28.12.20

Acuarela de Brasil

No me gustó la película Brazil de Terry Gilliam, pero mis amigos del colegio mayor me la hicieron ver dos veces en aquellos domingos vacíos de la Ciudad Universitaria. Me dejó, sin embargo, un poso que no me han dejado otras películas que sí me gustaron.

Era un distopía, inspirada en 1984 de George Orwell, que mostraba un mundo mecanizado, desalmado, cruel. De vez en cuando en la mente del protagonista se abría una figuración de vida verdadera –colorida, cálida– mientras sonaba “Aquarela do Brasil”. Aunque la versión de la película es un poco irónica, representaba ese anhelo de lo no vivido: una especie de sombra de color –situada en ningún sitio– de la existencia oscura.

En el centro de mi 2020 está también esa ausencia, encarnada precisamente en Brasil. En mayo tenía un viaje de una semana a Río de Janeiro, con motivo de unas jornadas en el Instituto Cervantes en las que también iban a participar, por España, Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello. A Jaime Llopis, valenciano que vive y trabaja allí, se le ocurrió que hablásemos del Quijote, del poeta Carlos Drummond de Andrade y del artista Cândido Portinari, a partir de unas pinturas de este sobre el libro de Cervantes que inspiraron a Drummond unos poemas.

Me hacía ilusión que Brasil apareciese en los diarios de Trapiello. Y me hacía más ilusión aún volver a Brasil veinte años después de mi primer viaje (y diecinueve después del último). Yo entonces vivía en Madrid y, a mi regreso, solía montarme en la recién inaugurada línea de metro a Barajas y deambular por el aeropuerto. Me dedicaba a escribir guiones y aquel itinerario me servía para pensar. Pero la razón primera, como les decía a mis amigos, era que Barajas es la zona de Madrid más cercana a Río de Janeiro.

Cuando empezó 2020 estaba ese sol de Brasil en el calendario. Junto a ese sol que no salió, hay un montón de cosas que no sucedieron. Sucedieron en su lugar otras, porque siempre sucede algo. Pero eso no impide que tengamos a este año por un sucedáneo, por un impostor. Muchas vidas se han perdido, y otras muchas han variado su trayectoria, quizá irreparablemente.

Me gusta pensar ahora que lo bueno que no sucedió sigue ahí, aunque no lo tengamos. Preservado en el cofre donde no lo desgasta el tiempo. Hay un 2020 irreal pero mejor, que entrevemos, sin poder tocarlo, cuando suena “Aquarela do Brasil”.

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