27.12.12

La España negra

Impresiona el aspecto de Oriol Junqueras: con él ha regresado a la escena política española un tipo humano que no se veía desde el Conde-Duque de Olivares. Esta irrupción del siglo XVII en nuestros días me reafirma en la idea de que nuestros nacionalistas son, en verdad, “lo que queda de España”; de la peor España de todas: la España ceporra, la España negra. El hecho de que la nieguen verbalmente, de que digan negarla, da igual: nadie se parece más que ellos a los personajes de nuestro sórdido pasado. Quizá su negación aparente ha sido la astucia que esa España ha encontrado para mantenerse en lo esencial.

A veces también pienso, extremando la analogía, que era a ellos, a los nacionalistas, a los que se refería Franco con lo de que todo lo dejaba “atado y bien atado”. El lector deberá resignarse a que cite una vez más a Borges, pero me he acordado a propósito del relato “Deutsches Requiem”, recogido en El Aleph. El protagonista es un nazi que ve en la derrota de Alemania, paradójicamente, un paso hacia la consecución de lo que Alemania se proponía; y escribe: “Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas”. De igual modo, por culpa del nacionalismo pervivieron durante nuestra Transición cepas reaccionarias equivalentes a las franquistas. Da igual que se cambiase la bandera española por la catalana o la vasca: el repulsivo acto de “envolverse en la bandera” o de apelar a fuerzas oscurantistas a las que “no pararán ni tribunales ni constituciones” se ha seguido practicando. Esa frase, ya tristemente célebre, la dijo Artur Mas, y tiene el dudoso honor de ser lo más fascista que se ha dicho en Europa en 2012.

España, evidentemente, no es ejemplo de democratización ni de nada, y menos en nuestras desesperantes circunstancias actuales. El anhelo nacionalista de “salirse de España” es, de hecho, un anhelo acertado: en efecto, esa sería la solución. Lástima que sea imposible: especialmente para ellos, que son hoy quienes mejor representan lo peor.

[Publicado en Zoom News]

25.12.12

¿Habrá sido el salchichón?

Los de Campofrío no han andado finos con su promoción de España, adosándola a sus chorizos y salchichones. Hubiera sido más propio el chopped, que tiene que ver con lo indefinido de nuestra situación; o quizá la mortadela con aceitunas, tan mediterránea. Tratar de animar a los españoles hablándoles de chorizos es como mentar la soga en casa del ahorcado. Pero es más fúnebre lo de los salchichones. Los coleccionistas de últimas frases de personajes célebres sin duda recordarán la del poeta Paul Claudel: “Doctor, ¿usted cree que habrá sido el salchichón?”. Con esto en la mente, el anuncio tiene un inquietante tufo a defunción, reforzado por el aspecto de enterrador de Fofito.



La semana pasada se publicaron espléndidas disecciones del anuncio, como la de Rafael Latorre aquí en Zoom News, o la de Iñigo Sáenz de Ugarte en eldiario.es. Concuerdo con ambas, aunque sobre la segunda habría que hacer algunas puntualizaciones. Me limitaré a una: Sáenz de Ugarte incluye a Zapatero entre los objetos de su crítica... pero solo al Zapatero “postmayo 2010”. Esto no tendría por qué afectar necesariamente a la coherencia de su, como digo, en general acertado artículo: salvo porque el Zapatero “premayo 2010”, al que deja fuera, se sirvió de aquel delictivo vídeo electoral de 2008, “Defender la alegría”, del que este de Campofrío parece el reverso, o mejor, la consecuencia. A la depresión conduce, entre otras cosas, el optimismo insensato que no hace caso de la realidad hasta que la realidad se viene encima.



Los dos vídeos constituyen un díptico que resume nuestra historia reciente. Ambos incurren en el mismo error: lo remiten todo al estado de ánimo. Aunque hay que reconocer que el de Campofrío vende un mejor producto: no España, ciertamente (que vende fatal), sino embutidos. El del PSOE solo vendía a ZP.

[Publicado en Zoom News]

24.12.12

La lección

No sé cómo calificar la experiencia. Solo sé eso: que ha sido una experiencia. Después de haber pasado diez días en Madrid, felices y flotantes, pese a las conversaciones sobre la crisis, pese a las historias de desesperación, marqué el número de un amigo para dar una vuelta por Málaga. Un amigo al que a veces rehúyo. Lo llamaré J.

