Creíamos que la Transición, como su nombre indica, era ir de un estado a otro. En tiempos de estabilidad pensábamos que ya habíamos llegado, y dudábamos si seguir usando la palabra. Nos sonaba raro hacerlo, pero la seguíamos usando. Esta insistencia ha demostrado que nuestro instinto sabía más que nosotros. Transición es esto en lo que andamos todavía, y camino de algo peor. No peor que lo que teníamos antes, pero sí peor que lo que hemos estado teniendo. Al cabo, echaremos de menos este transcurrir, con su provisionalidad y sus libertades. No estaremos mejor en ningún sitio que en este de paso.
La Transición fue fruto de un hacer, pero subsidiariamente. Lo principal no lo hizo nadie, sino la naturaleza: el “hecho biológico” de la muerte de Franco. Al leerle a Santiago González la expresión “hecho quirúrgico”, aplicada a la operación de don Juan Carlos, me he dado cuenta de que alienta en nosotros una especie de épica de las camas. No las del amor, sino las de la enfermedad y la muerte. Una épica en la que nosotros no estamos. Débiles como sujetos históricos, confiamos en aprovechar los empujones de fuera.
Solo así se explica un artículo tan chocante como el publicado por Isaac Rosa antes de la intervención, “¿Y si el rey muere en el quirófano?”. Nuestros apóstoles de la ruptura, que quisieron romper aunque después de Franco, parecen fantasear con lograrlo esta vez, con la nueva generación: en cuanto la Parca les dé un segundo pistoletazo de salida. Puede ser comodidad, o cobardía; pero también hay un esfuerzo analógico por equiparar a los dos jefes de estado, como siempre quisieron. Por otra parte, se me ocurre que el empeño de otros en favor de la abdicación del rey proviene también de aquella impotencia: para evitar que este se nos muera en la cama. Quitarlo por lo menos un momentito antes.
No es normal que un país no sepa lo que quiere, y que esboce sus chapuzas dependiendo de la frágil biología humana. Es cierto que tanto una dictadura como una monarquía, aunque sea democrática, ensartan el sistema en el cuerpo de un hombre. Pero habría que tener energía para albergar una idea más clara y más sólida. Quienes aprovechan el quirófano para debatir sobre el “modelo de estado” no son estadistas, sino cuervos. Jaime Gil de Biedma hablaba de “España entre dos guerras civiles”. No habrá tal. Pero estos pájaros de mal agüero nos hacen sospechar que la Transición va a ser lo que tuvimos entre dos “hechos biológicos”.
[Publicado en Zoom News]
26.9.13
24.9.13
El coñazo del antinacionalismo
El sábado me puse a dar saltos con el espectacular artículo (¡maravilloso!) de Antonio Muñoz Molina en Babelia, “‘Kitsch’ nacional”, donde le da el repaso definitivo a la horterada estética de los nacionalistas. Me encontraba en pleno baile de celebración, perdiendo (¡lo reconozco!) los estribos, cuando la persona que me acompañaba me espetó: “¡Qué pesado estás con el antinacionalismo!”. Me cortó el rollo, pero me hizo pensar; que es una de las cosas que pueden hacerse cuando le cortan a uno el rollo.
Es verdad. Estoy muy pesado con el antinacionalismo. Tan pesado, que me he convertido en una especie de nacionalista del antinacionalismo. Pero reconocerlo, en vez de calmarme, me irrita más: porque el antinacionalismo es otra de las mierdas que ha ido expeliendo el nacionalismo. Este es un énfasis segregador de pringue, y es muy difícil no chapotear cuando el magma se ha adueñado de todo el espacio. Hay excepciones sabias, como la de Iñaki Uriarte, en cuyos Diarios ha logrado no ser ni nacionalista ni antinacionalista; aunque su mérito no está en la equidistancia, sino en la manera limpia, sin pelusa, en que no es nacionalista. (No ser antinacionalista sería en su caso no haberse dejado marear, ni alterar, por el discurso).
