sino por el odio a España (a la que perjudicará también). El odio imponiéndose al amor. Como en los mejores tiempos de nuestra historia nefasta.
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En El Español.
11.12.17
El truco de Eduardo Mendoza
El escritor Eduardo Mendoza, premio Cervantes 2016, ha publicado una pieza exquisita, de urgencia: Qué está pasando en Cataluña (ed. Seix Barral). Se lee en una hora y es una hora civilizada, sensata, razonable, incluso amena. Sería ideal si no contuviese un truco: la insistencia de Mendoza en que no está con ninguno de “los dos bandos”.
Es un truco porque lo que dice en su libro solo es asumible por uno de los “bandos”: el constitucionalista. El otro, el de los independentistas, ve refutado en él sus argumentos principales. Por eso la formulación de Mendoza resulta cosmética, de autoadorno: no nos dice nada de la realidad, sino de cómo quiere ser percibido el autor.
Yo lo entiendo, naturalmente. El deseo de mantenerse limpio en medio del fango es loable. Casa además con la elegancia del autor y lo que él llama su “temperamento”: su escepticismo de fondo, su consideración de la vida humana como un teatro, su ironía melancólica que intenta no ser patética sino ligera... Estas virtudes hacen que sus libros resulten deliciosos; una delicia con su dosis de amargura, porque no son complacientes.
En la mención de “los dos bandos”, en cambio, sí detecto complacencia. Veo en ello un cierto ventajismo, o un pancismo. Mendoza sería aquí una suerte de pancista delgado... Porque de sus reflexiones (ese intento de comprender llevado por la ansiedad, como dice al final del libro) se deduce que quienes están en lo cierto son los constitucionalistas; pero él ya no se atreve a concluirlo, porque le parecerá feo y él quiere mantenerse guapo.
El libro, como digo, quitando esos momentos, está muy bien. Mendoza resume con claridad la historia político-sociológica de Cataluña, el origen de sus conflictos, su reflejo en el carácter catalán, cómo ha incidido en él la inmigración, de qué modo Barcelona difiere del resto de Cataluña... Su mirada es aguda y compleja, como no podía ser menos en quien le ha dado vida en sus novelas a esa realidad. Ve también que España es una democracia, no el país franquista que dicen los independentistas; y que la independencia no sería mejor para Cataluña sino peor.
El que, pese a ello, hable de “dos bandos” equiparables hace que nos encontremos ante lo de siempre: la apelación a un bando fantasma –el de un nacionalismo español excluyente, recalcitrante– que sería, sí, equiparable al de los independentistas; pero que hoy no existe. Encasquetárselo a los constitucionalistas es una prestidigitación por medio de la cual desaparece una verdad: la de que son los constitucionalistas quienes se hacen cargo de la Cataluña compleja de que habla Mendoza, los que representan el diálogo, la convivencia y la integración.
* * *
En El Español.
Es un truco porque lo que dice en su libro solo es asumible por uno de los “bandos”: el constitucionalista. El otro, el de los independentistas, ve refutado en él sus argumentos principales. Por eso la formulación de Mendoza resulta cosmética, de autoadorno: no nos dice nada de la realidad, sino de cómo quiere ser percibido el autor.
Yo lo entiendo, naturalmente. El deseo de mantenerse limpio en medio del fango es loable. Casa además con la elegancia del autor y lo que él llama su “temperamento”: su escepticismo de fondo, su consideración de la vida humana como un teatro, su ironía melancólica que intenta no ser patética sino ligera... Estas virtudes hacen que sus libros resulten deliciosos; una delicia con su dosis de amargura, porque no son complacientes.
En la mención de “los dos bandos”, en cambio, sí detecto complacencia. Veo en ello un cierto ventajismo, o un pancismo. Mendoza sería aquí una suerte de pancista delgado... Porque de sus reflexiones (ese intento de comprender llevado por la ansiedad, como dice al final del libro) se deduce que quienes están en lo cierto son los constitucionalistas; pero él ya no se atreve a concluirlo, porque le parecerá feo y él quiere mantenerse guapo.
El libro, como digo, quitando esos momentos, está muy bien. Mendoza resume con claridad la historia político-sociológica de Cataluña, el origen de sus conflictos, su reflejo en el carácter catalán, cómo ha incidido en él la inmigración, de qué modo Barcelona difiere del resto de Cataluña... Su mirada es aguda y compleja, como no podía ser menos en quien le ha dado vida en sus novelas a esa realidad. Ve también que España es una democracia, no el país franquista que dicen los independentistas; y que la independencia no sería mejor para Cataluña sino peor.
El que, pese a ello, hable de “dos bandos” equiparables hace que nos encontremos ante lo de siempre: la apelación a un bando fantasma –el de un nacionalismo español excluyente, recalcitrante– que sería, sí, equiparable al de los independentistas; pero que hoy no existe. Encasquetárselo a los constitucionalistas es una prestidigitación por medio de la cual desaparece una verdad: la de que son los constitucionalistas quienes se hacen cargo de la Cataluña compleja de que habla Mendoza, los que representan el diálogo, la convivencia y la integración.
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En El Español.
9.12.17
La magia rusa
(Sobre 'A Moscú sin Kaláshnikov')
Hace tiempo que quería escribir sobre A Moscú sin Kaláshnikov. Una crónica sentimental de la Rusia de Putin envuelta en papel de periódico de Daniel Utrilla (Libros del K.O., 2013), pero no encontraba la ocasión. Ahora la ocasión me la sirve Jot Down, porque el libro puede adquirirse con el trimestral nº 21, especial URSS. Sé que esto queda un tanto promocional, pero merece la pena: A Moscú sin Kaláshnikov es uno de los mejores libros publicados (y escritos) en español en lo que va de siglo. Por lo demás, no es un secreto: ha tenido muchos lectores y reseñas entusiastas; está a punto de salir la cuarta edición. Aquí escribo para los rezagados, y para avivar el fuego.
Aunque no hace falta avivarlo mucho, porque si hay un libro ardiente es este híbrido logradísimo de autobiografía, crónica y ensayo. Lo más admirable es su apasionamiento: cuenta una pasión con pasión, con palabras que son brasas. La pasión es por un país, Rusia. Por eso el autor, que fue corresponsal del diario El Mundo en Moscú y que sigue viviendo en Moscú, lo ha llamado “crónica sentimental”. Mi lectura, en este sentido, no ha dejado de tener su gracia. El país que yo amo como Utrilla ama a Rusia es Brasil. Y Utrilla transmite tan bien su amor que lo he vivido como si fuese el mío. Su intensidad ha calentado (¡incendiado!) las nieves moscovitas como si estuviesen en Ipanema. Lo que me ha llegado con este libro, pues, ha sido una especie de Rusia tropical...
Pero no ha de engañarnos el clima de Rusia: pese al frío, es un país de pasiones, como lo prueba su literatura, su música, su arte en general, el temperamento de su gente y su historia. Lo que hace Utrilla es ser digno de ellas, hasta el extremo de parecer un personaje de novela rusa. Su pasión es intensa y minuciosa. Y extensa: abarca todo ese país continental. El libro tiene mucho de la más rusa de las novelas americanas: Moby Dick. La obsesión de Utrilla es como la del capitán Ahab: Rusia es su ballena blanca. Y del mismo modo que el libro de Melville reproduce en su desmesura a la ballena, el libro de Utrilla reproduce a Rusia. Leer ambos libros vale por un viaje transformador, por una experiencia profunda. No sé, por cierto, si es intencionado, pero la acumulación de citas iniciales de A Moscú sin Kaláshnikov recuerda a la de Moby Dick. Son todas buenas, pero escojo esta de Beigbeder: “Desde que vivo aquí tengo la impresión de haberme encontrado. Es sospechoso: nunca me he deprimido en Moscú”.
Tampoco se deprime uno con A Moscú sin Kaláshnikov: es un libro vibrante, en el que siempre están pasando cosas. Para empezar (y sobre todo) en la página, en su escritura: no hay ni una línea inerte. El sistema de metáforas, de juegos de palabras, de expresiones felices, de asociaciones, de iluminaciones, es prodigioso: y todo va además lanzado, suelto, dinámico. Todo fluye. Su multitud de elementos no se apelmazan. Utrilla es como un cocinero que va sacando cien guisos a un tiempo; o un malabarista haciendo girar cien platillos; o un jugador de cien partidas simultáneas de ajedrez: ruso, por supuesto. Su prosa es un jubiloso exceso dionisiaco, pero con un sabio control apolíneo, porque no se le desmorona. La expresión es portentosa, pero lo que cuenta lo es también: las palabras y las historias van, por lo tanto, a la par, como debe ocurrir en la mejor literatura. Ese goce doble, conjuntado, hace de A Moscú sin Kaláshnikov una obra maestra.
El sistema implícito en el libro me ha recordado la caracterización que hacía Octavio Paz en Los hijos del limo de la analogía: “la visión del universo como un sistema de correspondencias” y “la visión del lenguaje como el doble del universo”. Los puentes que Utrilla tiende continuamente entre las palabras y los conceptos, a una velocidad endiablada, tiene que ver con esto; con las “correspondencias” de Baudelaire y con los “vasos comunicantes” de André Breton. También con las determinaciones de la pasión de Dante y Petrarca: de resonancias universales, cósmicas.
Utrilla presenta su pasión por Rusia como un destino. Hay una necesidad que se establece en un plano entre literario y real (ambos aspectos contaminándose mutuamente). Lo que haya ocurrido en su vida, él lo aquilata en su libro, que es un territorio verbal en que la realidad aparece intensificada e imantada. Lo decisivo es eso: la necesidad. Tiene algo de juego, pero de juego serio: no gratuito. Las asociaciones se producen desde su propio nacimiento. Cuenta Utrilla que a la misma hora en que él nacía, el 16 de octubre de 1976, “los dos tripulantes soviéticos de la fallida misión espacial Soyuz 23 volvían a nacer en medio de un dramático rescate con helicópteros en el lago salino Tengiz, Kazajistán”. Y añade luego: “Quizá en ese momento levitó hasta mis orejas en medio de los arrumacos familiares la palabra cosmonauta, pero yo ya flotaba en mi nuevo universo materno, más ocupado en explorar otras vías lácteas. ¿Estaba mi destino ruso escrito en las estrellas? ¿Acaso en esa esfera de metal de fabricación soviética caída del espacio que quebró la superficie helada del lago Tengiz mientras mi madre rompía aguas?”.
A partir de aquí, Utrilla va desplegando los elementos de su “inexplicable amor por Rusia”. Rastrea las semillas vitales de su rusofilia, que van desde el hecho de que los rusos apareciesen siempre como los malos en las películas a su pasión por las novelas rusas y por el baloncestista Chechu Biriukov. Dice de este: “La estela de aquellos triples imposibles enhebraron mi mirada como con un pespunte de puro preciosismo. Lo ruso entendido como estética. Como algo bello, exótico y difícil. Rusia se me metió antes en el ojo que en la razón”. Contra la tendencia a ver lo ruso como algo turbio, la visión de Utrilla es luminosa: “Los periodistas occidentales siempre han mirado a Rusia instalados en el lado oscuro. Yo no. Yo siempre la he visto bajo otra luz, fuera de la zona oscura. Más allá de la línea de tres puntos. Intentando lo imposible. Saltando más que los demás”. Una actitud entre quijotesca y romántica, de amor por el desfavorecido o vilipendiado, por el maldito.
Lo bueno es que, tal como explicaba Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, lo pasional no es aquello que impide el conocimiento, sino lo contrario: aquello que lo funda. A partir del interés pasional, el sujeto se entrega al conocimiento del objeto de su pasión. A Moscú sin Kaláshnikov es también un despliegue de conocimiento sobre Rusia: sobre su historia, sobre su política, sobre su literatura, sobre sus gentes, sobre el “alma rusa”. Utrilla comprende y hace comprender. No esconde el lado negativo, pero su inclinación hace que destaque el positivo. Es decididamente partidario de Rusia, por lo que su libro suscita ante todo simpatía por lo que podríamos denominar “la magia rusa”. La Rusia de Utrilla es un país literalmente encantador.
Hay otras dos pasiones en el libro, aunque confluyen en la pasión rusa: la pasión por la literatura –por la escritura– y la pasión por el Real Madrid. Sobre esta última, ya se ha mencionado a Biriukov (“la primera palabra rusa que me marcó de verdad”), pero lo primero es el fútbol. Su pasión madridista –gobernada por “el espíritu de Juanito”– es tan absorbente que, pese a las continuas asociaciones con la rusa, parece tener entidad propia, hasta el extremo de que podría amenazar a la otra. Pero Utrilla resuelve brillantemente esta dualidad cuando descubre que “el escudo del Real Madrid es el mapa de Moscú”: un momento apoteósico del libro. Toda pasión auténtica es pasión única.
La literaria también: es una pasión en sí misma y un instrumento de (y para) las otras pasiones. Entre los autores en lengua española reconoce como maestros a Julio Camba, García Márquez y el Sánchez Ferlosio de Alfanhuí. Y entre los rusos, por encima de todos, a Nabókov y Tolstói. El libro culmina con la peregrinación de Utrilla a Yásnaia Poliana, la finca del segundo. Al comienzo estuvo el magisterio de su profesor de redacción periodística José Julio Perlado, al que el autor rinde un emocionante homenaje a la vez que da cuenta de sus enseñanzas: un cursillo acelerado de escritura para el lector.
El acceso de Utrilla a la Rusia real se produce por medio del periodismo. Esta crónica “envuelta en papel de periódico” es, en otra de sus capas, la de un corresponsal de los de antes, justo en el periodo en que el viejo oficio se desmorona con la irrupción de la era digital: momento nuevo que Utrilla respeta pero que considera ya “otra cosa” que no es la suya. “¿Es posible la prosa con prisa?”, se pregunta. Tras once años de corresponsalía en Moscú, abandonó el periodismo pero no Moscú, no Rusia: se quedó allí. Este libro lo escribió justo después: sus memorias de corresponsal llevan un halo elegíaco porque hablan de algo que ha desaparecido. Mas no por ello dejan de ser trepidantes. Por ese trabajo suyo sin horarios, en el que, según Utrilla, se fichaba al sellar el pasaporte y cuya oficina era toda Rusia, conoce historias y personajes de lo más variopintos, de los que en el libro se ofrece un buen muestrario: aparecen, entre otros, el embalsamador de Lenin, un cosmonauta al que la desintegración de la Unión Soviética pilló en el espacio, un hombre que dedica su vida a buscar el Yeti, el guardián del pene embalsamado de Rasputin o los miembros de una secta rusa que rinde culto al dictador Franco...
Entre las asociaciones de Utrilla están también, por supuesto, las que establece entre Rusia y España. Me he acordado de esas semejanzas que encontraba Cioran, como en De lágrimas y de santos: “Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno”. O esto sobre nuestro país que valdría igualmente (si aceptamos la formulación truculenta) para Rusia: “El mérito de España ha consistido no solo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre”. Las prácticas periodísticas las hizo Utrilla en el Diario de Soria, ciudad en la que no solo conoció al amigo ruso que le “abrió las puertas de Moscú”, sino que “si a Soria le cambiamos la r por la S resulta Rosia, que es precisamente como suena Rusia en ruso: Rossía”. En Soria además se rodó parte de Doctor Zhivago, película en la que el Moncayo hacía de los Urales, y que cuando la madre de Utrilla la veía (“la madre Rosa”) decía: “Hay que ver cuánto han sufrido los rusos”...
Hay muchas cosas más, pero solo queda espacio para mencionar dos importantísimas: el vodka (las “emvodkadas”) y, por supuesto, las mujeres rusas, ante cuya belleza Utrilla se autorretrata humorísticamente como un Alfredo Landa. Sus historias de amor y desamor son de lo mejor de este libro tan bueno. Antonio García Maldonado, que hizo una excelente reseña de A Moscú sin Kaláshnikov, resaltó estas líneas maravillosas: “La nariz lapona de Natasha, ligeramente redondeada en la punta, sus ojillos escurriéndose hacia las sienes como gotas de agua en ventanilla de Boeing de Aeroflot, y sus labios insinuantes y rojos como el botón nuclear, encajaban en la imagen de rusa que arrastraba desde la infancia”. Métanse en este libro, si aún no se han metido, y vivan su magia.