Debería esbozar un retrato de J., para ponerle algo de carne a lo que voy a contar. En su día lo definí como “troglodita urbano”: alguien que ha saltado de la Edad de Piedra a la Edad de Plástico sin pasar por la civilización. Un personaje estrafalario, divertido pero también cargante; de esos que definen con su presencia el encuentro, de un modo irremisible. Nos hemos reído mucho con él, pero también de él. Y en ocasiones, siendo su presencia tan determinante, tan abrasiva incluso, lo hemos evitado. Desde hace un tiempo, sin embargo, cuando otros amigos que yo prefería se han destapado como basurillas, vengo teniendo por J. una consideración más sentimental. No por ello deja de excederme; pero hay un núcleo que he detectado, y que me emociona: todos los defectos de J. son a pesar de J. Uno lo ve y, ciertamente, aparece cargado de defectos. Pero él casi no es responsable de ninguno. Está en lucha y en tensión, intentando conocerse sin lograrlo; sus defectos son una consecuencia de ello, y también de la impericia, y de ciertas dificultades a la hora de percibir las situaciones. Me quedé impresionado el día que caí en que, en todos los años que hace que lo conozco, nunca le he visto hacer el mal. Ha causado problemas y protagonizado estropicios, pero ni una sola mezquindad, ni una sola canallada. Hemos tendido a considerarnos mejores que él, pero somos peores. La tragedia es que, pese a ello, no solemos estar dispuestos a afrontar su compañía. (Es una situación trágica, limpiamente trágica; y el discurso se me va al plural porque hay derivaciones hacia el coro).

Últimamente J., que siempre había tenido algo mesiánico, se dedicaba a hacer prédicas que solo podrían calificarse de humorístico-políticas. Estuvo implicado, entre otras cosas, en el movimiento del 15-M malagueño; aunque a su estilo inasimilable: a los propios del 15-M les sobrepasaba. Sus prédicas lo hacían más pesado; aunque, como digo, estaban atravesadas de humor; y a estas alturas de la vida se había convertido en un individuo en verdad entrañable. J. llevaba unas semanas con ganas de quedar conmigo, pero yo, como de costumbre, lo estuve eludiendo. A mi regreso de Madrid me sentí con energía y le llamé. Por el teléfono no sonó su voz, sino un sonido gutural, algo así como los gruñidos de un simio o un homúnculo. Tras un forcejeo fónico (en que pasé de la incomodidad al horror, a la sensación de que era una broma, o de que era incluso un hermano grimoso que tiene, para volver otra vez al horror), entendí lo que me estaba diciendo, que lo transcribo en prosa legible, pese a que los fonemas salían, como digo, guturalmente, encriptados en los gruñidos: "He tenido un accidente... Pero puedo quedar". “¿Un accidente de coche?", le pregunté. "No". “¿Una caída?”. “No”. “¿Pero qué tienes?”. “Las mandíbulas... rotas”. “¿Estás desfigurado?". "No".

Lo vi en media hora y, en efecto, no estaba desfigurado. Su aspecto era el de siempre, solo que con el rostro crispado, sobre todo en la parte inferior. Una mezcla de resignación y pesar; aunque su mirada era inesperadamente suave, casi dulce. No podía abrir la boca. Si separaba los labios se le veían, paralelas a los colmillos, unas cerdas como las de los violines, aunque más finas: eran las ataduras de sus mandíbulas. Esto era lo único nuevo en él, junto al mencionado rictus, la imposibilidad de pronunciar palabras y el incremento de su gestualidad (tanto manual como facial) a la hora de intentar expresarse. Venía de pasar una semana en el hospital, tras la operación. Era el primer paseo que daba. La historia es la siguiente: hace una semana un individuo pensó que J., en una de sus expansiones, estaba intentando ligarse a su chicaz; el individuo, en un arrebato entre psiquiátrico y latino, se fue a por J. y le dio un cabezazo en su mandíbula derecha, alzó la cabeza y le dio otro cabezazo en su mandíbula izquierda. Resultado: doble fractura de mandíbula. "¿Estás mal?", le pregunté. "No". "¿Te duele?". "No... Ha estado bien... Una experiencia". "Entiendo", le dije, "te lo has tomado como una lección". "Sí". "¿Qué lección?". Volvió a emitir un sonido gutural, apoyado en una agitación de los brazos, terminante. Tras algún esfuerzo, como con todo lo anterior, lo entendí: "Que me calle la boca".

[Publicado en Jot Down]

20.12.12

El finde

Esta vez el fin del mundo sí que nos llega en el momento ideal. Los apocalipsis anteriores se presentaban como unos aguafiestas, amenazando con cerrar el local justo en lo más divertido. Con el de mañana, en cambio, nos permitimos soñar: nos trae una promesa de eutanasia compasiva. Intuimos que el fin del mundo sí que serviría contra la crisis: acabaría con ella, junto con todo. Parece un precio razonable. Metería en cintura a nuestros nacionalistas. Eliminaría la indecisión de Rajoy, y también la amenaza de que suba Gómez o regrese Chacón. Resolvería, de hecho, todos nuestros problemas. De un plumazo. A estas alturas, la única manera de que no se acabe España es que el mundo se acabe antes.