Los que sí entramos en el juego reconocemos haber perdido la batalla inicial con los nacionalistas, que es la de hacerles caso. Con los adolescentes, ahí está todo perdido. Aunque lo damos por bueno (una vez que nuestra impaciencia nos ha sacado de la sabiduría) por lo espléndidamente que nos lo pasamos pinchando a tontorrones. Y es también, qué diablos, una de las pocas luchas incuestionables que pueden ejercerse hoy en favor de la ilustración y de la libertad, y en contra del oscurantismo. El hecho de que vengamos resultando repetitivos nos molesta, claro está (¡somos coquetos!). Pero esta molestia no es nada comparada con el regocijo de matar moscas, aunque sea a coñazos.
[Publicado en Zoom News]
Es verdad. Estoy muy pesado con el antinacionalismo. Tan pesado, que me he convertido en una especie de nacionalista del antinacionalismo. Pero reconocerlo, en vez de calmarme, me irrita más: porque el antinacionalismo es otra de las mierdas que ha ido expeliendo el nacionalismo. Este es un énfasis segregador de pringue, y es muy difícil no chapotear cuando el magma se ha adueñado de todo el espacio. Hay excepciones sabias, como la de Iñaki Uriarte, en cuyos Diarios ha logrado no ser ni nacionalista ni antinacionalista; aunque su mérito no está en la equidistancia, sino en la manera limpia, sin pelusa, en que no es nacionalista. (No ser antinacionalista sería en su caso no haberse dejado marear, ni alterar, por el discurso).
Los que sí entramos en el juego reconocemos haber perdido la batalla inicial con los nacionalistas, que es la de hacerles caso. Con los adolescentes, ahí está todo perdido. Aunque lo damos por bueno (una vez que nuestra impaciencia nos ha sacado de la sabiduría) por lo espléndidamente que nos lo pasamos pinchando a tontorrones. Y es también, qué diablos, una de las pocas luchas incuestionables que pueden ejercerse hoy en favor de la ilustración y de la libertad, y en contra del oscurantismo. El hecho de que vengamos resultando repetitivos nos molesta, claro está (¡somos coquetos!). Pero esta molestia no es nada comparada con el regocijo de matar moscas, aunque sea a coñazos.
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19.9.13
¡Silencio, se rueda!
Esa frase habitual del mundo cinematográfico parece haberse instalado en la vida catalana. ¡Silencio, se rueda! ¡No entorpezcan con sus voces la superproducción del independentismo! Aquí solo es admisible lo que viene en el guión. Lo que se salga de él no es bienvenido, sino repudiado. Improvisadores o discordantes: go home! Ah, ¿que esta es ya su casa? Pues entonces, cállense.
Fernando Savater suele repetir que “los intelectuales son como las putas: viven de gustar”. Y en contextos tan abrasivos como el que se da hoy en Cataluña, los que saben que no van a gustar procuran no disgustar al menos. Algo que les estropearía considerablemente la vida. Uno a uno, están en su derecho de preservar el confort, y desde luego no se trata de afearle la conducta a nadie en particular. Pero cuando la opción del silencio es tan unánime, cabe sospechar del ambiente que empuja a ella: restándole desenvoltura. Convirtiéndose, casi, en coacción.
Recientemente ha habido dos artículos espléndidos que señalaban el problema, cuyos títulos lo dice todo: “Un silencio elocuente”, de Elvira Lindo, y “Mejor calladitos”, de Manuel Cruz (continuación de otro también espléndido: “Teoría de la olla a presión”). Un ejemplo de lo que puede pasarle al que estorba en el rodaje es la respuesta a la sensata reflexión de Javier Cercas en “Democracia y derecho a decidir”. Un cenutrio de El Punt Avui se aprestó a indicar, como los antiguos inquisidores, que su sangre no es limpia: “catalá d’origen extremeny”, le llama. Y aquí asoma el tema del que va este bodrio.