* * *
En Jot Down.
Hace tiempo que quería escribir sobre A Moscú sin Kaláshnikov. Una crónica sentimental de la Rusia de Putin envuelta en papel de periódico de Daniel Utrilla (Libros del K.O., 2013), pero no encontraba la ocasión. Ahora la ocasión me la sirve Jot Down, porque el libro puede adquirirse con el trimestral nº 21, especial URSS. Sé que esto queda un tanto promocional, pero merece la pena: A Moscú sin Kaláshnikov es uno de los mejores libros publicados (y escritos) en español en lo que va de siglo. Por lo demás, no es un secreto: ha tenido muchos lectores y reseñas entusiastas; está a punto de salir la cuarta edición. Aquí escribo para los rezagados, y para avivar el fuego.
Aunque no hace falta avivarlo mucho, porque si hay un libro ardiente es este híbrido logradísimo de autobiografía, crónica y ensayo. Lo más admirable es su apasionamiento: cuenta una pasión con pasión, con palabras que son brasas. La pasión es por un país, Rusia. Por eso el autor, que fue corresponsal del diario El Mundo en Moscú y que sigue viviendo en Moscú, lo ha llamado “crónica sentimental”. Mi lectura, en este sentido, no ha dejado de tener su gracia. El país que yo amo como Utrilla ama a Rusia es Brasil. Y Utrilla transmite tan bien su amor que lo he vivido como si fuese el mío. Su intensidad ha calentado (¡incendiado!) las nieves moscovitas como si estuviesen en Ipanema. Lo que me ha llegado con este libro, pues, ha sido una especie de Rusia tropical...
Pero no ha de engañarnos el clima de Rusia: pese al frío, es un país de pasiones, como lo prueba su literatura, su música, su arte en general, el temperamento de su gente y su historia. Lo que hace Utrilla es ser digno de ellas, hasta el extremo de parecer un personaje de novela rusa. Su pasión es intensa y minuciosa. Y extensa: abarca todo ese país continental. El libro tiene mucho de la más rusa de las novelas americanas: Moby Dick. La obsesión de Utrilla es como la del capitán Ahab: Rusia es su ballena blanca. Y del mismo modo que el libro de Melville reproduce en su desmesura a la ballena, el libro de Utrilla reproduce a Rusia. Leer ambos libros vale por un viaje transformador, por una experiencia profunda. No sé, por cierto, si es intencionado, pero la acumulación de citas iniciales de A Moscú sin Kaláshnikov recuerda a la de Moby Dick. Son todas buenas, pero escojo esta de Beigbeder: “Desde que vivo aquí tengo la impresión de haberme encontrado. Es sospechoso: nunca me he deprimido en Moscú”.
Tampoco se deprime uno con A Moscú sin Kaláshnikov: es un libro vibrante, en el que siempre están pasando cosas. Para empezar (y sobre todo) en la página, en su escritura: no hay ni una línea inerte. El sistema de metáforas, de juegos de palabras, de expresiones felices, de asociaciones, de iluminaciones, es prodigioso: y todo va además lanzado, suelto, dinámico. Todo fluye. Su multitud de elementos no se apelmazan. Utrilla es como un cocinero que va sacando cien guisos a un tiempo; o un malabarista haciendo girar cien platillos; o un jugador de cien partidas simultáneas de ajedrez: ruso, por supuesto. Su prosa es un jubiloso exceso dionisiaco, pero con un sabio control apolíneo, porque no se le desmorona. La expresión es portentosa, pero lo que cuenta lo es también: las palabras y las historias van, por lo tanto, a la par, como debe ocurrir en la mejor literatura. Ese goce doble, conjuntado, hace de A Moscú sin Kaláshnikov una obra maestra.
El sistema implícito en el libro me ha recordado la caracterización que hacía Octavio Paz en Los hijos del limo de la analogía: “la visión del universo como un sistema de correspondencias” y “la visión del lenguaje como el doble del universo”. Los puentes que Utrilla tiende continuamente entre las palabras y los conceptos, a una velocidad endiablada, tiene que ver con esto; con las “correspondencias” de Baudelaire y con los “vasos comunicantes” de André Breton. También con las determinaciones de la pasión de Dante y Petrarca: de resonancias universales, cósmicas.
Utrilla presenta su pasión por Rusia como un destino. Hay una necesidad que se establece en un plano entre literario y real (ambos aspectos contaminándose mutuamente). Lo que haya ocurrido en su vida, él lo aquilata en su libro, que es un territorio verbal en que la realidad aparece intensificada e imantada. Lo decisivo es eso: la necesidad. Tiene algo de juego, pero de juego serio: no gratuito. Las asociaciones se producen desde su propio nacimiento. Cuenta Utrilla que a la misma hora en que él nacía, el 16 de octubre de 1976, “los dos tripulantes soviéticos de la fallida misión espacial Soyuz 23 volvían a nacer en medio de un dramático rescate con helicópteros en el lago salino Tengiz, Kazajistán”. Y añade luego: “Quizá en ese momento levitó hasta mis orejas en medio de los arrumacos familiares la palabra cosmonauta, pero yo ya flotaba en mi nuevo universo materno, más ocupado en explorar otras vías lácteas. ¿Estaba mi destino ruso escrito en las estrellas? ¿Acaso en esa esfera de metal de fabricación soviética caída del espacio que quebró la superficie helada del lago Tengiz mientras mi madre rompía aguas?”.
A partir de aquí, Utrilla va desplegando los elementos de su “inexplicable amor por Rusia”. Rastrea las semillas vitales de su rusofilia, que van desde el hecho de que los rusos apareciesen siempre como los malos en las películas a su pasión por las novelas rusas y por el baloncestista Chechu Biriukov. Dice de este: “La estela de aquellos triples imposibles enhebraron mi mirada como con un pespunte de puro preciosismo. Lo ruso entendido como estética. Como algo bello, exótico y difícil. Rusia se me metió antes en el ojo que en la razón”. Contra la tendencia a ver lo ruso como algo turbio, la visión de Utrilla es luminosa: “Los periodistas occidentales siempre han mirado a Rusia instalados en el lado oscuro. Yo no. Yo siempre la he visto bajo otra luz, fuera de la zona oscura. Más allá de la línea de tres puntos. Intentando lo imposible. Saltando más que los demás”. Una actitud entre quijotesca y romántica, de amor por el desfavorecido o vilipendiado, por el maldito.
Lo bueno es que, tal como explicaba Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, lo pasional no es aquello que impide el conocimiento, sino lo contrario: aquello que lo funda. A partir del interés pasional, el sujeto se entrega al conocimiento del objeto de su pasión. A Moscú sin Kaláshnikov es también un despliegue de conocimiento sobre Rusia: sobre su historia, sobre su política, sobre su literatura, sobre sus gentes, sobre el “alma rusa”. Utrilla comprende y hace comprender. No esconde el lado negativo, pero su inclinación hace que destaque el positivo. Es decididamente partidario de Rusia, por lo que su libro suscita ante todo simpatía por lo que podríamos denominar “la magia rusa”. La Rusia de Utrilla es un país literalmente encantador.
Hay otras dos pasiones en el libro, aunque confluyen en la pasión rusa: la pasión por la literatura –por la escritura– y la pasión por el Real Madrid. Sobre esta última, ya se ha mencionado a Biriukov (“la primera palabra rusa que me marcó de verdad”), pero lo primero es el fútbol. Su pasión madridista –gobernada por “el espíritu de Juanito”– es tan absorbente que, pese a las continuas asociaciones con la rusa, parece tener entidad propia, hasta el extremo de que podría amenazar a la otra. Pero Utrilla resuelve brillantemente esta dualidad cuando descubre que “el escudo del Real Madrid es el mapa de Moscú”: un momento apoteósico del libro. Toda pasión auténtica es pasión única.
La literaria también: es una pasión en sí misma y un instrumento de (y para) las otras pasiones. Entre los autores en lengua española reconoce como maestros a Julio Camba, García Márquez y el Sánchez Ferlosio de Alfanhuí. Y entre los rusos, por encima de todos, a Nabókov y Tolstói. El libro culmina con la peregrinación de Utrilla a Yásnaia Poliana, la finca del segundo. Al comienzo estuvo el magisterio de su profesor de redacción periodística José Julio Perlado, al que el autor rinde un emocionante homenaje a la vez que da cuenta de sus enseñanzas: un cursillo acelerado de escritura para el lector.
El acceso de Utrilla a la Rusia real se produce por medio del periodismo. Esta crónica “envuelta en papel de periódico” es, en otra de sus capas, la de un corresponsal de los de antes, justo en el periodo en que el viejo oficio se desmorona con la irrupción de la era digital: momento nuevo que Utrilla respeta pero que considera ya “otra cosa” que no es la suya. “¿Es posible la prosa con prisa?”, se pregunta. Tras once años de corresponsalía en Moscú, abandonó el periodismo pero no Moscú, no Rusia: se quedó allí. Este libro lo escribió justo después: sus memorias de corresponsal llevan un halo elegíaco porque hablan de algo que ha desaparecido. Mas no por ello dejan de ser trepidantes. Por ese trabajo suyo sin horarios, en el que, según Utrilla, se fichaba al sellar el pasaporte y cuya oficina era toda Rusia, conoce historias y personajes de lo más variopintos, de los que en el libro se ofrece un buen muestrario: aparecen, entre otros, el embalsamador de Lenin, un cosmonauta al que la desintegración de la Unión Soviética pilló en el espacio, un hombre que dedica su vida a buscar el Yeti, el guardián del pene embalsamado de Rasputin o los miembros de una secta rusa que rinde culto al dictador Franco...
Entre las asociaciones de Utrilla están también, por supuesto, las que establece entre Rusia y España. Me he acordado de esas semejanzas que encontraba Cioran, como en De lágrimas y de santos: “Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno”. O esto sobre nuestro país que valdría igualmente (si aceptamos la formulación truculenta) para Rusia: “El mérito de España ha consistido no solo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre”. Las prácticas periodísticas las hizo Utrilla en el Diario de Soria, ciudad en la que no solo conoció al amigo ruso que le “abrió las puertas de Moscú”, sino que “si a Soria le cambiamos la r por la S resulta Rosia, que es precisamente como suena Rusia en ruso: Rossía”. En Soria además se rodó parte de Doctor Zhivago, película en la que el Moncayo hacía de los Urales, y que cuando la madre de Utrilla la veía (“la madre Rosa”) decía: “Hay que ver cuánto han sufrido los rusos”...
Hay muchas cosas más, pero solo queda espacio para mencionar dos importantísimas: el vodka (las “emvodkadas”) y, por supuesto, las mujeres rusas, ante cuya belleza Utrilla se autorretrata humorísticamente como un Alfredo Landa. Sus historias de amor y desamor son de lo mejor de este libro tan bueno. Antonio García Maldonado, que hizo una excelente reseña de A Moscú sin Kaláshnikov, resaltó estas líneas maravillosas: “La nariz lapona de Natasha, ligeramente redondeada en la punta, sus ojillos escurriéndose hacia las sienes como gotas de agua en ventanilla de Boeing de Aeroflot, y sus labios insinuantes y rojos como el botón nuclear, encajaban en la imagen de rusa que arrastraba desde la infancia”. Métanse en este libro, si aún no se han metido, y vivan su magia.
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En Jot Down.
4.12.17
Aquel 4-D
“Albergo más recuerdos que si tuviera siglos”, escribió Baudelaire en Las flores del mal. Yo albergo los recuerdos de mi medio siglo, pero son suficientes. Con el periodismo me he echado amigos treintañeros, que van dando cuenta de su aproximación y llegada a los cuarenta. Su melancolía, aguda para ellos, me deja a mí en un no-lugar. Les angustia cumplir los años que yo cumplí hace diez años. Aunque mi melancolía debería ser mayor, tiendo a consolarles...
Hoy se cumple otro aniversario cuarentón del que tengo ya el recuerdo. El 4 de diciembre de 1977 fue la manifestación en Málaga en que mataron al joven Caparrós. Este apellido, que yo conocí entonces, se quedó asociado a la muerte y flotó sobre otros que lo llevaron, como un estrepitoso presentador de televisión y su hijo (ahora estrepitosamente peleados). A aquel chico lo llamábamos José Manuel García Caparrós, y así figura en la placa que lo recuerda en el lugar en que le disparó un policía. Pero la placa está equivocada: no fue en ese lugar y el nombre era Manuel José. Otro malagueño de mi edad, Teodoro León Gross, lo ha contado en El País, donde relata las conclusiones del libro Las muertes de García Caparrós y la peripecia de su autora, Rosa Burgos, por conocer la verdad en contra –esta vez sí– del aparato del Estado.
Aquella mañana yo tenía once años y era consciente de la importancia de la manifestación que se iba a celebrar, porque hice con ella lo máximo que puede hacer un niño: convertirla en juego. Mi vecino de enfrente y yo montamos otra manifestación con nuestros clicks, que portaban banderas andaluzas y pancartas en favor de la autonomía que habíamos recortado en papelitos. Para darle ambientación, teníamos la radio puesta. Todo parecía festivo, pero en algún momento se empezó a hablar de disturbios. No sé si fue entonces cuando se anunció que habían matado a un chaval, o un chavea, como se decía en Málaga.
La frase “lo ha matado un policía” formó una imagen en mi cabeza: la de un policía armada –un gris de los del franquismo aún– disparándole a bocajarro. Me pasó lo mismo cuando, a principios de ese 1977, tuvo lugar la matanza de Atocha. Me acuerdo de que estaba viendo el Telediario, esperando sin duda el siguiente programa, cuando dieron la noticia: unos ultraderechistas habían irrumpido en el piso de unos abogados laboralistas y los habían matado. Sin yo darme cuenta, se formó en mi cabeza la imagen de que entraban en nuestro propio piso y nos disparaban, tal como nos hallábamos en ese momento ante el televisor.
A propósito de Caparrós pasó algo en el colegio que, tiempo después, me pareció un buen ejemplo de jesuitismo: de cómo los jesuitas astutamente aprovechan. Nuestra enseñanza no era religiosa. Casi todos los profesores eran laicos y en general progresistas (sobre todo el de Historia, magnífico: futuro concejal del PSA). Pero de vez en cuando el fundador, el padre Mondéjar, un jesuita, nos convocaba para darnos una charla. Su estilo era efectista, un poco histriónico; bondadoso en el fondo, aunque imponía. Por aquellos días nos dijo: “¿Sabéis qué fue lo primero que encontraron cuando abrieron la cartera del chico ese al que mataron?”. Hizo una pausa para crear suspense y añadió, con aire de triunfo: “Una estampita de la Virgen”.
Caparrós era de CC.OO., pero la Iglesia también hizo –en mi colegio al menos– por apropiarse del mártir.
* * *
En El Español.
Hoy se cumple otro aniversario cuarentón del que tengo ya el recuerdo. El 4 de diciembre de 1977 fue la manifestación en Málaga en que mataron al joven Caparrós. Este apellido, que yo conocí entonces, se quedó asociado a la muerte y flotó sobre otros que lo llevaron, como un estrepitoso presentador de televisión y su hijo (ahora estrepitosamente peleados). A aquel chico lo llamábamos José Manuel García Caparrós, y así figura en la placa que lo recuerda en el lugar en que le disparó un policía. Pero la placa está equivocada: no fue en ese lugar y el nombre era Manuel José. Otro malagueño de mi edad, Teodoro León Gross, lo ha contado en El País, donde relata las conclusiones del libro Las muertes de García Caparrós y la peripecia de su autora, Rosa Burgos, por conocer la verdad en contra –esta vez sí– del aparato del Estado.
