Escohotado era más serio, quizá más concienzudo, aunque no menos juguetón. Gustaba de las travesuras y practicaba el noble arte de epatar. Su racionalismo era completo, porque estaba animado por la ebriedad: en primer lugar por la más pujante, que es la del entusiasmo. Creí entender que su admiración por Hegel (y por Aristóteles) era fruto de su fascinada curiosidad por lo real, por la compleja dialéctica de lo real. En algún momento dijo algo interesante: que el materialista era Hegel, precisamente por ello, y que el idealista era Marx, un simplificador ideológico. Le interesaba, al cabo, aquello que decía Borges: "la diversidad de las criaturas / que forman este singular universo". Su cotidiana experiencia con las drogas no reducía, sino que acrecentaba esa riqueza.
Su Historia de las drogas es deslumbrante porque constituye un ejercicio puro de librepensamiento. Consulto este término en el diccionario de la Academia: "Doctrina que reclama para la razón individual independencia absoluta de todo criterio sobrenatural". Correcto, si incluímos en lo "sobrenatural" el entramado político-represivo, el sociológico y el de las simples inercias mentales que impiden una relación recta con la realidad. Asistir a cómo Escohotado se abría paso en esa jungla con su erudición, su razón y su coraje nos cambió la cabeza. Hizo la misma operación años después en su aún más monumenal Los enemigos del comercio, una pormenorizada crítica al comunismo a lo largo de la historia.
Pero el libro suyo que prefiero es Sesenta semanas en el trópico, tal vez porque su escritura (se trata de un diario) es la que más se acerca al Escohotado oral, que era definitivamente mi favorito. Cuántas noches de insomnio me he levantado para ponerme un vídeo suyo y volver reconfortado a la cama. Qué logro ahora que, con su muerte, la pena sea dulce. No hay sensación de frustración, sino de culminación, de cumplimiento. Ha honrado la vida y nos ha invitado a que la honremos. Estamos bien, aunque de repente nos falta alguien ejemplar.
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En El Español.