Es una auténtica desgracia que la que fuera nuestra región más avanzada, la que nos abría a Europa, tenga desatadas las semillas que pueden convertirla en la más retrógrada. La consecuencia del nacionalismo, por lo pronto, está siendo convertirla en la cepa hispánica más recalcitrante. Se ríen mucho del Nodo, pero lo que hacen ellos es lo que más se le parece, con sus niñitos patrióticos y el ahogamiento de las voces discrepantes. “¡Silencio, se rueda!”, sí. Pero no solo una película: también se rueda cuesta abajo.
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Fernando Savater suele repetir que “los intelectuales son como las putas: viven de gustar”. Y en contextos tan abrasivos como el que se da hoy en Cataluña, los que saben que no van a gustar procuran no disgustar al menos. Algo que les estropearía considerablemente la vida. Uno a uno, están en su derecho de preservar el confort, y desde luego no se trata de afearle la conducta a nadie en particular. Pero cuando la opción del silencio es tan unánime, cabe sospechar del ambiente que empuja a ella: restándole desenvoltura. Convirtiéndose, casi, en coacción.
Recientemente ha habido dos artículos espléndidos que señalaban el problema, cuyos títulos lo dice todo: “Un silencio elocuente”, de Elvira Lindo, y “Mejor calladitos”, de Manuel Cruz (continuación de otro también espléndido: “Teoría de la olla a presión”). Un ejemplo de lo que puede pasarle al que estorba en el rodaje es la respuesta a la sensata reflexión de Javier Cercas en “Democracia y derecho a decidir”. Un cenutrio de El Punt Avui se aprestó a indicar, como los antiguos inquisidores, que su sangre no es limpia: “catalá d’origen extremeny”, le llama. Y aquí asoma el tema del que va este bodrio.
Es una auténtica desgracia que la que fuera nuestra región más avanzada, la que nos abría a Europa, tenga desatadas las semillas que pueden convertirla en la más retrógrada. La consecuencia del nacionalismo, por lo pronto, está siendo convertirla en la cepa hispánica más recalcitrante. Se ríen mucho del Nodo, pero lo que hacen ellos es lo que más se le parece, con sus niñitos patrióticos y el ahogamiento de las voces discrepantes. “¡Silencio, se rueda!”, sí. Pero no solo una película: también se rueda cuesta abajo.
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17.9.13
Autorrecorte
Un país que recorta en educación se está recortando a sí mismo. Le está metiendo la tijera al presente, pero también al futuro. Sobre todo al futuro. Ese futuro que queda más allá del horizonte electoral y que los políticos desprecian. (Y me permito hablar en general de “los políticos” porque a estas alturas no merecen otra cosa: quienes deseen escapar individualmente del género, que se esfuercen, que se les vea; entre tanto, me complazco en apelotonarlos, lo mismo que van apelotonados en las listas electorales y lo mismo que se apelotonan para seguir las consignas de su partido).
De economía sé muy poco; apenas que hay que contar con lo que se tiene, sin fantasías, y que si se pone aquí hay que quitar de allá. Y sé que se puede quitar de otros sitios, pero no de educación. Por el mismo inexorable principio de realidad por el que la economía se rige. Este Gobierno del PP, con sus recortes en educación, está cercenando el país al que nos dirigimos: la España del mañana, cuya ruina empieza hoy. La que tenemos hoy es la que arrastramos.
Pero a nuestros políticos no les interesa el futuro. El plazo más largo con el que se han manejado últimamente ha sido el de 2020, y por los Juegos Olímpicos. Sin duda se veían en esa foto; como no se ven en la del nivel cultural medio del país dentro de veinticinco años. Precisamente, mientras nos enterábamos por José Ignacio Wert de los datos y cifras del curso 2013/2014, podíamos leer un artículo del ministro de hace veinticinco años, con el PSOE, José María Maravall. Se trata de un artículo erudito, académico, por encima del barro, en el que no se aprecia que su autor es uno de los responsables del catastrófico estado actual de la educación española. Tampoco dentro de veinticinco años Wert, al que deseamos larga vida para que pueda verlo, se reconocerá en el desastre que ahora está sembrando.