Aquella mañana yo tenía once años y era consciente de la importancia de la manifestación que se iba a celebrar, porque hice con ella lo máximo que puede hacer un niño: convertirla en juego. Mi vecino de enfrente y yo montamos otra manifestación con nuestros clicks, que portaban banderas andaluzas y pancartas en favor de la autonomía que habíamos recortado en papelitos. Para darle ambientación, teníamos la radio puesta. Todo parecía festivo, pero en algún momento se empezó a hablar de disturbios. No sé si fue entonces cuando se anunció que habían matado a un chaval, o un chavea, como se decía en Málaga.
La frase “lo ha matado un policía” formó una imagen en mi cabeza: la de un policía armada –un gris de los del franquismo aún– disparándole a bocajarro. Me pasó lo mismo cuando, a principios de ese 1977, tuvo lugar la matanza de Atocha. Me acuerdo de que estaba viendo el Telediario, esperando sin duda el siguiente programa, cuando dieron la noticia: unos ultraderechistas habían irrumpido en el piso de unos abogados laboralistas y los habían matado. Sin yo darme cuenta, se formó en mi cabeza la imagen de que entraban en nuestro propio piso y nos disparaban, tal como nos hallábamos en ese momento ante el televisor.
A propósito de Caparrós pasó algo en el colegio que, tiempo después, me pareció un buen ejemplo de jesuitismo: de cómo los jesuitas astutamente aprovechan. Nuestra enseñanza no era religiosa. Casi todos los profesores eran laicos y en general progresistas (sobre todo el de Historia, magnífico: futuro concejal del PSA). Pero de vez en cuando el fundador, el padre Mondéjar, un jesuita, nos convocaba para darnos una charla. Su estilo era efectista, un poco histriónico; bondadoso en el fondo, aunque imponía. Por aquellos días nos dijo: “¿Sabéis qué fue lo primero que encontraron cuando abrieron la cartera del chico ese al que mataron?”. Hizo una pausa para crear suspense y añadió, con aire de triunfo: “Una estampita de la Virgen”.
Caparrós era de CC.OO., pero la Iglesia también hizo –en mi colegio al menos– por apropiarse del mártir.
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En El Español.
30.11.17
El álbum de Tsevan Rabtan
¡Qué libro más bonito es el Atlas del bien y del mal de Tsevan Rabtan (ed. geoPlaneta)! Perfecto para regalo, incluso a uno mismo. De pronto, un primor. Con todo en grado de excelencia: el texto de Tsevan Rabtan, las ilustraciones de Alejandra Acosta, el prólogo de Manuel Jabois y hasta el formato, con el tamaño de aquellos álbumes de la biblioteca que yo leía de niño y adolescente.
Y este ha sido para mí el primer efecto de su lectura: me he visto como entonces, metido en junglas y desiertos, en ejércitos, en expediciones, en matanzas, ante crueldades, bellaquerías, venganzas, ambiciones e inesperados gestos de desprendimiento y generosidad. Jabois consigna bien en el prólogo el empeño del autor: “A través de la Historia cuenta una particular novela de aventuras con el agravante de lo real”. Y acuña una fórmula brillante: se trata de “un thriller con pudor”. En efecto: el estilo es escueto pero parsimonioso, con una higiénica contención ante el exceso de lo que cuenta. Se diría que, ya que no en el contenido, aberrante y desquiciado en muchos casos, la razón está en la prosa. Una razón con encanto: punteada de ironías.
Tsevan Rabtan ofrece la clave de su interés: “Siempre me han llamado la atención las anomalías históricas, los monstruos en el mundo convulso de las naciones, casi siempre nacidos violenta y caóticamente por la confluencia del azar, la aventura y el comercio”. Yo encuentro una coherencia estricta entre esto y su pasión por la ley, de la que el abogado Tsevan Rabtan es su mayor defensor. La ley, al cabo, intenta contener, ordenar un poco esa realidad que sin ella sería –justamente– más monstruosa, caótica y violenta.
Pero vuelvo a lo que he experimentado durante mi lectura. Ha sido ciertamente mágico recuperar las viejas sensaciones, porque yo (¡demasiado adulto ya!) abandoné aquellos libros. Pero lo mejor es que no he tenido que dejar de sentirme adulto para disfrutar del Atlas del bien y del mal, que con su sabiduría tiende puentes entre la adolescencia y la madurez.
En este mapa de las miserias y grandezas del ser humano por los cinco continentes, en treinta y una historias, he hallado –con la inevitable exageración de los casos tremebundos– lo que he venido aprendiendo de la vida, de lo real. Tsevan Rabtan se centra exclusivamente en las historias, sin moraleja; pero con su inteligencia logra que se desprenda una lección. La que yo he recibido tiene el eco nietzscheano del título.
* * *
En The Objective.
Y este ha sido para mí el primer efecto de su lectura: me he visto como entonces, metido en junglas y desiertos, en ejércitos, en expediciones, en matanzas, ante crueldades, bellaquerías, venganzas, ambiciones e inesperados gestos de desprendimiento y generosidad. Jabois consigna bien en el prólogo el empeño del autor: “A través de la Historia cuenta una particular novela de aventuras con el agravante de lo real”. Y acuña una fórmula brillante: se trata de “un thriller con pudor”. En efecto: el estilo es escueto pero parsimonioso, con una higiénica contención ante el exceso de lo que cuenta. Se diría que, ya que no en el contenido, aberrante y desquiciado en muchos casos, la razón está en la prosa. Una razón con encanto: punteada de ironías.
Tsevan Rabtan ofrece la clave de su interés: “Siempre me han llamado la atención las anomalías históricas, los monstruos en el mundo convulso de las naciones, casi siempre nacidos violenta y caóticamente por la confluencia del azar, la aventura y el comercio”. Yo encuentro una coherencia estricta entre esto y su pasión por la ley, de la que el abogado Tsevan Rabtan es su mayor defensor. La ley, al cabo, intenta contener, ordenar un poco esa realidad que sin ella sería –justamente– más monstruosa, caótica y violenta.
Pero vuelvo a lo que he experimentado durante mi lectura. Ha sido ciertamente mágico recuperar las viejas sensaciones, porque yo (¡demasiado adulto ya!) abandoné aquellos libros. Pero lo mejor es que no he tenido que dejar de sentirme adulto para disfrutar del Atlas del bien y del mal, que con su sabiduría tiende puentes entre la adolescencia y la madurez.
En este mapa de las miserias y grandezas del ser humano por los cinco continentes, en treinta y una historias, he hallado –con la inevitable exageración de los casos tremebundos– lo que he venido aprendiendo de la vida, de lo real. Tsevan Rabtan se centra exclusivamente en las historias, sin moraleja; pero con su inteligencia logra que se desprenda una lección. La que yo he recibido tiene el eco nietzscheano del título.
* * *
En The Objective.
27.11.17
Savater en forma
Me he pegado un lingotazo de briosa claridad con el nuevo libro de Fernando Savater, Contra el separatismo (ed. Ariel), que recoge un panfleto breve con ese título y varios de sus artículos del último año. Aunque se mantiene en su tristeza y en su duelo (lo apunta dos veces), el maestro está en forma: por fortuna, la cabeza va por otro carril. La cabeza y el coraje cívico. Así, sigue siendo para nosotros ese “contemporáneo esencial” que él reconoció en otros intelectuales.
Me regocija que mientras los Argulloles callan y los Cotarelos no paran de decir mamarrachadas, dos variedades del narcisismo, Savater siga en su línea lúcida: atacado en cada momento por quienes es un honor ser atacado. Y siempre con gracia, siempre con chispa. Cuando le preguntan insiste en que su mundo se le ha muerto, pero él sigue vivo. Dan ganas de agradecerle al procés que le haya servido de estimulante...
Una cosa bonita es cómo Savater nos descoloca a los que somos más savateristas que Savater. Sus admiradores (¡que a veces parecemos catecúmenos!) repetimos desde hace años una frase que dijo en su día: “No hay nacionalismos buenos y malos, sino graves o leves”. Ahora excusa un cierto tipo de nacionalismo, el “leve”, para centrar su artillería en el separatismo: lo verdaderamente malo es el intento de desgajar el país, es decir, de quebrantar la ley y la ciudadanía de todos.
Lo llamativo del texto que se presenta como panfleto es que, en realidad, no es tan violento como el género exigiría. Lo panfletario aquí es que se anda sin remilgos, sin pamplinas; algo que destaca mucho en este tiempo de turbiedades, especialmente entre sus colegas, que cuando la realidad se ha puesto endiablada han aguzado su instinto cobardón y ventajista de marear la perdiz. Tales ejercicios de distracción son imperdonables, porque lo que está en juego es diáfano: “La ciudadanía democrática moderna no la da el terruño en que se vive, ni los apellidos de raigambre local, ni la apelación a leyendas ancestrales que sustituyen a la historia efectiva con sus fantasías, sino la aceptación de una ley común establecida por todos los ciudadanos constituidos como cuerpo político abstracto, que establece una base de derechos y deberes iguales a partir de la cual cada uno puede buscar su propio perfil de identidad”.
Al final da siete razones por las que el separatismo “es un achaque político que hay que evitar y combatir”: es antidemocrático, es retrógrado, es antisocial, es dañino para la economía, es desestabilizador, crea amargura y frustración, y crea un peligroso precedente.
No me resisto a citar este chistecillo de uno de los artículos que se añaden, inédito hasta ahora en España porque se publicó en México: “Si les gusta a ustedes la comedia española del Siglo de Oro, deben ir en Madrid al teatro de Bellas Artes, donde se representa una pieza de Cervantes titulada El rufián dichoso. Pero si prefieren el esperpento más desabrido, procuren asistir a las Cortes, donde actúa en sesiones de mañana y tarde el dichoso Rufián”. Por estas maldades Savater es tan bueno para el lector.
* * *
En El Español.
Me regocija que mientras los Argulloles callan y los Cotarelos no paran de decir mamarrachadas, dos variedades del narcisismo, Savater siga en su línea lúcida: atacado en cada momento por quienes es un honor ser atacado. Y siempre con gracia, siempre con chispa. Cuando le preguntan insiste en que su mundo se le ha muerto, pero él sigue vivo. Dan ganas de agradecerle al procés que le haya servido de estimulante...
Una cosa bonita es cómo Savater nos descoloca a los que somos más savateristas que Savater. Sus admiradores (¡que a veces parecemos catecúmenos!) repetimos desde hace años una frase que dijo en su día: “No hay nacionalismos buenos y malos, sino graves o leves”. Ahora excusa un cierto tipo de nacionalismo, el “leve”, para centrar su artillería en el separatismo: lo verdaderamente malo es el intento de desgajar el país, es decir, de quebrantar la ley y la ciudadanía de todos.
Lo llamativo del texto que se presenta como panfleto es que, en realidad, no es tan violento como el género exigiría. Lo panfletario aquí es que se anda sin remilgos, sin pamplinas; algo que destaca mucho en este tiempo de turbiedades, especialmente entre sus colegas, que cuando la realidad se ha puesto endiablada han aguzado su instinto cobardón y ventajista de marear la perdiz. Tales ejercicios de distracción son imperdonables, porque lo que está en juego es diáfano: “La ciudadanía democrática moderna no la da el terruño en que se vive, ni los apellidos de raigambre local, ni la apelación a leyendas ancestrales que sustituyen a la historia efectiva con sus fantasías, sino la aceptación de una ley común establecida por todos los ciudadanos constituidos como cuerpo político abstracto, que establece una base de derechos y deberes iguales a partir de la cual cada uno puede buscar su propio perfil de identidad”.
Al final da siete razones por las que el separatismo “es un achaque político que hay que evitar y combatir”: es antidemocrático, es retrógrado, es antisocial, es dañino para la economía, es desestabilizador, crea amargura y frustración, y crea un peligroso precedente.
No me resisto a citar este chistecillo de uno de los artículos que se añaden, inédito hasta ahora en España porque se publicó en México: “Si les gusta a ustedes la comedia española del Siglo de Oro, deben ir en Madrid al teatro de Bellas Artes, donde se representa una pieza de Cervantes titulada El rufián dichoso. Pero si prefieren el esperpento más desabrido, procuren asistir a las Cortes, donde actúa en sesiones de mañana y tarde el dichoso Rufián”. Por estas maldades Savater es tan bueno para el lector.
* * *
En El Español.
20.11.17
Franco y los niños
Franco era un personaje más de la tele, y de los más aburridos. Más aburrido todavía que los presentadores del Telediario. Nuestros personajes, los de los niños nacidos en la década de 1960, eran Locomotoro, Valentina, el Capitán Tan, Rin Tin Tin, Pipi Calzaslargas, Heidi... Franco ni siquiera estaba entre los malos, que eran los hermanos Malasombra, la madrastra de Blancanieves, el perro Patán o don Cicuta. O un malo que apareció una noche y que fue el primero del que tuve miedo de verdad (aunque ni siquiera era malo): King-Kong. Franco estaba en esa franja seria y rara de los adultos, la del Telediario, que los mayores llamaban “el parte”. O en el No-Do, cuando íbamos al cine de verano o el domingo al matinal.
Aunque los niños teníamos una relación entrañable con el dictador (al que, como es normal, no llamábamos así entonces): su cara era la que estaba en las pesetas y en los duros. Nuestra relación con Franco era la de correr al quiosco a cambiarlo cuanto antes por chupachúps, palotes, poloflanes, helados, pipas, kikos, chicles Bazooka o Cosmos, sobres de soldaditos, vaqueros, indios, aviones, tanques, bolas o trompos o paracaidistas según la temporada, o cromos de futbolistas, animales, automóviles, países exóticos y personajes de la televisión entre los que nunca estaba Franco. Solo te daban un Franco por otro Franco si comprabas sellos, pero los niños jamás comprábamos sellos.
Mis padres no eran franquistas, pero se casaron un 18 de julio; lo que celebraban ese día era que fuese festivo, y la paga extraordinaria: también ellos cambiaban a Franco por algo lúdico. Vine al mundo en Carlos Haya, un hospital de Málaga que había inaugurado Franco diez años antes. Según el Abc del día siguiente (1-V-1956), las calles “estaban invadidas de público, que, a la llegada del Jefe del Estado, prorrumpieron en aclamaciones y vítores. El Generalísimo, sonriente y satisfecho, correspondía desde su coche a esta adhesión de los malagueños con cariñosos saludos”. Mi padre estaba entre esa multitud porque los señoritos de la finca en que trabajaba le habían dado unos duros para que acudiese.
Cerca de mi barriada, al lado del campo de fútbol de La Rosaleda, estaba la llamada “Escuela de Franco”, de formación profesional. Ahora me resulta curioso que nunca interpretase la expresión, infantilmente, como la escuela en la que estudió Franco de niño. Y es que ni se nos pasaba por la cabeza que Franco hubiese sido niño: era solo el viejecillo de la tele. La única extrañeza, en cuanto a sus edades, era que en las monedas parecía más joven.
En algún momento se empezó a hablar de la enfermedad de Franco. Me llamaba la atención el contraste entre el tono grave de los presentadores del Telediario y los comentarios de mi entorno, que tendían a ser jocosos. Dentro y fuera de mi familia, había una avalancha de chistes sobre Franco. Aunque, por indicios que he interpretado retrospectivamente, existía también preocupación. La mañana del jueves 20 de noviembre mi madre me llevaba al colegio cuando nos cruzamos con otra madre que volvía con su hijo: “Que no hay clase, que Franco se ha muerto esta noche”. He vuelto a ver tantas veces el vídeo de Arias Navarro diciendo lloroso “españoles, Franco ha muerto” que no sé qué me pareció de niño. Lo que recuerdo es la música militar en la tele, imágenes de desfiles, documentales sobre Franco. Creo que fue la primera vez que me fijé en Franco como soldado. Y me pareció, naturalmente, poco marcial.
