[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 3:21:19]
Buenas noches. Mi condición de bufón del programa me permite, casi me obliga, a llevarle la contraria al rey Latorre. Esta semana, como ha hecho otras veces, se pronunció radicalmente en contra de las despedidas de soltero, y hasta le quitó la palabra a Pablo Pombo cuando se disponía a iniciar una defensa. Aunque sea lo último que haga en el programa, la defensa la voy a hacer yo ahora. A mí me encantan las despedidas de soltero por su valor filosófico. El filósofo que más admiro es Nietzsche, que dividía el mundo entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Pues bien, las despedidas de soltero son un ejemplo vibrante de lo dionisiaco. Lo dionisiaco es la exaltación de la vida, del desorden, del instinto. El matrimonio, en cambio, sería un ejemplo de lo apolíneo: la moderación mortecina, el orden, la sensatez. Quien se casa abandona la vitalidad salvaje del dios Dionisos y se sepulta en la mesacamilla, con estufita y babuchas, del pálido Apolo. Las despedidas de soltero son el último momento dionisiaco de quienes se van a casar. El futuro esposo o esposa, antes de esposarse a Apolo, se descoca en una fiesta final consagrada a Dionisos. Este es un dios comunitario, por eso los solteros y solteras llevan su cortejo de iguales, ataviados con motivos generalmente obscenos. En el fondo es la hoguera en la que arde lo que no se quiere que entre en el domicilio conyugal: la borrachera, la juerga, el despendole, la provocación... Querido oyente, diga lo que diga el rey Latorre, respeta el espectáculo de las despedidas de soltero cuando te cruces con una por la calle: se está oficiando un rito filosófico, la última noche feliz (¡dionisiaca!) de los solteros y solteras que van a sacrificarle su vida (¡su sexualidad!) al pichatriste Apolo.