Maravall, por cierto, parece responder en su artículo, avant la lettre, a mi uso del genérico “los políticos”. Pero en el propio asunto de la educación nos encontramos con un rasgo unánime, de clase, entre ellos: ninguno tiene a sus hijos en la escuela pública.
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De economía sé muy poco; apenas que hay que contar con lo que se tiene, sin fantasías, y que si se pone aquí hay que quitar de allá. Y sé que se puede quitar de otros sitios, pero no de educación. Por el mismo inexorable principio de realidad por el que la economía se rige. Este Gobierno del PP, con sus recortes en educación, está cercenando el país al que nos dirigimos: la España del mañana, cuya ruina empieza hoy. La que tenemos hoy es la que arrastramos.
Pero a nuestros políticos no les interesa el futuro. El plazo más largo con el que se han manejado últimamente ha sido el de 2020, y por los Juegos Olímpicos. Sin duda se veían en esa foto; como no se ven en la del nivel cultural medio del país dentro de veinticinco años. Precisamente, mientras nos enterábamos por José Ignacio Wert de los datos y cifras del curso 2013/2014, podíamos leer un artículo del ministro de hace veinticinco años, con el PSOE, José María Maravall. Se trata de un artículo erudito, académico, por encima del barro, en el que no se aprecia que su autor es uno de los responsables del catastrófico estado actual de la educación española. Tampoco dentro de veinticinco años Wert, al que deseamos larga vida para que pueda verlo, se reconocerá en el desastre que ahora está sembrando.
Maravall, por cierto, parece responder en su artículo, avant la lettre, a mi uso del genérico “los políticos”. Pero en el propio asunto de la educación nos encontramos con un rasgo unánime, de clase, entre ellos: ninguno tiene a sus hijos en la escuela pública.
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12.9.13
Esperando a los fascistas
Menos mal que los fascistas aparecieron al final en la Diada, y justo donde tenían que aparecer: en Madrit. Espero que los nacionalistas catalanes se fijaran bien, porque esos sí son fascistas. A diferencia de todos aquellos a los que los nacionalistas catalanes tachan continuamente de fascistas y no lo son. Uno de los problemas del nacionalismo catalán –y también del vasco–, lo que hace que el diálogo resulte en realidad imposible, es que su interlocutor ha muerto.
Ellos no se están dirigiendo, en solicitud de diálogo, a la España de hoy, a la institucional y mayoritariamente democrática, sino a la España del franquismo: una España que no puede hablar porque está muerta; por más que del cadáver rebroten de tarde en tarde veinte descerebrados como los de ayer. Paradójicamente, estos impresentables que aparecieron con gritos de (¡en efecto, por una vez!) “nacionalismo español”, echando al suelo la bandera catalana, zarandeando, insultando y lanzando gases, son los verdaderos interlocutores de los nacionalistas. Y tanta necesidad tienen de ellos, que nos los superponen a quienes no lo somos: echándonos, literalmente, el muerto encima.
Condenamos (¡faltaría más!) a los mastuerzos, y nos solidarizamos con los asistentes al acto de ayer que se llevaron el susto. Pero no podemos olvidar la cantidad de veces que los nacionalistas catalanes y vascos han saboteado actos públicos con sus rebuznos y sus amenazas. Y ya que Blanquerna es una librería, tampoco está de más recordar la campaña de ataques que sufrió la librería Lagun de San Sebastián, llegando ETA incluso a pegarle un tiro en la cara al marido de la librera. Ahora habrá mucha rasgadura de velo por los veinte fascistas de Madrid, pero el Ayuntamiento de San Sebastián, en manos de los correligionarios de los fascioabertzales de aquellos atentados, se sumó a las celebraciones independentistas catalanas. Sin que nadie de la cadena –que se sepa– reprobase tan sucio apoyo.