Cuando volvimos al colegio unos días después, el profesor nos mandó hacer una redacción sobre Franco. De lo que puse solo me acuerdo de una cosa, con esa retórica que los niños utilizan porque piensan que es lo que hay que decir: que Franco era “muy bueno”. No creo que el profesor fuese franquista. Lo que querría, he pensado luego muchas veces, sería hacerse con un documento sociológico, o histórico-sociológico, de primer orden: las redacciones de treinta o cuarenta niños de nueve años sobre el dictador que acababa de morir.
En la clase habían puesto además dos carteles: uno con el “Último mensaje de Francisco Franco” y otro con el “Primer mensaje del Rey”. Lo gracioso es que la pared en la que estaban se convirtió en zona de castigo: la pena de ponerse de cara a la pared pasó a ser la pena de ponerse de cara a los mensajes y leerlos. Me recuerdo leyéndolos con el tedio con el que cumplíamos los castigos. No me animaba la sensación de que eran algo “histórico”.
La muerte de Franco, en fin, no me afectó; o me produjo solo una pena abstracta, convencional. Sí me había afectado, dos años antes, la muerte de Nino Bravo. Y lo haría muy pronto la de mis abuelas. Y de repente la de Fofó. Esta –ocurrida en junio de 1976– fue para los niños el verdadero mazazo. Ese verano murió también Cecilia, y cuatro años después Félix Rodríguez de la Fuente. Hubo un epílogo de ficción: la muerte de Chanquete. La lloramos también.
* * *
En El Español.
Aunque los niños teníamos una relación entrañable con el dictador (al que, como es normal, no llamábamos así entonces): su cara era la que estaba en las pesetas y en los duros. Nuestra relación con Franco era la de correr al quiosco a cambiarlo cuanto antes por chupachúps, palotes, poloflanes, helados, pipas, kikos, chicles Bazooka o Cosmos, sobres de soldaditos, vaqueros, indios, aviones, tanques, bolas o trompos o paracaidistas según la temporada, o cromos de futbolistas, animales, automóviles, países exóticos y personajes de la televisión entre los que nunca estaba Franco. Solo te daban un Franco por otro Franco si comprabas sellos, pero los niños jamás comprábamos sellos.
Mis padres no eran franquistas, pero se casaron un 18 de julio; lo que celebraban ese día era que fuese festivo, y la paga extraordinaria: también ellos cambiaban a Franco por algo lúdico. Vine al mundo en Carlos Haya, un hospital de Málaga que había inaugurado Franco diez años antes. Según el Abc del día siguiente (1-V-1956), las calles “estaban invadidas de público, que, a la llegada del Jefe del Estado, prorrumpieron en aclamaciones y vítores. El Generalísimo, sonriente y satisfecho, correspondía desde su coche a esta adhesión de los malagueños con cariñosos saludos”. Mi padre estaba entre esa multitud porque los señoritos de la finca en que trabajaba le habían dado unos duros para que acudiese.
Cerca de mi barriada, al lado del campo de fútbol de La Rosaleda, estaba la llamada “Escuela de Franco”, de formación profesional. Ahora me resulta curioso que nunca interpretase la expresión, infantilmente, como la escuela en la que estudió Franco de niño. Y es que ni se nos pasaba por la cabeza que Franco hubiese sido niño: era solo el viejecillo de la tele. La única extrañeza, en cuanto a sus edades, era que en las monedas parecía más joven.
En algún momento se empezó a hablar de la enfermedad de Franco. Me llamaba la atención el contraste entre el tono grave de los presentadores del Telediario y los comentarios de mi entorno, que tendían a ser jocosos. Dentro y fuera de mi familia, había una avalancha de chistes sobre Franco. Aunque, por indicios que he interpretado retrospectivamente, existía también preocupación. La mañana del jueves 20 de noviembre mi madre me llevaba al colegio cuando nos cruzamos con otra madre que volvía con su hijo: “Que no hay clase, que Franco se ha muerto esta noche”. He vuelto a ver tantas veces el vídeo de Arias Navarro diciendo lloroso “españoles, Franco ha muerto” que no sé qué me pareció de niño. Lo que recuerdo es la música militar en la tele, imágenes de desfiles, documentales sobre Franco. Creo que fue la primera vez que me fijé en Franco como soldado. Y me pareció, naturalmente, poco marcial.
Cuando volvimos al colegio unos días después, el profesor nos mandó hacer una redacción sobre Franco. De lo que puse solo me acuerdo de una cosa, con esa retórica que los niños utilizan porque piensan que es lo que hay que decir: que Franco era “muy bueno”. No creo que el profesor fuese franquista. Lo que querría, he pensado luego muchas veces, sería hacerse con un documento sociológico, o histórico-sociológico, de primer orden: las redacciones de treinta o cuarenta niños de nueve años sobre el dictador que acababa de morir.
En la clase habían puesto además dos carteles: uno con el “Último mensaje de Francisco Franco” y otro con el “Primer mensaje del Rey”. Lo gracioso es que la pared en la que estaban se convirtió en zona de castigo: la pena de ponerse de cara a la pared pasó a ser la pena de ponerse de cara a los mensajes y leerlos. Me recuerdo leyéndolos con el tedio con el que cumplíamos los castigos. No me animaba la sensación de que eran algo “histórico”.
La muerte de Franco, en fin, no me afectó; o me produjo solo una pena abstracta, convencional. Sí me había afectado, dos años antes, la muerte de Nino Bravo. Y lo haría muy pronto la de mis abuelas. Y de repente la de Fofó. Esta –ocurrida en junio de 1976– fue para los niños el verdadero mazazo. Ese verano murió también Cecilia, y cuatro años después Félix Rodríguez de la Fuente. Hubo un epílogo de ficción: la muerte de Chanquete. La lloramos también.
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En El Español.
15.11.17
El 'procés' nos mantenía calientes
Cuando Arias Maldonado escribió hace poco que ya iba siendo hora de ocuparse de otra cosa que no fuese el procés, sentí un vacío. ¿Qué va a ser de mí? Le he cogido afición al tema: un tema algodonoso, acogedor, con referentes claros, sobre el que sé lo que pensar, con personajes entretenidos, sorpresitas, emociones y diversión asegurada. ¡Yo no quiero salir de aquí! Me acordé de los versos de T. S. Eliot al comienzo de La tierra baldía, cuando rechaza la llegada de la primavera: “El invierno nos mantenía calientes, cubriendo / tierra con nieve olvidadiza, nutriendo / un poco de vida con tubérculos secos”. Sí, el procés nos mantenía calientes...
El procés es, en verdad, un problema: ¡un gran problema! Pero un problema peculiar, con propiedades mágicas: elimina los demás problemas. He repasado mi archivo y he visto que desde hace dos meses solo escribo del procés (salvo excursioncitas a Piglia, Pla y Chiquito). El procés, aunque haya constituido una grave preocupación, me ha servido también de balneario: y en sus aguas termales he descansado de todos los demás asuntos. La actualidad, pues, abigarrada, turbulenta y deprimente siempre, se me ha simplificado de manera considerable. Concentrarme en un solo problema me ha resultado sumamente beneficioso para la salud.
Y sí, sé que lo suyo sería ir dejando ya de escribir del procés. ¡Pero no quiero! Hasta el propio Arias Maldonado ha seguido escribiendo del procés tras su advertencia. Y es que se está tan calentito... ¡No nos moverán!
* * *
The The Objective.
El procés es, en verdad, un problema: ¡un gran problema! Pero un problema peculiar, con propiedades mágicas: elimina los demás problemas. He repasado mi archivo y he visto que desde hace dos meses solo escribo del procés (salvo excursioncitas a Piglia, Pla y Chiquito). El procés, aunque haya constituido una grave preocupación, me ha servido también de balneario: y en sus aguas termales he descansado de todos los demás asuntos. La actualidad, pues, abigarrada, turbulenta y deprimente siempre, se me ha simplificado de manera considerable. Concentrarme en un solo problema me ha resultado sumamente beneficioso para la salud.
Y sí, sé que lo suyo sería ir dejando ya de escribir del procés. ¡Pero no quiero! Hasta el propio Arias Maldonado ha seguido escribiendo del procés tras su advertencia. Y es que se está tan calentito... ¡No nos moverán!
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The The Objective.
13.11.17
Gente que miente
Da igual que el sábado en Barcelona se manifestaran cien mil o un millón: son gente que miente. Bueno, no da igual, porque cuanta más gente mienta peor. Y son muchos los que están mintiendo. En España no hay presos políticos. Esto no es una opinión, sino una verdad. Se puede pedir la libertad de los independentistas encarcelados, por las razones que sean; pero no se puede decir que son presos políticos. El que lo dice, miente. O, en el mejor de los casos, se miente. (Y si se cree su propia mentira, se engaña).
Es escalofriante, pues, una manifestación como la del sábado con tanta gente mintiendo. O una huelga como la del miércoles. Gente que lleva a sus niños y les ponen la pegatina mentirosa. Profesores que mienten a sus alumnos. Políticos, periodistas, filósofos, escritores y escritoras que mienten. Alcaldesas que mienten. ¿Qué diálogo es posible con esa gente que miente? Se plantan ante la cámara –como el otro día una política de la CUP en el programa de Ferreras– y con una rigidez robótica, sin mover un músculo de la cara, entreabriendo la boca al mínimo, se ponen a emitir sus mentiras, una tras otra, montándolas como ladrillos verbales que erigen una realidad falsa.
Qué pesada es esta técnica de Goebbels de insistencia en la mentira. Su efecto último, por supuesto, no es que esa falsedad se haga verdadera, sino que la verdad se falsee. Es una técnica de socavamiento de la verdad; y, por lo tanto, de la realidad.
Un argumento poderoso –para mí, infalible– contra las aspiraciones independentistas es que se fundan en la mentira. Abusiva, abrasivamente. Uno podría imaginarse (porque en abstracto sería posible) un independentismo aseado, racional, respetuoso de la realidad, ilustrado, democrático. Frío. Pero no: el que ha surgido entre nosotros es poco higiénico, irracional, despreciador de la realidad, oscurantista, antidemocrático. Calenturiento.
La razón es sencilla: no tiene razones. Por eso, por su sinrazón, no le queda otro recurso que el de la mentira. Con la independencia Cataluña no solo no tendría ganancias reales, ni en derechos ni en prosperidad, sino que tendría pérdidas, en ambos aspectos. Por eso los independentistas deben mentir.
La independencia solo tendría sentido si la España franquista y monstruosa que pintan fuese la real. Por eso la pintan. La gran paradoja de nuestros independentistas es justo esa: si han podido llegar tan lejos, es precisamente porque la España de la que hablan es falsa; pero solo pueden autojustificarse si hablan de esa España falsa.
* * *
En El Español.
Es escalofriante, pues, una manifestación como la del sábado con tanta gente mintiendo. O una huelga como la del miércoles. Gente que lleva a sus niños y les ponen la pegatina mentirosa. Profesores que mienten a sus alumnos. Políticos, periodistas, filósofos, escritores y escritoras que mienten. Alcaldesas que mienten. ¿Qué diálogo es posible con esa gente que miente? Se plantan ante la cámara –como el otro día una política de la CUP en el programa de Ferreras– y con una rigidez robótica, sin mover un músculo de la cara, entreabriendo la boca al mínimo, se ponen a emitir sus mentiras, una tras otra, montándolas como ladrillos verbales que erigen una realidad falsa.
Qué pesada es esta técnica de Goebbels de insistencia en la mentira. Su efecto último, por supuesto, no es que esa falsedad se haga verdadera, sino que la verdad se falsee. Es una técnica de socavamiento de la verdad; y, por lo tanto, de la realidad.
Un argumento poderoso –para mí, infalible– contra las aspiraciones independentistas es que se fundan en la mentira. Abusiva, abrasivamente. Uno podría imaginarse (porque en abstracto sería posible) un independentismo aseado, racional, respetuoso de la realidad, ilustrado, democrático. Frío. Pero no: el que ha surgido entre nosotros es poco higiénico, irracional, despreciador de la realidad, oscurantista, antidemocrático. Calenturiento.
La razón es sencilla: no tiene razones. Por eso, por su sinrazón, no le queda otro recurso que el de la mentira. Con la independencia Cataluña no solo no tendría ganancias reales, ni en derechos ni en prosperidad, sino que tendría pérdidas, en ambos aspectos. Por eso los independentistas deben mentir.
La independencia solo tendría sentido si la España franquista y monstruosa que pintan fuese la real. Por eso la pintan. La gran paradoja de nuestros independentistas es justo esa: si han podido llegar tan lejos, es precisamente porque la España de la que hablan es falsa; pero solo pueden autojustificarse si hablan de esa España falsa.
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En El Español.
6.11.17
Proceso masturbatorio
Si hablamos de sentimientos, sentí pena cuando Marta Rovira se echó a llorar ante las cámaras por el encarcelamiento de Oriol Junqueras y los demás exconsellers; pero también sentí asco. No por ella, sino por mi repugnancia a ese tipo de emociones asociadas a la política. Y por el carácter masturbatorio que detecto en el procés. ¿Cómo se ha podido meter esa gente ahí, en esa poza de mermelada tan densamente sentimental?
No me tomo a broma sus lágrimas, ni las de Rovira ni las de quienes lloran en las concentraciones independentistas; porque no me parecen lágrimas cínicas sino auténticas. Pero resultan embarazosas porque son la efusión de un proceso íntegramente autorreferencial. Están atrapados en el bucle melancólico de que hablaba Jon Juaristi, que en el caso del nacionalismo catalán es también narcisista, sadomasoquista y pasivo-agresivo. Cuesta (e incluso duele) hacer estas afirmaciones tan tajantes, poniéndome de psiquiatra. Pero a estas alturas está todo claro, obscenamente claro... El espectáculo de estos meses ha sido de una transparencia atroz.
Nuestros separatistas tienen un concepto tan elevado de sí mismos que no se pueden permitir reconocer el odio que sienten. No les cuadra verse tan altos y ser tan bajos. Entonces proyectan ese odio de manera especular, y lo que perciben es que sus odiados son quienes les odian. El odio (falso) con que dicen que les odiamos es el odio (real) con que nos odian. (Y en esta primera persona del plural incluyo a los catalanes que se sienten españoles).
Sin el odio no se explica lo que nos han hecho, lo que nos están haciendo. Ese desprecio pasmoso por nuestra democracia, por nuestra Constitución, por lo que somos y representamos. Ese deseo de hundirnos y arruinarnos (como se lee en los infames tuits de Llach, Mainat o Moliner), esa pulsión por trazar la frontera (como hizo Terribas en TV3 en el minuto en que la independencia parecía que iba a funcionar: “Conectamos con el extranjero, con nuestro corresponsal en Madrid”). Desde el otro lado –desde nuestro lado– no hay una agresividad ni una retórica equivalentes. Solo hemos reaccionado a su agresión, desde el Estado de derecho y por el Estado de derecho. Pero nuestra respuesta legítima la introducen ellos nuevamente en su circuito cerrado y la procesan como odio: su propio odio rebotado. Es un engranaje infernal.
Me gustaría que no llorara nadie. Pero no se me ocurre otro modo digno de evitarlo que no sea el de sacar a esas personas del chantaje que se están haciendo a ellas mismas. El chantaje, por supuesto, es a nosotros; pero ante todo a ellos: los independentistas son víctimas, por lo mal que lo pasan. Su victimismo es real a este respecto. Son víctimas de sí. De su propia estafa.
* * *
En El Español.
No me tomo a broma sus lágrimas, ni las de Rovira ni las de quienes lloran en las concentraciones independentistas; porque no me parecen lágrimas cínicas sino auténticas. Pero resultan embarazosas porque son la efusión de un proceso íntegramente autorreferencial. Están atrapados en el bucle melancólico de que hablaba Jon Juaristi, que en el caso del nacionalismo catalán es también narcisista, sadomasoquista y pasivo-agresivo. Cuesta (e incluso duele) hacer estas afirmaciones tan tajantes, poniéndome de psiquiatra. Pero a estas alturas está todo claro, obscenamente claro... El espectáculo de estos meses ha sido de una transparencia atroz.
