Me tocó estar en una mesa electoral en las municipales de 2011. En nada estaban de acuerdo los interventores del PP y del PSOE, salvo en el desprecio a UPyD. No paraban de lanzarse pullitas sobre todos los asuntos, no había entendimiento posible. Salvo cuando salía UPyD y se reían. Ni siquiera decían UPyD. Lo llamaban UPA Dance.
Aquellas elecciones fueron justo una semana después del 15-M. El del PSOE, un maricomplejines presanchista, estaba fascinado y compungido: “¿qué hemos hecho mal?”. Luego se dijo que del 15-M surgieron “los nuevos partidos”. Ningún politólogo tuvo el rigor de señalar que UPyD ya estaba desde 2007 (y Ciudadanos desde 2005): constatando un malestar que a todos –incluidos los futuros chicos 15-M– se les había escapado.
El problema de UPyD es que fue un verdadero partido de izquierdas o centro-izquierda: un partido progresista frente a la izquierda (y la derecha) reaccionaria. Unión, Progreso y Democracia: estaba muy bien puesto el nombre. Jamás tuvo las ventajas mediáticas de las que siempre gozó Podemos y de las que luego gozaría Vox (y en un momento dado, ya también Ciudadanos). Su progresismo ilustrado era el verdadero peligro.
No se le perdonó su vocación de bisagra virtuosa: era un partido que, realmente, hubiera sacado lo mejor del PSOE y del PP. Lo mejor quiere decir lo mejor para el bien común, para los ciudadanos (sí: para “la gente”). A partir de los consensos elementales de la España constitucional: única senda del progresismo real, práctico.
Hoy el PSOE y el PP están tensados hacia sus extremos viciosos por Podemos y por Vox. El centro ha volado. También la izquierda progresista. Y casi la derecha moderada. Quizá era demasiado sofisticada para los españoles la operación que proponía UPyD. Lo pagarán, naturalmente. Nada sale gratis.
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En The Objective.