No se me ocurre mejor justificación del Estado que la existencia de Radio 3. Podría aducirse también la Sanidad, y la verdad es que yo me enternezco cada vez que visito un hospital público y veo a los enfermos allí acumulados bajo el cuidado estatal; cutre y deficiente con frecuencia, pero también cálido. Veo las sabanitas o esas bandejitas de plástico con el soso menú y me emociono. Siempre trato de visualizar ese gasto a la hora de pagar mis impuestos. Porque si lo que visualizo son los coches oficiales o los dispendios de autopromoción política, me deprimo. Con la Educación tengo un problema. Soy partidario (¡republicanamente!) de la Instrucción Pública. Pero el rebanamiento cerebral que ha provocado la Logse me hace pensar que podríamos suprimir esa partida presupuestaria. A cambio, naturalmente, habría que incrementar la de la Policía: el vaciamiento de las aulas causaría hoy mayores desórdenes callejeros que el vaciamiento de las cárceles. No es justo que los inermes profesores deban seguir ocupándose de esas hordas de delincuentes que son nuestros alumnos: auténticos lobos hobbesianos nacidos de pedagogos con el cerebro rebosante de mermelada Rousseau. Esos que aún no han aprendido que el buen salvaje no nace: se hace. Si se le deja hacer, se convierte en caníbal.
Pero volvamos a Radio 3. Conforme más lo pienso, más milagrosa me parece su existencia. ¿Cómo es posible que exista, en España, y pagada por el Estado, una maravilla así? ¿Cómo se ha colado una maravilla así? Cada mañana la sintonizo con el temor de que voy a encontrar un chisporroteo de nieve. Pero no: el milagro se renueva. Me siento como esos antiguos que temían que cualquier día dejase de salir el sol. Radio 3 lleva ya un montón de años, ¿pero cuántos más durará? Si algo me ha enseñado la vida es que hay que disfrutar del momento, porque cualquier rinconcito agradable, cualquier retícula por la que circule un poco de aire fresco, acaba siendo cerrada inevitablemente. En esto, como en tantas otras cosas, soy muy de Cioran, quien decía: "La vida es un infierno, cada instante del cual es un milagro". Y, por ahora, el milagro diario de Radio 3 se sucede.
Yo la escuché mucho en los ochenta, pero desde entonces no había vuelto a enchufarme a ella con la fruición con que lo he hecho en este recién acabado 2006. Me he pasado el año haciendo vida de gabinete, en que mis únicos esparcimientos (aparte de los eróticos) han sido los paseos por la playa y la música. La música también en la playa, por los cascos, rivalizando con el mar; y, por supuesto, en mi gabinete, a manera de mar sonoro. Creo recordar que Trías, en una de esas clasificaciones de las Artes que hace en sus libros, colocaba a la Arquitectura y a la Música como las dos artes esenciales, creadoras de habitabilidad. La Arquitectura, de habitabilidad del espacio; la Música, de habitabilidad del tiempo. Cuando uno pone música en la habitación, se le abre un desván de materia sutil. Aparece una ola invisible: literalmente, un mar de sensaciones (esta expresión le encantará a Antonio Gala, mas no por ello voy a reprimírmela). Los que estamos en este esforzado y áspero oficio de la escritura, no cesamos de envidiar a los músicos: nuestro público ha de hacer una pausa en la vida para atendernos; el de los músicos puede atenderlos en el curso de la propia vida -caminando, mientras conducen o follan, cuando se adormilan... incluso cuando leen. Sin literatura la vida sería posible. Sin música no. Y, si lo fuera, resultaría nefasta: un error, como señalaba Nietzsche.
Lo que uno descubre escuchando Radio 3 es la riquísima variedad de belleza y de talento que burbujea por el mundo. Hay miles (¡millones!) de personas haciendo las cosas bien. Toda esta riqueza apenas llega a las masas, que por esto son pobres. La maquinaria de los grandes medios de difusión emite sin cesar un grumo estólido que es el que configura la atmósfera estética que nos cubre (¡pegajosamente!). En realidad, esta atmósfera estética es ya un cielo sin capa de ozono, perpetuamente achicharrante. El paisaje general está perdido: sólo caben refugios. En este sentido, Radio 3 es un inagotable surtidor de sombrillas. Lo llamativo es que todos esos músicos actuales están metidos hasta las cachas en nuestro tiempo: su sensibilidad está conformada por la pluralidad de incitaciones que ofrece el mundo capitalista. Son sus mejores intérpretes, los que mejor saben gozarlo y surfearlo (y también sufrirlo de un modo fértil). Y a la vez ese mundo capitalista les cierra el Mercado, quiere ahogarlos y exterminarlos... pero al final, sorprendentemente, es el Estado el que nos permite enterarnos de la existencia de esos músicos y disfrutar de sus obras. Es una paradoja sólo aparente: el Mercado es también totalitario. El enemigo no es, pues, el Mercado en concreto ni el Estado en concreto, sino la perversa inercia que ambos tienen de configurar masas incapacitadas para una percepción estética singular. Por muy optimistas que nos pongamos, no podemos dejar de considerar que Radio 3 es una estricta excepción que nada contracorriente.
Pero las cosas también están estupendamente así -siempre y cuando uno haya caído del lado de los happy few. No se trata de elitismo, ni mucho menos: basta echarles un vistazo a nuestras, así llamadas, élites para comprobar en qué grado de embrutecimiento sensitivo y mental viven. Se trata más bien de una invitación a la aristocracia puesta al alcance de todos -de todos los que quieran merecerla. Hablo, como siempre, de aristocracia espiritual. La del oyente de clase media-baja, o de clase baja, que puede poner la radio y recibir la música de Paul Mounsey, por ejemplo, mientras los más afamados banqueros del país bailan estólidas sevillanas. Tiene su morbo, de hecho, que el paisaje sonoro sean las sevillanas y que uno pueda abrirse una catacumba en que suene Paul Mounsey. Es una variedad estética de la emboscadura de Jünger. Por eso poner Radio 3 me produce siempre regocijo.
[Publicado en Kiliedro]