Nuestros separatistas tienen un concepto tan elevado de sí mismos que no se pueden permitir reconocer el odio que sienten. No les cuadra verse tan altos y ser tan bajos. Entonces proyectan ese odio de manera especular, y lo que perciben es que sus odiados son quienes les odian. El odio (falso) con que dicen que les odiamos es el odio (real) con que nos odian. (Y en esta primera persona del plural incluyo a los catalanes que se sienten españoles).
Sin el odio no se explica lo que nos han hecho, lo que nos están haciendo. Ese desprecio pasmoso por nuestra democracia, por nuestra Constitución, por lo que somos y representamos. Ese deseo de hundirnos y arruinarnos (como se lee en los infames tuits de Llach, Mainat o Moliner), esa pulsión por trazar la frontera (como hizo Terribas en TV3 en el minuto en que la independencia parecía que iba a funcionar: “Conectamos con el extranjero, con nuestro corresponsal en Madrid”). Desde el otro lado –desde nuestro lado– no hay una agresividad ni una retórica equivalentes. Solo hemos reaccionado a su agresión, desde el Estado de derecho y por el Estado de derecho. Pero nuestra respuesta legítima la introducen ellos nuevamente en su circuito cerrado y la procesan como odio: su propio odio rebotado. Es un engranaje infernal.
Me gustaría que no llorara nadie. Pero no se me ocurre otro modo digno de evitarlo que no sea el de sacar a esas personas del chantaje que se están haciendo a ellas mismas. El chantaje, por supuesto, es a nosotros; pero ante todo a ellos: los independentistas son víctimas, por lo mal que lo pasan. Su victimismo es real a este respecto. Son víctimas de sí. De su propia estafa.
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En El Español.
2.11.17
Banderas irónicas
Lo más bonito es que no se ha roto la relación esencial que teníamos con la bandera española desde la muerte de Franco: esa relación abierta, algo distante, irónica. Una relación no nacionalista.
Hubo un detalle en el Ave que iba de Madrid a Barcelona el domingo 8 de octubre temprano. El tren iba lleno de gente con banderas para la manifestación. Parecía que algo había cambiado, que las banderas iban volviéndose sustanciales. Yo estaba por ellas, iba con ellas, me manifestaría junto a ellas, pero algo me incomodaba: la previsión de que se perdería ligereza. Entonces alguien dijo de broma, señalando uno de los televisores del vagón: “¡Que nos pongan el Nodo!”. Y reímos. Nos reímos saludablemente de nosotros mismos. Nos manteníamos en el mismo espacio mental.
Y ese era el espacio que acudíamos a defender. Está ya claro que nos hemos pasado de dejadez en los últimos cuarenta años, que la otra cara de esa ironía es que no hemos tenido una relación normal con la bandera y ha persistido la culpa del nacionalcatolicismo aunque ya no nos correspondiese; pero esta actitud al fin y al cabo se traducía en libertad cotidiana. Lo que nos faltaba era explicitar que es nuestra bandera la que la preserva, porque es el símbolo de esta España democrática que ampara a todos.
Durante estas semanas he venido fijándome en las banderas de la fachada de un edificio enorme que hay en las afueras de mi ciudad. Ha ido aumentando su número conforme la crisis independentista de Cataluña se agudizaba. Pero el lunes por la tarde me asomé y ya no había ninguna. Esa es nuestra normalidad. Lo que hemos aprendido (y esto también es bonito) es que para preservar nuestra relación irónica con las banderas a veces hay que sacarlas en serio.
* * *
En The Objective.
Hubo un detalle en el Ave que iba de Madrid a Barcelona el domingo 8 de octubre temprano. El tren iba lleno de gente con banderas para la manifestación. Parecía que algo había cambiado, que las banderas iban volviéndose sustanciales. Yo estaba por ellas, iba con ellas, me manifestaría junto a ellas, pero algo me incomodaba: la previsión de que se perdería ligereza. Entonces alguien dijo de broma, señalando uno de los televisores del vagón: “¡Que nos pongan el Nodo!”. Y reímos. Nos reímos saludablemente de nosotros mismos. Nos manteníamos en el mismo espacio mental.
Y ese era el espacio que acudíamos a defender. Está ya claro que nos hemos pasado de dejadez en los últimos cuarenta años, que la otra cara de esa ironía es que no hemos tenido una relación normal con la bandera y ha persistido la culpa del nacionalcatolicismo aunque ya no nos correspondiese; pero esta actitud al fin y al cabo se traducía en libertad cotidiana. Lo que nos faltaba era explicitar que es nuestra bandera la que la preserva, porque es el símbolo de esta España democrática que ampara a todos.
Durante estas semanas he venido fijándome en las banderas de la fachada de un edificio enorme que hay en las afueras de mi ciudad. Ha ido aumentando su número conforme la crisis independentista de Cataluña se agudizaba. Pero el lunes por la tarde me asomé y ya no había ninguna. Esa es nuestra normalidad. Lo que hemos aprendido (y esto también es bonito) es que para preservar nuestra relación irónica con las banderas a veces hay que sacarlas en serio.
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En The Objective.
30.10.17
El zen del 'procés'
Ayer domingo sucedió en Barcelona algo extraordinario: una catedrática de Derecho Constitucional habló de acuerdo con el derecho constitucional, un filósofo y profesor de Ética defendió el pensamiento, la libertad y la igualdad, y dos políticos de izquierdas sostuvieron discursos de izquierdas y por lo tanto antinacionalistas.
Esta vuelta de las cosas a sí mismas, algo a lo que nos habíamos desacostumbrado, me ha recordado lo que decía un maestro zen: “Antes de estudiar zen, los montes son montes y los ríos son ríos; mientras estudias zen, los montes ya no son montes y los ríos ya no son ríos; pero una vez que alcanzas la iluminación, los montes son nuevamente montes y los ríos son nuevamente ríos”. Esos montes y ríos que retornan no son exactamente como los primeros sino más nítidos, más limpios; porque fueron puestos en cuestión y volvieron purificados.
En política estamos teniendo un aprendizaje parecido gracias al procés: la lucha contra sus mentiras, el desenmarañamiento de sus turbiedades, está dejando una verdad despejada, más poderosa. Como los montes y los ríos previos, percibidos como “montes” y “ríos” de manera rutinaria, por inercia, también la democracia nos parecía que se nos daba sin más. Ha hecho falta una sacudida antidemocrática para que recordásemos que la democracia es algo por lo que hay que luchar: así la hemos visto nuevamente, como es.
Tiene que ver con esta reflexión de Hannah Arendt sobre los orígenes del totalitarismo, que ha recordado estos días Miguel Ángel Quintana Paz: “El sujeto ideal del dominio totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino personas para quienes la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento) ya no existe”.
Llevábamos demasiado tiempo con catedráticos de Derecho Constitucional que dispensan coartadas para violar la Constitución, con filósofos rendidos a la tarea de argumentar sumisiones oscurantistas (como el inefable Bernat Dedéu, nuestro Milikito en Siracusa), y con políticos que se dicen de izquierdas entregados a causas reaccionarias como el nacionalismo, el socavamiento de la ley común o la desigualdad entre ricos y pobres (en favor de los ricos).
Pero por encontrarnos en estas brumas nos ha alcanzado tan poderosamente la iluminación: ¡qué fogonazo el de las palabras que se dijeron ayer en Barcelona! Como estas del gran Félix Ovejero: “La ley es el poder de los excluidos del poder”. ¡Cuánta luz, una luz fresca! Casi me puse a levitar.
* * *
En El Español.
Esta vuelta de las cosas a sí mismas, algo a lo que nos habíamos desacostumbrado, me ha recordado lo que decía un maestro zen: “Antes de estudiar zen, los montes son montes y los ríos son ríos; mientras estudias zen, los montes ya no son montes y los ríos ya no son ríos; pero una vez que alcanzas la iluminación, los montes son nuevamente montes y los ríos son nuevamente ríos”. Esos montes y ríos que retornan no son exactamente como los primeros sino más nítidos, más limpios; porque fueron puestos en cuestión y volvieron purificados.
En política estamos teniendo un aprendizaje parecido gracias al procés: la lucha contra sus mentiras, el desenmarañamiento de sus turbiedades, está dejando una verdad despejada, más poderosa. Como los montes y los ríos previos, percibidos como “montes” y “ríos” de manera rutinaria, por inercia, también la democracia nos parecía que se nos daba sin más. Ha hecho falta una sacudida antidemocrática para que recordásemos que la democracia es algo por lo que hay que luchar: así la hemos visto nuevamente, como es.
Tiene que ver con esta reflexión de Hannah Arendt sobre los orígenes del totalitarismo, que ha recordado estos días Miguel Ángel Quintana Paz: “El sujeto ideal del dominio totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino personas para quienes la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento) ya no existe”.
Llevábamos demasiado tiempo con catedráticos de Derecho Constitucional que dispensan coartadas para violar la Constitución, con filósofos rendidos a la tarea de argumentar sumisiones oscurantistas (como el inefable Bernat Dedéu, nuestro Milikito en Siracusa), y con políticos que se dicen de izquierdas entregados a causas reaccionarias como el nacionalismo, el socavamiento de la ley común o la desigualdad entre ricos y pobres (en favor de los ricos).
Pero por encontrarnos en estas brumas nos ha alcanzado tan poderosamente la iluminación: ¡qué fogonazo el de las palabras que se dijeron ayer en Barcelona! Como estas del gran Félix Ovejero: “La ley es el poder de los excluidos del poder”. ¡Cuánta luz, una luz fresca! Casi me puse a levitar.
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En El Español.
28.10.17
África empieza en los Pirineos
África empieza en los Pirineos, pero en cuanto se sale de la “república catalana independiente” reaparece Europa. Así han puesto las cosas los separatistas. Los que nos hemos educado en la idea de que Cataluña era la región más avanzada de España, la que representaba la posibilidad hispánica de ser europeos, no salimos de nuestro estupor.
De repente –un de repente trabajado durante décadas por el nacionalismo– Cataluña es un socavón carpetovetónico. Cualquier otro lugar de España es hoy más avanzado que Cataluña. La salida que teníamos para Europa se ha convertido en una trampilla que nos devuelve a la peor España: la de los espadones y las asonadas del siglo XIX, la de la ruina institucional que se traducía en ruina física. Cataluña es hoy Celtiberia Show.
El espectáculo de estas semanas, que culminó en la astracanada de anteayer y ayer, ha sido inaudito. La falta de decoro y de respeto –por sí mismos y por los demás– es el signo de una decadencia galopante. La “república catalana independiente”, por pretender huir de España con tan poca clase y tan poca inteligencia, ha recaído en la España de la que España ya se había librado.
Estaría por pensar que aquella Cataluña europeizante fue una proyección española, dinamitada ahora por los nacionalistas. Estos habrían dejado Cataluña reducida a lo que es: una cosa pequeña, pueblerina, entregada a eso tan español (en el viejo sentido) de disponerse a vivir peor en nombre de una idea falsa.
Estaría por pensarlo, pero no lo pienso: porque sé que los nacionalistas son solo una parte de los catalanes. Y será a los otros, a los no nacionalistas, a los que no han llevado ni una velilla en esta mojiganga, a los que tendrán que mirar los catalanes del futuro para no morirse de vergüenza.
* * *
En The Objective.
De repente –un de repente trabajado durante décadas por el nacionalismo– Cataluña es un socavón carpetovetónico. Cualquier otro lugar de España es hoy más avanzado que Cataluña. La salida que teníamos para Europa se ha convertido en una trampilla que nos devuelve a la peor España: la de los espadones y las asonadas del siglo XIX, la de la ruina institucional que se traducía en ruina física. Cataluña es hoy Celtiberia Show.
El espectáculo de estas semanas, que culminó en la astracanada de anteayer y ayer, ha sido inaudito. La falta de decoro y de respeto –por sí mismos y por los demás– es el signo de una decadencia galopante. La “república catalana independiente”, por pretender huir de España con tan poca clase y tan poca inteligencia, ha recaído en la España de la que España ya se había librado.
Estaría por pensar que aquella Cataluña europeizante fue una proyección española, dinamitada ahora por los nacionalistas. Estos habrían dejado Cataluña reducida a lo que es: una cosa pequeña, pueblerina, entregada a eso tan español (en el viejo sentido) de disponerse a vivir peor en nombre de una idea falsa.
Estaría por pensarlo, pero no lo pienso: porque sé que los nacionalistas son solo una parte de los catalanes. Y será a los otros, a los no nacionalistas, a los que no han llevado ni una velilla en esta mojiganga, a los que tendrán que mirar los catalanes del futuro para no morirse de vergüenza.
* * *
En The Objective.
23.10.17
Dos millones de frustrados
El verdadero problema político es que hay dos millones de catalanes cuyo futuro inmediato es la frustración. Si aceptamos la cifra de que sean dos millones los catalanes que se quieren independizar. Y va a ser una frustración inevitable, logren independizarse o no.
Sí, si se independizan la frustración también está asegurada. Por una razón simple: han depositado en la política cosas que la política no puede dar. Lo más obsceno del nacionalismo y del populismo, del nacional-populismo, es su excitación de los bajos instintos (resentimiento, victimismo, agresividad, odio) junto con su remisión a una instancia que, aunque se presenta como política, excede lo político, pues se da por hecho que resolverá problemas existenciales y servirá de refugio religioso; que le dará, en fin, sentido a la vida.
Desde fuera se ve diáfanamente la burbuja. Y se ve también cómo les estallará, si llega el día, a los que están dentro. Su nación independiente será, en el mejor de los casos, tan defectuosa como la que abandonaron. O peor, puesto que se encontrarán con un defecto añadido: en ella ya no tendrán el horizonte que tenían en la otra; ese anhelo incumplido que, como los bárbaros de Cavafis, era en sí mismo, al cabo, una solución...
Pero ese anhelo incumplido seguramente lo mantendrán, porque lo más probable es que no se independicen. La frustración será entonces la que ya les conocemos, con un plus de amargura y quizá de violencia. No hay nada peor para un sueño imposible que quedarse al borde de su (aparente) cumplimiento. La sensación de estafa será abrumadora. ¿Cómo va a manifestarse esa frustración? Esta es la cuestión ahora. La pacífica imagen del suflé que baja pausadamente queda antigua. Las metáforas ahora son más virulentas: volcánicas.
Tiene que haber vencedores y vencidos, porque los independentistas se han comportado de una manera inaceptable. Me ha llamado la atención, a este respecto, que haya faltado una figura (yo al menos no la he visto): la del independentista que, sin renunciar a su independentismo, haya advertido de que así no se hacen las cosas y haya cuestionado las falsedades emitidas por los suyos. Esta ausencia me hace pensar que el sueño independentista ha seleccionado a un tipo de sujetos entre los que no era posible esa figura; precisamente porque más que un sueño ilustrado es un delirio oscurantista.
Tiene que haber vencedores y vencidos, pero lo ideal es que no hubiese humillados. El problema (político) es que se han expuesto tanto, han extremado tanto y tan histriónicamente la situación, que la derrota les resultará humillante.
* * *
En El Español.
PD. Rectifico. Resulta que sí existe esa figura, y brillante además... tan brillante en sus críticas a los independentistas que, aunque lo tengo en Twitter, no sabía que era independentista: Xavier Rius, director de e-notícies. Mis excusas para él y para los que estén en su posición.
Sí, si se independizan la frustración también está asegurada. Por una razón simple: han depositado en la política cosas que la política no puede dar. Lo más obsceno del nacionalismo y del populismo, del nacional-populismo, es su excitación de los bajos instintos (resentimiento, victimismo, agresividad, odio) junto con su remisión a una instancia que, aunque se presenta como política, excede lo político, pues se da por hecho que resolverá problemas existenciales y servirá de refugio religioso; que le dará, en fin, sentido a la vida.