Me acuerdo de lo que dijo Borges cuando le pidieron su veredicto sobre cierta novela: “Solo podría ser mejorada mediante su destrucción”. Aquí estamos en las mismas. Que mañana se terminase todo sería una salida honrosa. En cuestión de Humanidad, además, sería como si nos tocara el Gordo: todas las generaciones esperándolo y le sale a la nuestra. (El ángel de la trompeta vendría a ser un niño de San Ildefonso). Y además nos caería en finde, y al comienzo de las vacaciones. Siempre nos han funcionado las catástrofes que se acoplan a un periodo vacacional, así la del “largo verano” de 1936. De algún modo, sería como morirse durante el sueño. Se nos presenta la inmejorable ocasión de una blanca Navidad que sea absolutamente blanca. (¡Apuesto a que el Rey firmaría esta manera un tanto truculenta de ahorrarse su discurso!).

La verdad es que todo son ventajas. No tendríamos que soportar el nuevo disco de Álex Ubago, ni el victimismo de Mourinho (¡tan del Barça!), ni la enésima caída de la silla (¡iba a decir del caballo!) de Enrique Bunbury, ni los próximos titulares sectarios de Escolar o Marhuenda. Pero no conviene soñar. Con nuestra mala suerte, basta que el fin del mundo nos venga bien para que tampoco nos salga.



[Publicado en Zoom News]

18.12.12

El payaso de las bofetadas

Crisis no es oportunidad, digan lo que digan el dichoso ideograma chino y los apóstoles de la autoayuda, que han convertido esta carnicería en una especie de moraleja de Paulo Coelho. Según estos, que son los Lehman Brothers del optimismo, al final habrá final feliz. Nos venden el bono basura del esquema judeocristiano (¡hay que rescatar este término!), para el que de la purgación de la carne se seguirá un beneficio espiritual. Pero no. Crisis es desgarradura. El tinglado se resquebraja y por las grietas aparecen las tripas de la realidad. Crisis es la verdad pasando a la acción: la verdad en forma de bofetada.

Lo fastuoso es que todo está presente y a la vista. Siempre lo ha estado, incluso antes del zarandeo. Llevo tiempo fascinado con el implacable espectáculo de la realidad: cómo nada sale gratis, cómo cada cosa se paga. La realidad es un contable holandés del siglo XVI y no se le escapa ni una monedilla. La crisis lo único que hace es dramatizar y visibilizar. Te empuja a la verdad aunque no quieras. Pero uno de los factores que operan es la resistencia a la verdad: y también esa resistencia se vuelve dramática y se hace más visible en situaciones como la de nuestros días.

Todo está en el mostrador: la crisis y las causas que nos han conducido a ella; que dicen protestar pero que en realidad la reafirman. Lo que está ocurriendo con respecto al “estado del bienestar” es una prueba excelente. Muchos de los que se exhiben defendiéndolo no es que se encuentren entre los cómplices de su ruina: es que siguen manifestando la misma conducta que ha contribuido a arruinarlo. Por ejemplo, la apropiación partidista (¡eso de que el estado del bienestar es una donación del PSOE!), la poca escrupulosidad en el gasto o el fomento de la conciencia de que el estado del bienestar es algo que “nos dan” o “nos quitan”; no algo que pagamos y por lo que nos hemos de esforzar. La mentalidad que late es la de la exministra Carmen Calvo: “el dinero público no es de nadie”.

La crisis, hoy por hoy, es esa simultaneidad de la herida y de lo que la ha provocado. Solo podrá empezar a ser una oportunidad cuando nos tomemos en serio las verdades que nos arroja y dejemos de recibirlas como el payaso de las bofetadas. En el ejemplo del párrafo anterior, cuando nos demos cuenta de que el dinero público es de todos.

[Publicado en Zoom News]

13.12.12

Consenso básico

He aquí un titular optimista, aparecido ayer en la web de El Mundo durante la sesión de control al Gobierno: “Rajoy y Rubalcaba se culpan mutuamente de ‘destrozar’ el país”. Si obviamos los nombres propios (¡tenemos derecho a soñar!), nos encontramos con un consenso básico, al fin: el de que el país está destrozado, o se está destrozando. No es poca cosa. Para estos maestros en escurrir el bulto, haber llegado a un diagnóstico tan demoledor constituye una proeza.

La crisis ha crecido hasta volverse insoportable por una doble negación. Primero, la negación del Gobierno del que formaba parte Rubalcaba. No fue una simple negación pasiva: a quienes avisaban de la crisis se les acusó de antipatriotas y de cenizos. Negar la crisis era “defender la alegría”. Segundo, esa otra forma de negación que consiste en no tomarse la crisis en serio, como hicieron Rajoy y su equipo. Y no se la tomaron en serio porque, si no, no se explica que llegaran al poder sin tener ni idea ni haberse preparado adecuadamente.