Pero los independentistas esperan a los fascistas, como los griegos decadentes de Cavafis esperaban a los bárbaros. Los fascistas, al fin y al cabo, serían una solución. Ellos podrían darles la épica que, en su ausencia (o en su escasez: porque algunos, como se ve, terminarán apareciendo) va a faltarles. La independencia catalana se producirá probablemente, pero sin guerra (¡por fortuna!). Será más bien algo oficinesco y gris, como los expedientes que caducan, y que va a quedar prosaico en las estatuas. La única alternativa que les queda para la emoción es tirar por lo infantil: poner a adultos jugando a boy scouts y montar cadenas chupis, en plan Walt Disney.
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Ellos no se están dirigiendo, en solicitud de diálogo, a la España de hoy, a la institucional y mayoritariamente democrática, sino a la España del franquismo: una España que no puede hablar porque está muerta; por más que del cadáver rebroten de tarde en tarde veinte descerebrados como los de ayer. Paradójicamente, estos impresentables que aparecieron con gritos de (¡en efecto, por una vez!) “nacionalismo español”, echando al suelo la bandera catalana, zarandeando, insultando y lanzando gases, son los verdaderos interlocutores de los nacionalistas. Y tanta necesidad tienen de ellos, que nos los superponen a quienes no lo somos: echándonos, literalmente, el muerto encima.
Condenamos (¡faltaría más!) a los mastuerzos, y nos solidarizamos con los asistentes al acto de ayer que se llevaron el susto. Pero no podemos olvidar la cantidad de veces que los nacionalistas catalanes y vascos han saboteado actos públicos con sus rebuznos y sus amenazas. Y ya que Blanquerna es una librería, tampoco está de más recordar la campaña de ataques que sufrió la librería Lagun de San Sebastián, llegando ETA incluso a pegarle un tiro en la cara al marido de la librera. Ahora habrá mucha rasgadura de velo por los veinte fascistas de Madrid, pero el Ayuntamiento de San Sebastián, en manos de los correligionarios de los fascioabertzales de aquellos atentados, se sumó a las celebraciones independentistas catalanas. Sin que nadie de la cadena –que se sepa– reprobase tan sucio apoyo.
Pero los independentistas esperan a los fascistas, como los griegos decadentes de Cavafis esperaban a los bárbaros. Los fascistas, al fin y al cabo, serían una solución. Ellos podrían darles la épica que, en su ausencia (o en su escasez: porque algunos, como se ve, terminarán apareciendo) va a faltarles. La independencia catalana se producirá probablemente, pero sin guerra (¡por fortuna!). Será más bien algo oficinesco y gris, como los expedientes que caducan, y que va a quedar prosaico en las estatuas. La única alternativa que les queda para la emoción es tirar por lo infantil: poner a adultos jugando a boy scouts y montar cadenas chupis, en plan Walt Disney.
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10.9.13
Decadencia borbónica
No entiendo a quienes critican a nuestra delegación olímpica por su falta de espíritu deportivo; por haber traicionado, tras perder, aquello que cinco minutos antes promocionaban. Yo creo que, al contrario, rindieron un sentido homenaje al olimpismo después de la derrota, poniéndose a practicar de inmediato un deporte que, aunque no es olímpico todavía, resulta tan antiguo como la humanidad: salvar el culo. Fuesen o no dopados, tal velocidad solo es asequible hoy para Usain Bolt. El oro fue para ese Alejandro Blanco, al que habíamos contratado para que ganara y que nos salió con que lo importante era participar. La plata para Ana Botella. Y el bronce para Mariano Rajoy y todos los demás, ¡menos el príncipe! A día de hoy, todos son títeres con cabeza, gracias al urgente salvamento del culo.