Desde fuera se ve diáfanamente la burbuja. Y se ve también cómo les estallará, si llega el día, a los que están dentro. Su nación independiente será, en el mejor de los casos, tan defectuosa como la que abandonaron. O peor, puesto que se encontrarán con un defecto añadido: en ella ya no tendrán el horizonte que tenían en la otra; ese anhelo incumplido que, como los bárbaros de Cavafis, era en sí mismo, al cabo, una solución...
Pero ese anhelo incumplido seguramente lo mantendrán, porque lo más probable es que no se independicen. La frustración será entonces la que ya les conocemos, con un plus de amargura y quizá de violencia. No hay nada peor para un sueño imposible que quedarse al borde de su (aparente) cumplimiento. La sensación de estafa será abrumadora. ¿Cómo va a manifestarse esa frustración? Esta es la cuestión ahora. La pacífica imagen del suflé que baja pausadamente queda antigua. Las metáforas ahora son más virulentas: volcánicas.
Tiene que haber vencedores y vencidos, porque los independentistas se han comportado de una manera inaceptable. Me ha llamado la atención, a este respecto, que haya faltado una figura (yo al menos no la he visto): la del independentista que, sin renunciar a su independentismo, haya advertido de que así no se hacen las cosas y haya cuestionado las falsedades emitidas por los suyos. Esta ausencia me hace pensar que el sueño independentista ha seleccionado a un tipo de sujetos entre los que no era posible esa figura; precisamente porque más que un sueño ilustrado es un delirio oscurantista.
Tiene que haber vencedores y vencidos, pero lo ideal es que no hubiese humillados. El problema (político) es que se han expuesto tanto, han extremado tanto y tan histriónicamente la situación, que la derrota les resultará humillante.
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En El Español.
PD. Rectifico. Resulta que sí existe esa figura, y brillante además... tan brillante en sus críticas a los independentistas que, aunque lo tengo en Twitter, no sabía que era independentista: Xavier Rius, director de e-notícies. Mis excusas para él y para los que estén en su posición.
18.10.17
Pla para desintoxicar
Para desintoxicarme de los nacionalistas catalanes leo a dos catalanes no nacionalistas, trenzados en un libro: el Josep Pla de Arcadi Espada (ed. Omega). El libro era inencontrable, pero lo encontró Manuel Arias Maldonado en Palma de Mallorca. Lo trajo a Málaga, me lo prestó, yo me lo llevé a Madrid y de allí a Barcelona para la manifestación del 8 de octubre. Después le pedí al autor una dedicatoria para el dueño y puso, entre otras cosas: “mi mejor libro, lo escribió Pla”.
Tiene razón. El libro está montado con maestría, de manera que deja hablar a Pla –en sus “notas para un diario” de 1965 a 1968 y en otros textos– y sobre él habla Espada, acerca de Pla: expandiendo y ahondando, comentando al paso, sin traicionar a Pla. Me ha recordado al contagio que produce João Gilberto en los otros cuando cantan con él, que quedan imbuidos de su tempo, de su sosiego. Aquí lo que predomina es la antirretórica, o la retórica sutil de lo concreto, de lo físico y palpable, eludiendo lo sentimental. Esto último tiene tanto más valor por cuanto que en esos años Pla está desgarrado por un asunto amoroso, o mejor, erótico: acometidas solitarias (salvo en sus viajes a Buenos Aires, donde está ella) indisociables ya de la vejez. Tiene miedo de hacer el ridículo y procura no hacerlo. Rechaza además el énfasis.
Luego he vuelto a ponerme la entrevista a Pla de A fondo y he regresado a El cuaderno gris. Al comienzo dice Pla, cuando siente que los padres lo miran decepcionados el día de su veintiún cumpleaños: “Tener hijos en forma de incógnita, de nebulosa, tiene que ser muy desagradable”. Produce nostalgia, pero también esperanza, saber que en la tierra hoy embrutecida por el nacionalismo pudo haber un Montaigne.
* * *
En The Objective.
Tiene razón. El libro está montado con maestría, de manera que deja hablar a Pla –en sus “notas para un diario” de 1965 a 1968 y en otros textos– y sobre él habla Espada, acerca de Pla: expandiendo y ahondando, comentando al paso, sin traicionar a Pla. Me ha recordado al contagio que produce João Gilberto en los otros cuando cantan con él, que quedan imbuidos de su tempo, de su sosiego. Aquí lo que predomina es la antirretórica, o la retórica sutil de lo concreto, de lo físico y palpable, eludiendo lo sentimental. Esto último tiene tanto más valor por cuanto que en esos años Pla está desgarrado por un asunto amoroso, o mejor, erótico: acometidas solitarias (salvo en sus viajes a Buenos Aires, donde está ella) indisociables ya de la vejez. Tiene miedo de hacer el ridículo y procura no hacerlo. Rechaza además el énfasis.
Luego he vuelto a ponerme la entrevista a Pla de A fondo y he regresado a El cuaderno gris. Al comienzo dice Pla, cuando siente que los padres lo miran decepcionados el día de su veintiún cumpleaños: “Tener hijos en forma de incógnita, de nebulosa, tiene que ser muy desagradable”. Produce nostalgia, pero también esperanza, saber que en la tierra hoy embrutecida por el nacionalismo pudo haber un Montaigne.
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En The Objective.
16.10.17
Indignos de la República
No hay hoy en España unos individuos menos dignos de la república que los autoproclamados republicanos. Ellos son, de hecho, el verdadero obstáculo para toda república viable entre nosotros. Por la sencilla razón de que son republicanos solo nominalmente: en todo lo demás son profunda, abrasivamente antirrepublicanos.
Me refiero, por supuesto, a la república basada en la democracia, en el Estado de derecho y en el pluralismo: no un régimen ideológico para un sector, sino un sistema en el que quepan todos. De este ideal está más cerca nuestra monarquía constitucional (pese al detalle del rey) que esa república sectaria que defienden –y por la que empujan y tienen prisa– nuestros nacionalistas, populistas, comunistas y, ay, una parte de nuestros socialistas. Sus reacciones al discurso de Felipe VI el 3 de octubre lo mostró una vez más.
En fin de cuentas, ¿qué hizo el rey, sino pedir el acatamiento de la Constitución vigente? El rey no fue votado, pero sí lo fue la Constitución ahora quebrantada: y él la defendió frente a sus enemigos; en ejercicio de sus funciones constitucionales. Me hace mucha gracia que los que cuestionan lo que dijo el rey por ser rey no respeten la Constitución, que es una constitución: homologable a las demás constituciones democráticas del mundo. Lo que ellos propugnan será una república solo porque no habrá un rey; pero dudosamente va a ser un Estado de derecho, ni garantizará el pluralismo.
A eso apunta también el tipo de oposición al presidente Rajoy que no se funda solo en sus errores –que son ciertamente muchos–, sino sobre todo, sustancialmente, en su ideología. La incapacidad para apoyarle en la defensa de la Constitución, porque si la hace él se considera que es de derechas, revela una mentalidad netamente falangista, que no disocia el cargo público del partido de quien lo ostenta. Su aspiración de fondo es al partido único, al movimiento nacional.
Los días en que estuvo el Rey sin hablar nos mostraron lo que sería una España republicana hoy: estos republicanos defectuosos tampoco respetarían a un Rajoy que fuese presidente de la república, aunque hubiese sido votado.
No acatan el marco institucional democrático, sino que sueltan cosas como esta de Joan Tardà: “A nuestros hermanos españoles les decimos que el Proceso Constituyente de la República Catalana será palanca de la III República española”. Por estas tejeradas, algunos republicanos apoyamos hoy al Rey. La III República llegará, si llega, por vías constitucionales. Y en contra de los Tardàs.
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En El Español.
Me refiero, por supuesto, a la república basada en la democracia, en el Estado de derecho y en el pluralismo: no un régimen ideológico para un sector, sino un sistema en el que quepan todos. De este ideal está más cerca nuestra monarquía constitucional (pese al detalle del rey) que esa república sectaria que defienden –y por la que empujan y tienen prisa– nuestros nacionalistas, populistas, comunistas y, ay, una parte de nuestros socialistas. Sus reacciones al discurso de Felipe VI el 3 de octubre lo mostró una vez más.
En fin de cuentas, ¿qué hizo el rey, sino pedir el acatamiento de la Constitución vigente? El rey no fue votado, pero sí lo fue la Constitución ahora quebrantada: y él la defendió frente a sus enemigos; en ejercicio de sus funciones constitucionales. Me hace mucha gracia que los que cuestionan lo que dijo el rey por ser rey no respeten la Constitución, que es una constitución: homologable a las demás constituciones democráticas del mundo. Lo que ellos propugnan será una república solo porque no habrá un rey; pero dudosamente va a ser un Estado de derecho, ni garantizará el pluralismo.
A eso apunta también el tipo de oposición al presidente Rajoy que no se funda solo en sus errores –que son ciertamente muchos–, sino sobre todo, sustancialmente, en su ideología. La incapacidad para apoyarle en la defensa de la Constitución, porque si la hace él se considera que es de derechas, revela una mentalidad netamente falangista, que no disocia el cargo público del partido de quien lo ostenta. Su aspiración de fondo es al partido único, al movimiento nacional.
Los días en que estuvo el Rey sin hablar nos mostraron lo que sería una España republicana hoy: estos republicanos defectuosos tampoco respetarían a un Rajoy que fuese presidente de la república, aunque hubiese sido votado.
No acatan el marco institucional democrático, sino que sueltan cosas como esta de Joan Tardà: “A nuestros hermanos españoles les decimos que el Proceso Constituyente de la República Catalana será palanca de la III República española”. Por estas tejeradas, algunos republicanos apoyamos hoy al Rey. La III República llegará, si llega, por vías constitucionales. Y en contra de los Tardàs.
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En El Español.
12.10.17
Ser español es respirar
La nación no es una metafísica, sino un resultado histórico. Depende del momento. Y desde 1978 ser español es respirar, porque no es nada, no implica contenidos ni un modo determinado de comportarse. Ser español hoy no es un ser, sino un tener: tener una ciudadanía. Democrática y europea. O un ser vacío, estructural: ser ciudadano.
La metafísica de las naciones –como dijo Nietzsche respecto a otra– es una metafísica del verdugo. O del carcelero. O del opresor: literalmente del opresor. El que oprime los pulmones y tapa la boca con su melaza. El que asfixia.
Ser español fue también asfixiante en el franquismo, porque entonces sí se exigían contenidos y adhesiones y una forma determinada de comportarse, y había una imposición sentimental y mangoneo y énfasis. Lo que ocurre ahora con el nacionalismo catalán, nuestro franquismo realmente existente. Un franquismo no del deshilachado final, sino de la primera época: muy falangistizado.
El nacionalismo español es hoy, por fortuna, irrelevante. Pero es una bestia el nacionalismo y a veces se le ve asomar: como cuando se echó encima de Fernando Trueba por decir que no se sentía español. El ideal es poder decirlo y que no pase nada. Y en realidad, en la vida cotidiana, salvo esas explosioncillas molestas pero con pocas consecuencias, no pasa nada. Esto es lo relevante.
Ser español hoy es lo que vi el domingo pasado en Barcelona. Estuve en la manifestación con amigos barceloneses. Ellos veían (y algunos llevaban) las banderas españolas como puro aire fresco. Verlas en sus calles era para ellos ver recuperadas sus calles. No “para España”, sino para la ciudadanía. Lo único que ellos querían, su anhelo, era que el nacionalismo les dejase en paz. Que la ciudad no fuese de unos pocos, sino de todos. Eso es allí ser español.
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En The Objective.
En inglés: "Being Spanish is breathing".
En italiano: "Essere spagnolo è respirare".
En alemán: "Spanisch sein bedeutet atmen".
4.10.17
De derrota en derrota
El sábado 30 de septiembre, un día antes del 1-O independentista, tuvimos una terapia de grupo en la librería Luces de Málaga. José Aguilar Jurado presentaba el libro La tarima vacía de Javier Orrico (ed. Alegoría), y con él y el autor nos sumergimos en las depresiones por el estado de nuestra enseñanza pública (y la privada también).
Salió naturalmente el tema catalán, que está relacionado, y la depresión se ahondó. Después de la tristísima jornada del domingo, en que el constitucionalismo salió derrotado por la nefasta respuesta del gobierno (culminación de una larga serie de errores de los que son responsables el PSC o PSOE y el PP; aunque los culpables sean los nacionalistas), pensé que, desde que recuperamos la democracia, la España constitucional ha perdido todas las batallas en dos asuntos fundamentales: el nacionalismo y la enseñanza.
Se acabó con ETA, pero el nacionalismo sigue imponiendo su ley y su relato, reforzado ahora por los populistas. En cuanto a la enseñanza, no ha habido una ley competente desde la devastadora LOGSE, que ha venido cambiando de nombre para seguir siendo la misma. Si bien se piensa, tanto el del nacionalismo como el de la LOGSE han resultado hilos continuados, fortalecidos por su propia persistencia, en un contexto en que casi todo lo demás ha sido deshilachado y flojo. Esa continuidad les ha permitido dar sus frutos: frutos malos, evidentemente.
Así que hemos ido de derrota en derrota en unos asuntos que no pueden resolverse de un día para otro, pues precisan de una larga gestación. La actuación policial del 1 de octubre en Cataluña fue la amarga escenificación de un fracaso: el patético intento de resolver a palos y en el ultimísimo instante un problema que se abandonó durante meses y años, durante todas las décadas desde 1978.
* * *
En The Objective.
Salió naturalmente el tema catalán, que está relacionado, y la depresión se ahondó. Después de la tristísima jornada del domingo, en que el constitucionalismo salió derrotado por la nefasta respuesta del gobierno (culminación de una larga serie de errores de los que son responsables el PSC o PSOE y el PP; aunque los culpables sean los nacionalistas), pensé que, desde que recuperamos la democracia, la España constitucional ha perdido todas las batallas en dos asuntos fundamentales: el nacionalismo y la enseñanza.
Se acabó con ETA, pero el nacionalismo sigue imponiendo su ley y su relato, reforzado ahora por los populistas. En cuanto a la enseñanza, no ha habido una ley competente desde la devastadora LOGSE, que ha venido cambiando de nombre para seguir siendo la misma. Si bien se piensa, tanto el del nacionalismo como el de la LOGSE han resultado hilos continuados, fortalecidos por su propia persistencia, en un contexto en que casi todo lo demás ha sido deshilachado y flojo. Esa continuidad les ha permitido dar sus frutos: frutos malos, evidentemente.
Así que hemos ido de derrota en derrota en unos asuntos que no pueden resolverse de un día para otro, pues precisan de una larga gestación. La actuación policial del 1 de octubre en Cataluña fue la amarga escenificación de un fracaso: el patético intento de resolver a palos y en el ultimísimo instante un problema que se abandonó durante meses y años, durante todas las décadas desde 1978.
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En The Objective.
25.9.17
La involución de los claveles
En el observatorio de Twitter he visto a una poetisa joven y moderna decir que se le ponían “los pelos de punta” con las caceroladas independentistas de Barcelona. Justo antes había compartido un artículo del medio en el que trabaja titulado: “20-S en Cataluña: si no es un golpe de estado, se le parece mucho”. Está, sin duda, en la onda.
No es mala poeta, pero cultiva el irracionalismo. Y lamentablemente lo saca de sus versos. Un paso atrás en nuestra desdichada historia, también literaria. Jaime Gil de Biedma escribió algo que sigue vigente para nosotros: “La prosa, además de un medio de arte, es un bien utilitario, un instrumento social de comunicación y de precisión racionalizadora, y no se puede jugar con ella impunemente a la poesía, durante años y años, sin enrarecer aún más la cultura del país”. El triunfo mediático del procés se debe a que entran mejor las estéticas pringosas que las escamondadas. Estas exigen una elevación que depende del esfuerzo y del tiempo, del largo aprendizaje, de la educación del gusto. La bajeza de las otras viene regalada.