De manera que el que los dos den por hecho que el país está destrozado, o destrozándose, supone un avance por el que nos debemos felicitar. Pero sin conformarnos aún. Con un empujoncito, Rajoy y Rubalcaba podrían ponerse de acuerdo en algo más. Es conocido el dicho de Schopenhauer sobre las naciones: “Cada nación se burla de las otras y todas tienen razón”. Este esquema valdría para completar el titular de El Mundo: “Rajoy y Rubalcaba se culpan mutuamente de ‘destrozar’ el país... y los dos tienen razón”. Si cada uno se la concediera al otro, no solo resultaría cortés, sino además acertado.

[Publicado en Zoom News]

11.12.12

El poder del tertuliano produce monstruos

El ministro Wert es la demostración de por qué los opinadores no debemos, bajo ningún concepto, tocar poder. Se nos va la cabeza, que es lo único que tenemos. Bueno, cabeza y boca; no necesariamente conectadas. Además, no servimos. Nuestra lucha no es la de hacer cosas, sino la de tener razón. Y en un ministro, el empeño por tener razón va contra su cometido de hacer cosas.

En este Gobierno tan mediocre de Rajoy, el ministro Wert parece ser el encargado de dar todo el espectáculo. Se muestra al tanto de su función, y sonríe autosatisfecho. Sin duda se cree brillante; pero solo es llamativo. Escribo esto horrorizado, porque yo sería igual. Los columnistas y los tertulianos vemos en Wert lo que seríamos si estuviéramos en su sitio. Wert es el monstruo que llevamos dentro. La vergüenza que sentimos por él no es ajena, sino propia. Nuestra única virtud, al cabo, es negativa: no estar ahí. Una virtud modesta pero valiosa, porque nos ahorra un aluvión de defectos.

Curiosamente, en estos tiempos de desprestigio de los políticos, el caso Wert podría leerse como una reivindicación, a contrapelo, de los mismos: los políticos que ante todo son eso, que conocen el lenguaje de su oficio y que no mezclan sabores. La profesionalización de la política es mala; pero quizá sea peor el desembarco de personajes que están en otra cosa: más que aire fresco, suelen traer entrecruzamiento de cables. El sueño del rey filósofo está desprestigiado desde Platón, y siempre que un hombre de ideas ha obtenido poder, los resultados han ido de lo risible a lo siniestro. Lo ideal sería un político con una conciencia clara de lo que hay que hacer y con la habilidad para hacerlo. Las palabras también serían en él fundamental: para debatir, para racionalizar y para convencer. No para picarse por ellas como un tertuliano.

En España el principal problema ni siquiera es la crisis: es la educación (anterior en todos los sentidos, temporal y conceptualmente). Tener a un ministro más ocupado en exhibirse que en afrontar dicho problema constituye una auténtica desgracia.

[Publicado en Zoom News]

4.12.12

Dueto de estadistas

Felipe González y Aznar compartieron en el pasado una ventaja, para la que se necesitaban mutuamente: y es la de que nunca pudieron sermonearnos los dos a la vez. Cuando uno estaba arriba, el otro estaba abajo, y viceversa; de manera que solo uno llevó en cada momento la voz cantante. Anteayer domingo, en cambio, se produjo esa inédita simultaneidad: un dueto con los dos arriba. El que lo definió bien fue Rubén Amón, en su justamente celebrado tuit: “Aznar es portada de El Mundo y Felipe González, de El País. Me han dado ganas de pagar los periódicos con pesetas”. De estos elementos, quizá el único que el españolito eche realmente de menos sea el monetario.

Los últimos tiempos han sido pródigos en elogios a González y a Aznar (al menos por parte de sus sectores), por comparación con quienes les sucedieron. La lección del domingo es que esos elogios dependen de que no se muestren demasiado. Como se les vaya la mano en la exhibición, vamos a terminar reconciliándonos con el presente. Es verdad: habida cuenta de lo que hay, tienen margen de sobra. Pero no nos olvidemos de una cosa: de lo que hay, tanto en sus respectivos partidos como en el país, les cabe a ellos su “cuota parte” (como diría González) de responsabilidad.

Una vez que ambos salieron del poder, nos hemos venido enterando de que fueron grandes estadistas. Cabe achacar a la mala suerte histórica de los españoles el no haberlo sabido cuando aún nos gobernaban. Bromas aparte, la verdad es que sí, cada uno en su estilo, daban la imagen de estadistas: se les veía pisar con presencia (en lo bueno y en lo malo) por el mundo, y de puertas para adentro parecían tener idea; algo que a estas alturas suena a milagro. Pero los efectos de un gran estadista supongo que son los que se ven a largo plazo, igual que los efectos de un buen educador. Si tenemos hoy el Estado hecho unos zorros, no será porque hayan pasado muchos “grandes estadistas” por él.

[Publicado en Zoom News]