A estas alturas de la semana, el pescado olímpico ya huele un poco (los japoneses lo sabrán conservar mejor). Pero quiero resaltar todavía algo, que tiene que ver precisamente con la excepción mencionada. Ese “¡menos el príncipe!” que me ha salido de mi alma jacobina, porque él fue el único que dio la talla en aquella especie de parada de los monstruos, o de los sosos. Hace tiempo que me vengo fijando en una cosa: que el príncipe Felipe se está preparando con rigor, como un presidente de república; mientras que nuestros políticos llevan tiempo abandonándose como monarcas. La endogamia de los partidos, esa perpetua autofrotación de los aparatos, produce ya especímenes propios de dinastías decadentes. El criterio de “selección adversa” del que hablaba Félix Bayón ha alcanzado una suerte de apoteosis, de manera que ya solo asoman en los partidos individuos que podrían colarse sin que desentonaran en el retrato deGoya de la familia de Carlos IV.
La conclusión casi no podía ser otra que esta moda sucesoria que empieza a proliferar en los partidos. En la presentación de Buenos Aires había dos beneficiarios de la misma: Ana Botella, alcaldesa de Madrid, e Ignacio González, presidente de la Comunidad. Y hay dos más: Alberto Fabra, presidente de la Comunidad Valenciana, y Susana Díaz, recién nombrada presidenta de la Junta de Andalucía. Los tres primeros son del PP, y la cuarta del PSOE; y los cuatro han heredadosu cargo. De manera legal, naturalmente, pero un poco impresentable. Botella, además, por ser esposa de quien es (¡después de las matracas liberales por el “mérito”!). Solo ha aparecido en dos ocasiones importantes desde que es alcaldesa: cuando la desgracia del Madrid Arena y ahora. Y en las dos lo ha hecho mal, sencillamente porque no sirve. La decadencia borbónica no hay que buscarla hoy solo en el rey.
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A estas alturas de la semana, el pescado olímpico ya huele un poco (los japoneses lo sabrán conservar mejor). Pero quiero resaltar todavía algo, que tiene que ver precisamente con la excepción mencionada. Ese “¡menos el príncipe!” que me ha salido de mi alma jacobina, porque él fue el único que dio la talla en aquella especie de parada de los monstruos, o de los sosos. Hace tiempo que me vengo fijando en una cosa: que el príncipe Felipe se está preparando con rigor, como un presidente de república; mientras que nuestros políticos llevan tiempo abandonándose como monarcas. La endogamia de los partidos, esa perpetua autofrotación de los aparatos, produce ya especímenes propios de dinastías decadentes. El criterio de “selección adversa” del que hablaba Félix Bayón ha alcanzado una suerte de apoteosis, de manera que ya solo asoman en los partidos individuos que podrían colarse sin que desentonaran en el retrato deGoya de la familia de Carlos IV.
La conclusión casi no podía ser otra que esta moda sucesoria que empieza a proliferar en los partidos. En la presentación de Buenos Aires había dos beneficiarios de la misma: Ana Botella, alcaldesa de Madrid, e Ignacio González, presidente de la Comunidad. Y hay dos más: Alberto Fabra, presidente de la Comunidad Valenciana, y Susana Díaz, recién nombrada presidenta de la Junta de Andalucía. Los tres primeros son del PP, y la cuarta del PSOE; y los cuatro han heredadosu cargo. De manera legal, naturalmente, pero un poco impresentable. Botella, además, por ser esposa de quien es (¡después de las matracas liberales por el “mérito”!). Solo ha aparecido en dos ocasiones importantes desde que es alcaldesa: cuando la desgracia del Madrid Arena y ahora. Y en las dos lo ha hecho mal, sencillamente porque no sirve. La decadencia borbónica no hay que buscarla hoy solo en el rey.
