Cada vez que pienso en los toros, cuando se me pide que piense en los toros, noto que en mi ruedo mental me voy desprendiendo. Y debo resaltar lo de “cuando se me pide”, porque por mi cuenta no suelo pensar en los toros: es una preocupación secundaria en mi vida. Se me pidió también el verano pasado y percibo que me he alejado más. Todavía no defiendo la prohibición, pero ya no peleo con quienes la defienden. Hace solo cuatro años me recuerdo discutiendo acaloradamente con una amiga por las calles de Lisboa y ese ya no soy yo.
No sin sorpresa, observo cómo la civilización va ganando terreno en mí. ¿Será la edad? Ya me cuesta trabajo hasta matar insectos (aunque si hay que matarlos los mato). Se me va imponiendo un resquemor budista, un respeto por todo bicho viviente. Nunca he sido cruel con los animales, pero en el contexto taurino el dolor desaparecía: envuelto en el ritual, en las emanaciones simbólicas o en la simple diversión. Pocas veces contemplaba realmente el toro como ser vivo. Era una metáfora.
De niño, como casi todos los niños de mi generación, jugaba a ser torero. Puedo ver la muletita roja en la cama, cuando me la regalaron mis padres. Pero ni siquiera llegué a convertirme en un aficionado. Las corridas estaban con frecuencia en la tele y a veces me paraba a mirarlas (en blanco y negro primero, en color después). No me hacían daño. Sufría más mi abuelo, al que sí le gustaban. Permanecía callado durante las faenas. Y cuando moría el toro decía, con compasión: “Animalito” (entonación: áni-malito).
Había más amor por el animal en esa palabra que en las proclamas de los animalistas. De eso no me olvido. En mi ruedo mental se mantiene ese tope.
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En The Objective.