24.10.24

Variaciones sobre la muerte

Es cierto que Almodóvar ya no pisa la calle, pero ¿quién la pisa? La calle, no el yo, es la odiosa. Lo que hay que hacer es lo que hace Almodóvar: quedarse en el búnker (una mansión en su caso, un cuartucho en el mío) forrado de colchones culturales hasta que todo esto pase. Es decir, la vida.
 
Cuando se está fuera de su curso, quedan solo dos diálogos posibles: con la cultura y con el tiempo; o sea, respecto a esto último, con la existencia despojada. Hay una estilización existencial, una simplificación. Queda lo que se ha hecho a lo largo de los siglos para pasar la vida y queda el fin de la vida.
 
El fin físico, porque hay un fin anterior. Me ha sorprendido que en La habitación de al lado, la nueva película de Pedro Almodóvar (que es de la que estoy escribiendo), se diga una frase que leí en El sexo y el espanto, de Pascal Quignard (no sé si se le ha ocurrido a su vez a Almodóvar, si viene en la novela de la que ha hecho el guión, Cuál es tu tormento, de Sigrid Nunez, o si Almodóvar está citando implícitamente a Quignard): "Lo contrario de la muerte no es la vida, sino el sexo".
 
Hasta que se dice esa frase, yo estaba esperando algún encuentro sexual en la película. A modo de despedida corporal de los placeres. Pero no, el ámbito ya es tanático. Las preciosas casas de la película, el precioso hospital, todos con vistas, son ya sarcófagos (coloridos). De sexo solo se habla fuera, en el igualmente precioso jardín: pero es un sexo pasado, como de paraíso pasado. (Se me ocurre otra frase, a propósito de lo que dije al principio: "Lo contrario de la muerte no es la vida, sino la calle".)
 
Fuera (además del excurso de la guerra y el del incendio) se habla también de apocalipsis climático, como de muerte global futura. Es la muy comentada secuencia de la turra de Turturro, en la terraza del restaurante campestre, con río. Pero si es una prédica del director, como se ha criticado, este se la toma con ironía, porque Julianne Moore le reprende. Tal vez Almodóvar se dé cuenta de que es un bobo en la vida y deje solo para las películas su inteligencia. Sería un logro aristotélico, porque es en las obras donde el artista se da en acto, con sus potencialidades cumplidas, permanentemente.
 
La muerte colectiva, en cualquier caso, no viene a cuento en una película que habla de la muerte individual, con el radicalismo de lo irrepetible. El mundo que se deja. Las últimas miradas, de la mujer que sobrevive y de la que muere (aquí Tilda Swinton, en algunos planos transmutada en Richard Widmark). En las variaciones sobre la muerte que ofrece Almodóvar en La habitación de al lado no podía faltar la de la muerta que sobrevive y ve por un instante cómo sería el día sin ella: cuando aparece tras la cristalera como una mancha de luz blanca y encuentra a Moore llorándola. Suena una música (enorme Alberto Iglesias) entre de Tristán e Isolda y Vértigo.
 
Y están las referencias culturales, las que acolchan el búnker y lo hacen en un sentido profundo habitable: Dora Carrington, Lytton Strachey, Leonora Carrington, Virginia Woolf, Buster Keaton (Siete ocasiones), Roberto Rossellini (Te querré siempre) y sobre todo Edward Hopper y James Joyce: estos últimos, el sol (Gente al sol) y la nieve (Los muertos); gente al sol como si estuviera muerta. Tres veces se repite el último párrafo de la novela corta de Joyce y las tres veces emociona, con gradación creciente.
 
Entre las tontas declaraciones de Almodóvar están las de que tener un hijo es un gesto egoísta. Puede que lo sea, como lo son las casas y las ropas de lujo de Almodóvar (¡y hasta su melodramático apoyo a Sánchez!). Pero en la película (definitivamente le ha dejado a su cine el monopolio de la inteligencia) hay el mayor canto al engendrar que ha habido en el arte en mucho tiempo. En esta ocasión, de estirpe platónica.
 
Fue Eugenio Trías el que señaló esa raigambre inesperadamente nietzscheana de Platón: los hijos como inmortalidad inmanente; la vida que se renueva por los cuerpos, en la tierra, sin necesidad de trasmundo. Algo compatible con la eutanasia (o el suicidio) que defiende la película: admirablemente coherente Almodóvar aquí, fiel al sentido de la tierra (pertinente, pues, el ataque al policía integrista). El director lo propone cuando, después de la muerte de Swinton, aparece la hija (vivo retrato de la madre, aunque ya sin destellos widmarkianos) por la misma cristalera y se coloca en la misma tumbona al sol.
 
Reservaba además Platón (y Nietzsche y Trías) una inmortalidad terrenal al que no tiene hijos pero sí obras. Así Almodóvar con sus películas. La habitación de al lado, como película perfecta (así la ha calificado el fino cinéfilo Pablo Muñoz, contra tanto cabeza de chorlito de estragado gusto; son los túrricos Turturros de enfrente) y bellísima, hábil en el arte de contener la emoción para que no resulte fraudulenta, es ya una cápsula que seguirá enseñando en la vida lo que es la muerte y lo que fue la vida (y la calle, y el sexo).
 
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