Algunos hacen bromas sobre la dejadez de Sánchez en el Año Franco, que empezó pujantemente con el primer acto y el anuncio de otros mil (aprox.) por el cincuenta aniversario de la muerte del muñeco dictatorial; que no del fin de la dictadura, ojo. Este se produjo con la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Pero Sánchez tenía un problema con la fecha efectiva: sus socios la reprueban y hacen escarnio de ella denominando a la democracia que instauró "régimen del 78". Un régimen a derrocar, con su democracia. Este es el contexto en que Sánchez inauguró el Año Franco.
El caso es que realizó aquel acto del 8 de enero en el Reina Sofía, lo más notable del cual fue el relanzamiento de la horrenda Libertad sin ira, que desde entonces no nos hemos podido sacar de la cabeza, por más desarticulada que fuese la versión (mejor que la original, de hecho), aunque reencajada en la nueva hornada cantautoril de prédicas ideológicas a la que pertenece la tal Jimena Amarillo (con el uniforme que se lleva ahora). Pero desde entonces no ha habido ningún acto más de los mil (aprox.) anunciados. Y algunos se ríen, es a lo que iba, de la dejadez de Sánchez, acosado por sus problemas, en este año suyo de caramelo, por Franco.
Yo, en vez de reírme, que también un poco, he estado cavilando hasta dar con una respuesta. La alternativa es grandiosa, nada que ver con la desperdigada sucesión de microactos antifranquistas a lo largo de doce meses, que habrían sido como disparos de escopeta de perdigones (¡justo!). Sánchez ha encontrado algo más impactante, tal vez estimulado por sus novelistas de cabecera, conocidas como las Pemanas: lo que había que hacer, y está haciendo Sánchez, es la ejecución de un Año Franco performativo. Un Año Franco en condiciones, con el mismísimo Sánchez encarnando al muñeco dictatorial y haciendo check en todos los ítems franquistas de ese neofranquismo que es el sanchismo. Lo está haciendo muy bien (¡francamente!) Sánchez.
Un amigo mío decía que con Sánchez la izquierda española había cumplido su sueño (¡húmedo!) de tener su propio Franco: un Franco guapo y de izquierdas, altito, políglota, con buena percha para los trajes. En verdad murió Franco pero no murió el franquismo sociológico, encarnado en la sociedad española transversalmente; tal vez porque fue el franquismo el que se acopló a la condición sumisa y acusica y sectaria de la sociedad española. Tras el trauma de la guerra civil (y descontando los muertos, los exiliados, los encarcelados: estertores de la resistencia), con el franquismo estuvo en su salsa como ahora lo está con el sanchismo.
Con Sánchez estamos volviendo a ver cosas que no se veían precisamente desde la muerte del muñeco dictatorial, y mucho menos desde que empezó a regir la Constitución de 1978. Han vuelto: el Nodo; la prensa del movimiento; la conspiración judeomasónica (ahora de "la derecha y la ultraderecha"); la autarquía; la censura previa (caso Luisgé con Anagrama); los privilegios para el País Vasco y Cataluña; los procuradores en Cortes; la sumisión del legislativo al ejecutivo, y el intento de un judicial regido por el Sánchezprinzip; la arbitrariedad del poder; la chulería a lo Millán Astray (¡un saludo, ministro The Puentete!); los intelectuales orgánicos; la adhesión de la farándula (¡las Estrellitas Castro!); el embrutecimiento ambiente; la moralización; el turista cien millones; la sintaxis infecta; la retórica hueca; la división brutal, sangrante, entre el discurso oficial y la España real.
El Año Franco, en fin, le está saliendo clavado a Sánchez. Los españoles estamos teniendo del franquismo una experiencia inmersiva.
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En The Objective.