Se ha impuesto el relato fácil. España, todavía franquista, contra la libertad de un pueblo al que sojuzga. Este pueblo solo quiere democracia y España lo impide. España y su leyenda negra contra un pueblo multicolor... Reaccionarios contra progresistas. Palurdos contra sofisticados. ¡Si solo quieren urnas! El esquema es endiablado, porque estructuralmente, gráficamente, parece así. Hace falta una cierta elaboración para captar su falsedad, que además nos devolvería de la poesía a la prosa...
Todo está sintetizado en el uso de los claveles en estas jornadas. Los independentistas podrían haberlos tomado como guiño al “Clavelitos”, ya que el nacionalismo es una especie de tuna desbocada (y el catalán con Lluís Llach como tuno mayor). Pero no: con ellos han querido evocar la noble revolución de los claveles portuguesa. El empaquetado es imbatible: civiles desarmados con casual look ofreciéndoles claveles a guardias armados en uniforme; flores frente a armas, sonrisas frente a seriedad, libertad frente a represión. Es un pastel cuyo azúcar se derrite en la boca y estalla en emoción antes de que lo procese el cerebro.
Pero el verdadero argumento de la obra es que la utilización de esos claveles no es floral, sino agresiva: son arrojados como pedruscos. Lo que hay bajo ese envoltorio sentimental es un insulto y una mentira: se está diciendo que la España democrática de hoy es en realidad una dictadura, como lo fue Portugal hasta el 25 de abril de 1974. Da igual que aquellos claveles fuesen liberadores y estos reaccionarios: la estampa se abastece a sí misma; es un circuito cerrado cuyo significado elude el contexto.
Tal chantaje edulcorado es considerablemente violento: invierte, nada menos, los términos de la realidad. Porque la realidad es lo contrario de lo que transmite: con sus armas, sus uniformes y su seriedad, esos guardias civiles están defendiendo la democracia, de acuerdo con un mandato democrático, legal. Mientras que la desenfadada chavalería de los claveles es una versión friendly de Tejero: como él, están contra el estado de derecho y promoviendo una involución a tenebrosos estadios prepolíticos.
Por lo demás, los catalanes que no están con el nacionalismo llevan ya mucho tiempo recibiendo los pedruscos (los insultos y el acoso) en vez de los claveles. Que estos sean lanzados de simultáneamente, y por los mismos, certifica su naturaleza agresiva.
* * *
En El Español.
No es mala poeta, pero cultiva el irracionalismo. Y lamentablemente lo saca de sus versos. Un paso atrás en nuestra desdichada historia, también literaria. Jaime Gil de Biedma escribió algo que sigue vigente para nosotros: “La prosa, además de un medio de arte, es un bien utilitario, un instrumento social de comunicación y de precisión racionalizadora, y no se puede jugar con ella impunemente a la poesía, durante años y años, sin enrarecer aún más la cultura del país”. El triunfo mediático del procés se debe a que entran mejor las estéticas pringosas que las escamondadas. Estas exigen una elevación que depende del esfuerzo y del tiempo, del largo aprendizaje, de la educación del gusto. La bajeza de las otras viene regalada.
Se ha impuesto el relato fácil. España, todavía franquista, contra la libertad de un pueblo al que sojuzga. Este pueblo solo quiere democracia y España lo impide. España y su leyenda negra contra un pueblo multicolor... Reaccionarios contra progresistas. Palurdos contra sofisticados. ¡Si solo quieren urnas! El esquema es endiablado, porque estructuralmente, gráficamente, parece así. Hace falta una cierta elaboración para captar su falsedad, que además nos devolvería de la poesía a la prosa...
Todo está sintetizado en el uso de los claveles en estas jornadas. Los independentistas podrían haberlos tomado como guiño al “Clavelitos”, ya que el nacionalismo es una especie de tuna desbocada (y el catalán con Lluís Llach como tuno mayor). Pero no: con ellos han querido evocar la noble revolución de los claveles portuguesa. El empaquetado es imbatible: civiles desarmados con casual look ofreciéndoles claveles a guardias armados en uniforme; flores frente a armas, sonrisas frente a seriedad, libertad frente a represión. Es un pastel cuyo azúcar se derrite en la boca y estalla en emoción antes de que lo procese el cerebro.
Pero el verdadero argumento de la obra es que la utilización de esos claveles no es floral, sino agresiva: son arrojados como pedruscos. Lo que hay bajo ese envoltorio sentimental es un insulto y una mentira: se está diciendo que la España democrática de hoy es en realidad una dictadura, como lo fue Portugal hasta el 25 de abril de 1974. Da igual que aquellos claveles fuesen liberadores y estos reaccionarios: la estampa se abastece a sí misma; es un circuito cerrado cuyo significado elude el contexto.
Tal chantaje edulcorado es considerablemente violento: invierte, nada menos, los términos de la realidad. Porque la realidad es lo contrario de lo que transmite: con sus armas, sus uniformes y su seriedad, esos guardias civiles están defendiendo la democracia, de acuerdo con un mandato democrático, legal. Mientras que la desenfadada chavalería de los claveles es una versión friendly de Tejero: como él, están contra el estado de derecho y promoviendo una involución a tenebrosos estadios prepolíticos.
Por lo demás, los catalanes que no están con el nacionalismo llevan ya mucho tiempo recibiendo los pedruscos (los insultos y el acoso) en vez de los claveles. Que estos sean lanzados de simultáneamente, y por los mismos, certifica su naturaleza agresiva.
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En El Español.
21.9.17
Todo incluido
El hotel era una mezcla de hotel de Torremolinos y el hotel de El resplandor. Así lo definían los miembros del equipo que llevaban semanas en él. Yo me incorporé a finales de marzo; ellos habían llegado en febrero. Estábamos rodando una serie de televisión ambientada en Ibiza. De los cinco guionistas, dos nos habíamos quedado en Madrid. Pero hubo una crisis –las cosas se torcieron con el coordinador de guiones– y acabamos en Ibiza también. Los veteranos hablaban del “efecto isla”. A mí me sonaba a algo mágico, supersticioso, o a postureo cursi. Pero en los tres meses que pasé allí comprobé que era cierto. Además de mental, resultó físico: solo que no se daba de inmediato, sino por acumulación.
Era un resort enorme, de esos de all inclusive, o “todo incluido”. Pero aún no habían llegado los turistas de las pulseras de colores. El hotel lo habían abierto solo para nosotros. Generalmente permanecía cerrado durante la temporada baja, que se prolongaba hasta mediados de mayo. Estábamos en la playa d’en Bossa, cerca de la discoteca Space. Por la isla entera había carteles con la imagen del legendario dj Carl Cox, emplazando a su sesión inaugural de mayo. Hasta entonces todo estaba muerto. No sé si las primaveras son siempre desapacibles en Ibiza, pero la de aquel año lo fue: llovió mucho, hizo viento, hubo pocos días plenos de sol. Era 2004. Acababan de ocurrir los atentados de Atocha y la escapada fue, en cualquier caso, un alivio. Suponía un corte anímico con la atmósfera pesada de Madrid.
Me sorprendió el concepto radical de temporada baja que hay en Ibiza. Se ajusta mejor a la otra expresión, más abrupta: fuera de temporada. Yo soy de la Costa del Sol y aquí la vida turística languidece, pero no se extingue. Bastantes hoteles siguen abiertos, y los comercios y los restaurantes. En Ibiza, en aquella larguísima zona de la playa d’en Bossa, se producía una auténtica hibernación. Los hoteles cerraban, apenas quedaban dos o tres sitios donde comer y casi ningún comercio abría. Había locales y locales cerrados y vacíos, sin estanterías siquiera. Hasta mayo no se veía movimiento: primero los pintaban y los acondicionaban y luego los abastecían; casi todos se convertían en supermercados. La vida solo se mantenía en las poblaciones: en la ciudad de Ibiza y en los pueblos, San Antonio, Santa Eulalia, Santa Gertrudis, San José...
Cuando quería salir y no había coche disponible ni tenía paciencia para esperar el autobús –que pasaba de hora en hora, irregularmente–, me iba andando a Ibiza. Una caminata de cuarenta y cinco minutos. La hacía en parte por la playa y en parte por el interior, por la zona de los locales cerrados. Caminar por la playa era hermosísimo pero dificultoso. En la orilla se acumulaban las algas muertas. La posidonia es una especie protegida: sus praderas son las que le dan el tono variable, manchado, al paisaje marino de las Pitiusas. Pero en la arena formaban montañas marrones que parecían el excremento del mar. Al atardecer se llenaban de mosquitos.
En Ibiza me gustaba sentarme en la terraza del hotel Montesol o en alguna de Vara del Rey, pasear por el puerto, recorrer las calles de las viejas casas de marineros, reconvertidas muchas en bares y tiendas hippies, y subir a Dalt Vila, el antiguo núcleo fortificado, para contemplar el panorama desde la muralla, desde algún baluarte. Hacia mar abierto, los islotes próximos y Formentera. Hacia el puerto, el continuo trasiego de los ferrys y los barcos de Baleària. Y las casas vistas desde arriba, con sus habitantes en las azoteas y en las callejuelas, componiendo cuadros pintorescos como sacados del siglo XIX. Los cañones de lo alto recordaban el pasado de invasiones y de ataques piratas de la isla.
La primera vez que subí a Dalt Vila vi en la puerta de un establecimiento un cartelón con recortes de periódico sobre una pareja de artistas hippies: Traspas y Torijano. Eran insultantemente jóvenes y prometedores... en los años setenta, según la fecha. El establecimiento era de ellos: ahora se dedicaban a la artesanía. Me dio vértigo la idea de que, si me asomaba, los vería treinta años después. Renuncié a hacerlo.
Abajo solía caminar por el puerto hasta el faro de Botafoc, el extremo más alejado de la ciudad. Encaramándome por una ladera, llegaba hasta unos acantilados. Al otro lado quedaba el pueblo de Talamanca. No sé si eran esos mismos acantilados, o los que quedaban enfrente, aquellos en cuyo borde se situaba Cioran dudando si arrojarse. Lo cuenta en su Cuaderno de Talamanca, que empieza con esta anotación del 31 de julio de 1966:
A veces, si conseguíamos un coche o un jeep de los alquilados por la productora, nos íbamos unos cuantos de excursión a alguna cala, a un chiringuito frente a la isla de Tagomago, a tomar un arroz en Es Cavallet, junto a las salinas, a probar el prodigioso alioli de Es Pins, en la carretera de San Juan, en el interior de la isla, a visitar el mercado hippy de Las Dalias, o a ver cómo los pijipis veían la puesta de sol desde el Café del Mar, en San Antonio. La primera vez no nos podíamos creer que fuesen a aplaudir, pero aplaudieron. Una tarde fuimos tres guionistas y un actor a ver la puesta ante la isla de Es Vedrá. Cuando el sol se ocultó, salimos de nuestro recogimiento, nos miramos y sonreímos. Nos echamos a aplaudir, primero de broma y después no tanto; o mezclando la broma y la no broma. Al final nos quedó como uno de los recuerdos más bonitos: la emoción se había colado en la ironía.
Uno de los primeros fines de semana vino una amiga a visitarme –la única visita que recibí en toda mi estancia– y fuimos a Formentera. Llegamos en el ferry y allí alquilamos un coche. Era un día lluvioso. Subimos al Pilar de la Mola y vimos el famoso faro. Formentera formaba parte del paisaje que se veía desde la playa de mi hotel. A veces me iba a caminar solo en aquella dirección. Llegaba hasta la torre de la Sal Rossa y me internaba por el bosquecillo de la montaña. Otra vez caminé por detrás de la montaña, hasta las salinas. Paseos largos y ascéticos, con frecuencia escuchando música brasileña por el walkman. Todavía existía ese cacharro. Otro rasgo de época: los ordenadores con internet por minutos que había en el hall del hotel y que había que pagar en recepción. Muchas noches inhóspitas las pasé en los chats o en el Messenger, que parecen hoy más viejos que la necrópolis fenicia de Ibiza.
Fue en aquellos meses cuando se desató mi pasión por Thomas Bernhard. Durante años había acumulado libros suyos, pero no los había leído. A Ibiza me llevé Hormigón, porque transcurre en Palma de Mallorca. Lo leí en la primera semana, un día lluvioso, y me entusiasmó. Quise leer más, imperiosamente, ya como un adicto. El apartamento de Madrid se lo había dejado a un amigo en mi ausencia. Lo llamé para que me enviase todos mis libros de Bernhard al hotel. Recibí el paquetón días después y el resto de mi estancia en Ibiza me dediqué a leer a Bernhard; en un estado, ahí sí, de felicidad.
Y había que escribir, por supuesto. Cuando teníamos trabajo, los guionistas nos pasábamos el día en el hotel, escribiendo en nuestras habitaciones, mientras el equipo salía a rodar. El hotel, como he dicho, era inmenso. La entrada estaba en el lado opuesto a la playa. Había un edificio con recepción, un gran hall con mesas bajas y sillones, el bar y el comedor. De ahí se pasaba a un enorme espacio abierto, con una piscina gigante, otra infantil y seis edificios –tres a cada lado– con las habitaciones. El equipo (el personal de producción, el de rodaje, el de maquillaje y vestuario, los actores, los guionistas...) ocupaba solo uno, el del extremo derecho, el más cercano a la playa: los otros cinco estaban vacíos. A veces yo salía y no había absolutamente nadie: un parque temático de la desolación.
Mi habitación estaba en la planta baja. Era una especie de bungaló, con la puerta y las ventanas de madera. Hacia la derecha había un caminito que conducía a una verja alta con un seto. Abriendo la verja, se estaba en la playa. Un día conté los pasos desde la puerta de mi habitación hasta la arena de la playa: veinte. El día que me instalé, me molestó un gorgoteo procedente del sistema de refrigeración. Sonaba todo el día y toda la noche. Pensé llamar para que lo reparasen. Pero lo fui dejando pasar, hasta que me acostumbré. En los momentos de soledad aguda sentí que me hacía compañía, como una mascota. Fue lo más constante que hubo en mi habitación, junto con la escritura de guiones y la lectura de Thomas Bernhard.
Nadie me advirtió el primer día de que el agua del grifo era impracticable: estaba salada. Había que tener agua mineral en el cuarto. Cuando me di cuenta era ya de noche. Tuve que salir, atravesar el inmenso espacio de las piscinas y comprar una botella en la máquina de recepción. El agua del grifo era una de las causantes del “efecto isla”. No era solo que no se pudiera beber, sino que en la ducha no te dejaba el cuerpo limpio del todo. El principal afectado era el pelo, que se iba volviendo áspero. El proceso acumulativo culminaba, al cabo de unas semanas, en un malestar corporal de fondo; no acusado, pero insidioso. En realidad, no me di cuenta hasta que regresé a Madrid y me di la primera ducha “normal”.
Otro causante del “efecto isla” era la comida cotidiana, supergrasienta, del bufé del hotel. Al cabo de unas semanas, estábamos empuercados. También bebíamos mucho. Y circulaba la coca. Casi parecíamos un equipo de Hollywood. Aunque el producto que iba saliendo, cuando pudimos ver el material, era deleznable. En las series de televisión se había propagado entonces, por culpa de Milikito –es decir, de su éxito con Médico de familia–, una suerte de pensamiento mágico. De magia simpática, concretamente. Se consideraba que para atraer a un público amplio había que incluir personajes de todas las franjas de edad. Así que debíamos cruzar tramas y subtramas protagonizadas y subprotagonizadas por los padres, los niños y los abuelos, sin poder desarrollar propiamente ninguna. Por otro lado, los (tampoco abundantes) gags buenos que había en los guiones eran mal dirigidos y peor interpretados. Por eso acabamos no yendo apenas al rodaje.
