[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 3:05]
Buenas noches. Mi aguafiestismo profesional me obliga hoy a la tarea, ciertamente desagradable, de arremeter contra el tenista adorado por todos los españoles. ¿Por todos? ¡No! Este español que les habla no adora a Rafa Nadal. Más bien lo repudia. Su apología del sufrimiento, en plan Jesucristo crucificado en su raqueta, se opone a mi instinto hedonista. No creo en la redención por el dolor. El poema de Borges Cristo en la cruz termina con esta pregunta memorable: "¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?". En su retirada, Nadal ha confesado que no ha jugado ni un solo partido de tenis en su carrera sin sufrir. Y el público (¡animal sádico!) ha disfrutado con ello. Pero yo no, yo he sufrido con el tenis cada vez que me he asomado a un partido, sobre todo si ha sido durante horas. Aunque reconozco que ese aburrimiento de la pelota de un lado para otro tiene algo de ejercicio de meditación budista. Sobre el sinsentido de la vida, por ejemplo. Pero ahora que estoy pensando en ello, caigo en que sí hay dos cosas que me han proporcionado placer en el tenis. Primero, aquellos espectáculos que montaba John McEnroe en sus peleas con el árbitro: "¡La bola entró! ¡La bola entró!". McEnroe ha sido el gran aguafiestas del tenis y yo a él sí lo adoro, como hermano aguafiestas. Y segundo, las hermanas Williams. Con ellas he gozado a tope, confieso que por motivos no estrictamente tenísticos. Me encantaban Venus y Serena, y siempre esperaba que jugase una contra otra. Cuando no era así, cuando una Williams jugaba contra Arantxa o Conchita, me mataban los contraplanos. Pero cuando una hermana Williams se enfrentaba a otra hermana Williams para mí era una fiesta. ¡La fiesta del aguafiestas!