El error sería considerar que hay un Lluís Llach artista y un Lluís Llach soplón, acusica, represor, que aún no manda y ya está castigando. Castigador ha sido siempre: sus canciones y sus mohínes de ser hipersensible eran ya una tortura, un suplicio insoportable. No hay dos Lluís Llach, sino un único Lluís Llach: entre sus diversas brasas hay una continuidad absoluta, porque todas salen del mismo brasas.
Llevo años en campaña contra los cantautores y no se me ha tomado en serio. He pasado por hombre insensible, cuando lo mío era una pura campaña por la sensibilidad. Campaña cuyo paso previo inexcusable era limpiar del panorama las babas de la pseudosensibilidad. El daño que han hecho los cantautores con su pseudosensibilidad a flor de piel, babosa, repugnante, no se puede cuantificar. Así a ojo, han arrasado generaciones y generaciones de sensibilidades. En términos educativos, han hecho más daño que la Logse.
Y la Logse estaba ya enterita en “Esos locos bajitos”, de Joan Manuel Serrat. Los cantautores empezaron así: afeándoles la conducta a los adultos que regañaban a los niños, marcándose el pegote lúdico y coleguil, y han terminado siendo una mezcla de Tejero y la señorita Rottenmeier. Aunque Serrat, todo hay que decirlo, no ha llegado a tanto (y se le nota avergonzadillo). En la cúspide, como guinda del asqueroso pastel nacionalista, está Lluís Llach.
Me pongo, para calentarme, su concierto en el Camp Nou de 1985 y el exhibicionismo de su emotividad es repulsivo. La cenagosa mermelada no deja margen: es un atrapamoscas del que no te puedes despegar, porque si lo intentas te conviertes en un monstruo. Un monstruo apaleable: ahí está el truco. Es un arte el de Llach (¡un pseudoarte!) pringoso, abusón, mangoneador, en cuyas melifluidades chantajistas estaban ya el odio y el cachiporrazo.
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En The Objective.