A principios de mayo, antes de que se abriera el hotel al público, llegó un grupo extrañísimo: lo componían unas cuarenta o cincuenta chicas jóvenes anglosajonas y alemanas, todas con obesidad mórbida. Le preguntamos a un camarero del que nos habíamos hecho amiguetes y nos dijo que eran las chicas que iban a trabajar como cuidadoras de los niños de los clientes durante la temporada. Llegaban antes para un cursillo. Y eran todas así porque así las escogían: introvertidas, con la autoestima baja... para que se centraran en el trabajo y no salieran a probar los placeres diurnos y nocturnos de la isla.
Y al fin abrió el hotel, que se fue llenando rápido. A principios de junio estaba completo. Desde media mañana empezaba el estruendo de los animadores, que no nos dejaba escribir. Al salir de la habitación, se percibía una capa formada con las emanaciones de los protectores solares. Las tumbonas y las piscinas estaban a tope. Desde temprano, los clientes con la pulserita del color convenido ya estaban emborrachándose. El camarero amiguete nos contó que llegaban las familias, soltaban a los niños con las cuidadoras y se dedicaban a estar embriagados toda su estancia. Nos contó la anécdota de una pareja que, después de llevar años alojándose en el hotel, descubrió que al otro lado del seto estaba la playa.
Una mañana iba yo con el ánimo melancólico (tenía una pena que no he contado aquí: en el “todo incluido” algo faltaba) y me puse a caminar por la playa. Estaba llena de bañistas también, pero por la inercia de todas las semanas desapacibles ni se me había ocurrido meterme en el agua. Fui andando por la arena con un cierto espíritu de alucinación, como el extranjero de Camus, aunque sin pistola. Hasta que tropecé tontamente y me quedé un buen rato tal como había caído, sentado de cara al mar. Entonces me di cuenta de que estaba tocado por el “efecto isla”. Los referentes de fuera se habían atenuado. Llevaba más de dos meses en una vida exenta, con sus propios ritmos y sus propias leyes, rodeada. La mente solo encontraba salida en saber que era provisional.
Otra mañana de calor espeso salí a dar una vuelta. Serían las diez o las once. De pronto empecé a ver chicos y chicas medio desnudos, unos quietos y otros deambulando como zombis, solos, en grupo o en pareja, con un erotismo pujante y vicioso aunque pasivo. Se oía música enfrente y allí había muchísimos más: Space había abierto al fin.
* * *
Publicado en Jot Down núm. 19, especial Islas.
Era un resort enorme, de esos de all inclusive, o “todo incluido”. Pero aún no habían llegado los turistas de las pulseras de colores. El hotel lo habían abierto solo para nosotros. Generalmente permanecía cerrado durante la temporada baja, que se prolongaba hasta mediados de mayo. Estábamos en la playa d’en Bossa, cerca de la discoteca Space. Por la isla entera había carteles con la imagen del legendario dj Carl Cox, emplazando a su sesión inaugural de mayo. Hasta entonces todo estaba muerto. No sé si las primaveras son siempre desapacibles en Ibiza, pero la de aquel año lo fue: llovió mucho, hizo viento, hubo pocos días plenos de sol. Era 2004. Acababan de ocurrir los atentados de Atocha y la escapada fue, en cualquier caso, un alivio. Suponía un corte anímico con la atmósfera pesada de Madrid.
Me sorprendió el concepto radical de temporada baja que hay en Ibiza. Se ajusta mejor a la otra expresión, más abrupta: fuera de temporada. Yo soy de la Costa del Sol y aquí la vida turística languidece, pero no se extingue. Bastantes hoteles siguen abiertos, y los comercios y los restaurantes. En Ibiza, en aquella larguísima zona de la playa d’en Bossa, se producía una auténtica hibernación. Los hoteles cerraban, apenas quedaban dos o tres sitios donde comer y casi ningún comercio abría. Había locales y locales cerrados y vacíos, sin estanterías siquiera. Hasta mayo no se veía movimiento: primero los pintaban y los acondicionaban y luego los abastecían; casi todos se convertían en supermercados. La vida solo se mantenía en las poblaciones: en la ciudad de Ibiza y en los pueblos, San Antonio, Santa Eulalia, Santa Gertrudis, San José...
Cuando quería salir y no había coche disponible ni tenía paciencia para esperar el autobús –que pasaba de hora en hora, irregularmente–, me iba andando a Ibiza. Una caminata de cuarenta y cinco minutos. La hacía en parte por la playa y en parte por el interior, por la zona de los locales cerrados. Caminar por la playa era hermosísimo pero dificultoso. En la orilla se acumulaban las algas muertas. La posidonia es una especie protegida: sus praderas son las que le dan el tono variable, manchado, al paisaje marino de las Pitiusas. Pero en la arena formaban montañas marrones que parecían el excremento del mar. Al atardecer se llenaban de mosquitos.
En Ibiza me gustaba sentarme en la terraza del hotel Montesol o en alguna de Vara del Rey, pasear por el puerto, recorrer las calles de las viejas casas de marineros, reconvertidas muchas en bares y tiendas hippies, y subir a Dalt Vila, el antiguo núcleo fortificado, para contemplar el panorama desde la muralla, desde algún baluarte. Hacia mar abierto, los islotes próximos y Formentera. Hacia el puerto, el continuo trasiego de los ferrys y los barcos de Baleària. Y las casas vistas desde arriba, con sus habitantes en las azoteas y en las callejuelas, componiendo cuadros pintorescos como sacados del siglo XIX. Los cañones de lo alto recordaban el pasado de invasiones y de ataques piratas de la isla.
La primera vez que subí a Dalt Vila vi en la puerta de un establecimiento un cartelón con recortes de periódico sobre una pareja de artistas hippies: Traspas y Torijano. Eran insultantemente jóvenes y prometedores... en los años setenta, según la fecha. El establecimiento era de ellos: ahora se dedicaban a la artesanía. Me dio vértigo la idea de que, si me asomaba, los vería treinta años después. Renuncié a hacerlo.
Abajo solía caminar por el puerto hasta el faro de Botafoc, el extremo más alejado de la ciudad. Encaramándome por una ladera, llegaba hasta unos acantilados. Al otro lado quedaba el pueblo de Talamanca. No sé si eran esos mismos acantilados, o los que quedaban enfrente, aquellos en cuyo borde se situaba Cioran dudando si arrojarse. Lo cuenta en su Cuaderno de Talamanca, que empieza con esta anotación del 31 de julio de 1966:
Esta noche, sobre las tres, completamente despierto. Imposible seguir más tiempo en la cama. He ido a pasear por la orilla del mar, acompañado de los más sombríos pensamientos. ¿Y si me arrojara desde lo alto del acantilado? He venido hasta aquí por el sol, y yo no puedo soportar el sol. Todo el mundo está moreno, pero yo seguiré blanco, pálido. Mientras me entregaba a toda suerte de reflexiones amargas, contemplaba los pinos, las rocas, las olas “visitadas” por la luna, y de repente me di cuenta de hasta qué punto estaba yo ligado a este hermoso y maldito universo.Cuando salíamos por la noche los del equipo, el lugar de copas era el Teatro Pereyra, un teatro decimonónico reconvertido en café-bar, con música en directo. Alguna vez fuimos también a Pachá, a un tugurio cercano llamado El Infierno, a un after de Jesús o a la zona de copas de San Antonio, que eran prácticamente los únicos sitios de marcha fuera de temporada. Pero el lugar habitual era el Teatro Pereyra, donde recalaba todo el que iba a Ibiza en esas fechas. El bar lo ocupaba propiamente el antiguo ambigú. Cuando cogimos confianza con los camareros, nos enseñaron el teatro. Se accedía por una puerta situada tras la barra. La visión era impresionante. La sala se conservaba intacta, pero envejecida: los asientos polvorientos, el telón subido, el escenario y los pasillos llenos de cajas de bebidas (hacían de almacén), y por el techo palomas, que revoloteaban de un palco a otro. Parecía que en cualquier momento iba a surgir el fantasma de la ópera...
A veces, si conseguíamos un coche o un jeep de los alquilados por la productora, nos íbamos unos cuantos de excursión a alguna cala, a un chiringuito frente a la isla de Tagomago, a tomar un arroz en Es Cavallet, junto a las salinas, a probar el prodigioso alioli de Es Pins, en la carretera de San Juan, en el interior de la isla, a visitar el mercado hippy de Las Dalias, o a ver cómo los pijipis veían la puesta de sol desde el Café del Mar, en San Antonio. La primera vez no nos podíamos creer que fuesen a aplaudir, pero aplaudieron. Una tarde fuimos tres guionistas y un actor a ver la puesta ante la isla de Es Vedrá. Cuando el sol se ocultó, salimos de nuestro recogimiento, nos miramos y sonreímos. Nos echamos a aplaudir, primero de broma y después no tanto; o mezclando la broma y la no broma. Al final nos quedó como uno de los recuerdos más bonitos: la emoción se había colado en la ironía.
Uno de los primeros fines de semana vino una amiga a visitarme –la única visita que recibí en toda mi estancia– y fuimos a Formentera. Llegamos en el ferry y allí alquilamos un coche. Era un día lluvioso. Subimos al Pilar de la Mola y vimos el famoso faro. Formentera formaba parte del paisaje que se veía desde la playa de mi hotel. A veces me iba a caminar solo en aquella dirección. Llegaba hasta la torre de la Sal Rossa y me internaba por el bosquecillo de la montaña. Otra vez caminé por detrás de la montaña, hasta las salinas. Paseos largos y ascéticos, con frecuencia escuchando música brasileña por el walkman. Todavía existía ese cacharro. Otro rasgo de época: los ordenadores con internet por minutos que había en el hall del hotel y que había que pagar en recepción. Muchas noches inhóspitas las pasé en los chats o en el Messenger, que parecen hoy más viejos que la necrópolis fenicia de Ibiza.
Fue en aquellos meses cuando se desató mi pasión por Thomas Bernhard. Durante años había acumulado libros suyos, pero no los había leído. A Ibiza me llevé Hormigón, porque transcurre en Palma de Mallorca. Lo leí en la primera semana, un día lluvioso, y me entusiasmó. Quise leer más, imperiosamente, ya como un adicto. El apartamento de Madrid se lo había dejado a un amigo en mi ausencia. Lo llamé para que me enviase todos mis libros de Bernhard al hotel. Recibí el paquetón días después y el resto de mi estancia en Ibiza me dediqué a leer a Bernhard; en un estado, ahí sí, de felicidad.
Y había que escribir, por supuesto. Cuando teníamos trabajo, los guionistas nos pasábamos el día en el hotel, escribiendo en nuestras habitaciones, mientras el equipo salía a rodar. El hotel, como he dicho, era inmenso. La entrada estaba en el lado opuesto a la playa. Había un edificio con recepción, un gran hall con mesas bajas y sillones, el bar y el comedor. De ahí se pasaba a un enorme espacio abierto, con una piscina gigante, otra infantil y seis edificios –tres a cada lado– con las habitaciones. El equipo (el personal de producción, el de rodaje, el de maquillaje y vestuario, los actores, los guionistas...) ocupaba solo uno, el del extremo derecho, el más cercano a la playa: los otros cinco estaban vacíos. A veces yo salía y no había absolutamente nadie: un parque temático de la desolación.
Mi habitación estaba en la planta baja. Era una especie de bungaló, con la puerta y las ventanas de madera. Hacia la derecha había un caminito que conducía a una verja alta con un seto. Abriendo la verja, se estaba en la playa. Un día conté los pasos desde la puerta de mi habitación hasta la arena de la playa: veinte. El día que me instalé, me molestó un gorgoteo procedente del sistema de refrigeración. Sonaba todo el día y toda la noche. Pensé llamar para que lo reparasen. Pero lo fui dejando pasar, hasta que me acostumbré. En los momentos de soledad aguda sentí que me hacía compañía, como una mascota. Fue lo más constante que hubo en mi habitación, junto con la escritura de guiones y la lectura de Thomas Bernhard.
Nadie me advirtió el primer día de que el agua del grifo era impracticable: estaba salada. Había que tener agua mineral en el cuarto. Cuando me di cuenta era ya de noche. Tuve que salir, atravesar el inmenso espacio de las piscinas y comprar una botella en la máquina de recepción. El agua del grifo era una de las causantes del “efecto isla”. No era solo que no se pudiera beber, sino que en la ducha no te dejaba el cuerpo limpio del todo. El principal afectado era el pelo, que se iba volviendo áspero. El proceso acumulativo culminaba, al cabo de unas semanas, en un malestar corporal de fondo; no acusado, pero insidioso. En realidad, no me di cuenta hasta que regresé a Madrid y me di la primera ducha “normal”.
Otro causante del “efecto isla” era la comida cotidiana, supergrasienta, del bufé del hotel. Al cabo de unas semanas, estábamos empuercados. También bebíamos mucho. Y circulaba la coca. Casi parecíamos un equipo de Hollywood. Aunque el producto que iba saliendo, cuando pudimos ver el material, era deleznable. En las series de televisión se había propagado entonces, por culpa de Milikito –es decir, de su éxito con Médico de familia–, una suerte de pensamiento mágico. De magia simpática, concretamente. Se consideraba que para atraer a un público amplio había que incluir personajes de todas las franjas de edad. Así que debíamos cruzar tramas y subtramas protagonizadas y subprotagonizadas por los padres, los niños y los abuelos, sin poder desarrollar propiamente ninguna. Por otro lado, los (tampoco abundantes) gags buenos que había en los guiones eran mal dirigidos y peor interpretados. Por eso acabamos no yendo apenas al rodaje.
A principios de mayo, antes de que se abriera el hotel al público, llegó un grupo extrañísimo: lo componían unas cuarenta o cincuenta chicas jóvenes anglosajonas y alemanas, todas con obesidad mórbida. Le preguntamos a un camarero del que nos habíamos hecho amiguetes y nos dijo que eran las chicas que iban a trabajar como cuidadoras de los niños de los clientes durante la temporada. Llegaban antes para un cursillo. Y eran todas así porque así las escogían: introvertidas, con la autoestima baja... para que se centraran en el trabajo y no salieran a probar los placeres diurnos y nocturnos de la isla.
Y al fin abrió el hotel, que se fue llenando rápido. A principios de junio estaba completo. Desde media mañana empezaba el estruendo de los animadores, que no nos dejaba escribir. Al salir de la habitación, se percibía una capa formada con las emanaciones de los protectores solares. Las tumbonas y las piscinas estaban a tope. Desde temprano, los clientes con la pulserita del color convenido ya estaban emborrachándose. El camarero amiguete nos contó que llegaban las familias, soltaban a los niños con las cuidadoras y se dedicaban a estar embriagados toda su estancia. Nos contó la anécdota de una pareja que, después de llevar años alojándose en el hotel, descubrió que al otro lado del seto estaba la playa.
Una mañana iba yo con el ánimo melancólico (tenía una pena que no he contado aquí: en el “todo incluido” algo faltaba) y me puse a caminar por la playa. Estaba llena de bañistas también, pero por la inercia de todas las semanas desapacibles ni se me había ocurrido meterme en el agua. Fui andando por la arena con un cierto espíritu de alucinación, como el extranjero de Camus, aunque sin pistola. Hasta que tropecé tontamente y me quedé un buen rato tal como había caído, sentado de cara al mar. Entonces me di cuenta de que estaba tocado por el “efecto isla”. Los referentes de fuera se habían atenuado. Llevaba más de dos meses en una vida exenta, con sus propios ritmos y sus propias leyes, rodeada. La mente solo encontraba salida en saber que era provisional.
Otra mañana de calor espeso salí a dar una vuelta. Serían las diez o las once. De pronto empecé a ver chicos y chicas medio desnudos, unos quietos y otros deambulando como zombis, solos, en grupo o en pareja, con un erotismo pujante y vicioso aunque pasivo. Se oía música enfrente y allí había muchísimos más: Space había abierto al fin.
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