Definitivamente, Europa es eso que cada año sobrevive a Eurovisión. Me refiero a la Europa ideal, por supuesto, que quizá esté por encima de nuestras posibilidades. Aunque, qué diablos, no es solo ideal: hay también una Europa real –la del gran arte y la gran música, la de la gran cultura– muy por debajo de la cual queda el espectáculo de Eurovisión.
Tiene gracia que el gran acontecimiento europeo del año –deporte aparte– sea ese desfile de artistas horteras en decorados retrógrados, presentados por sujetos que oscilan entre el engolamiento y un desenfado que hace añorar el engolamiento. Más que en el escenario que se ve por la tele, Europa, nuestra Europa, está en los comentarios irónicos de los salones; en el cachondeíto –este sí que moderno, o posmoderno– con que se asiste desde las casas. Tales frivolidades, por cierto, tienen un indudable toque gay. De manera que la noche de Eurovisión es la noche en que Europa entera juega a ser gay. Una noche liberadora, en fin.
La papilla internacional que dispensan algunos participantes no es lo peor del evento. Lo peor son los terrones nacionales que dispensan muchos otros. Los elementos étnicos, folclóricos, que introducen hacen que Eurovisión parezca un espectáculo de coros y danzas regionales del franquismo, ese germen de nuestros casticismos autonómicos. Extrapolando, podríamos decir que la Europa que aparece en Eurovisión –justo esa que no queremos– vendría a ser una especie de Europa autonómica: la Europa de los gorritos, las boinas, los chalecos, las faldas y los pañuelos, que son el estiércol nacional del que sale la rosa abstracta, supranacional, de la ciudadanía europea.
No es de extrañar que los más antieuropeos –en ese sentido ideal– que hoy tenemos en Europa, a saber, los nacionalistas catalanes, hayan pedido justo esa semana crear “las Naciones Unidas de Europa”, que sería como trasladar Eurovisión a la política. Que es de donde Europa ha venido huyendo desde las dos guerras mundiales...
Pero este año ha habido final feliz. La canción ganadora es una monada portuguesa, un poco abrasileñada, que el cantante canta con cucamonas entrañables. Ha sido la segunda buena noticia europea en una semana, después del triunfo de Macron, y me gustaría pensar que ambas se insertan en una misma línea de regeneración política y estética de Europa.
Por lo demás, los portugueses estarán encantados de que Portugal haya quedado la primera y España la última. Y los españoles también. Así que felicidad completa en la Península.
* * *
En El Español.