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5.9.13
Cuando la 'renovación' es una losa
Nuestros partidos políticos necesitan urgentemente renovarse. Todos lo tienen difícil y el PSOE lo tiene imposible. A este le ha caído la desgracia (bien buscada, por lo demás) de que quienes se han adueñado del término “renovación” se cuentan entre lo peor (lo más flojo, lo menos preparado, quizá lo más pernicioso) del partido. Ellos son parte indispensable de lo que habría que renovar; por lo que, si dirigen la “renovación”, esta sencillamente no podrá llevarse a cabo: salvo que les entrara un instinto suicida, como a los procuradores franquistas, y se hicieran el loado harakiri. Es una pena que entre los numerosos tics franquistas que acumulan no parezca encontrarse este.
El carácter espurio de la renovación del PSOE pudo apreciarse ayer en el discurso de investidura de Susana Díaz como presidenta de la Junta de Andalucía. Había un contraste, yo diría que atroz, entre lo que la palabra “renovación” sugiere y el efecto pesado que provocaba el acto. Sin duda, había gente animada: aquella del PSOE y de su aliada IU cuya biografía espera verse renovada con los estímulos que da el poder (sin descartar su erótica). Pero para el resto la sensación era la de que una losa caía encima, cerrándolo todo aún más. La sensación de asfixia, al menos en este comentarista, hacía oscilar entre un “me duele Andalucía” estilo Unamuno y un anhelo de pistoletazo a lo Larra.
Y si la renovación del PSOE no parece estar en el PSOE, la de Andalucía tampoco parece estar en su parlamento. Cuando la cámara de Canal Sur saltaba de la candidata a los parlamentarios, el ahogo no remitía, sino que incluso se incrementaba. También, por supuesto, cuando enfocaba a los del PP. El menesteroso Arenas, como desplazado, y más en el centro Zoido, viva alegoría del pancismo. El PP andaluz aún ni tiene candidato para enfrentarse a Díaz en las próximas elecciones, pero me temo que podemos adelantar algo: será digno de su rival.
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El carácter espurio de la renovación del PSOE pudo apreciarse ayer en el discurso de investidura de Susana Díaz como presidenta de la Junta de Andalucía. Había un contraste, yo diría que atroz, entre lo que la palabra “renovación” sugiere y el efecto pesado que provocaba el acto. Sin duda, había gente animada: aquella del PSOE y de su aliada IU cuya biografía espera verse renovada con los estímulos que da el poder (sin descartar su erótica). Pero para el resto la sensación era la de que una losa caía encima, cerrándolo todo aún más. La sensación de asfixia, al menos en este comentarista, hacía oscilar entre un “me duele Andalucía” estilo Unamuno y un anhelo de pistoletazo a lo Larra.
Y si la renovación del PSOE no parece estar en el PSOE, la de Andalucía tampoco parece estar en su parlamento. Cuando la cámara de Canal Sur saltaba de la candidata a los parlamentarios, el ahogo no remitía, sino que incluso se incrementaba. También, por supuesto, cuando enfocaba a los del PP. El menesteroso Arenas, como desplazado, y más en el centro Zoido, viva alegoría del pancismo. El PP andaluz aún ni tiene candidato para enfrentarse a Díaz en las próximas elecciones, pero me temo que podemos adelantar algo: será digno de su rival.
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3.9.13
¡Al fin aguiluchos!
Abundan en nuestra sociedad las manifestaciones del guerracivilismo latente. Una de ellas es, por ejemplo, el tono de nuestras tertulias televisivas: ese vociferío en que, más que articular la propia voz, se intenta ahogar la voz del otro. Curioso empleo de la facultad que nos diferencia de los animales: degradándola a aullido animal. Del lenguaje se extirpa aquí la racionalidad y se le reduce a instrumento físico. No importa lo que se dice, sino decirlo de manera estridente, para que no se oiga lo que dice el contrario (que, por lo general, tampoco suele decir nada relevante: también grita).
Si logramos traspasar la barrera del ruido, encontramos que el léxico también es guerracivilista. En el fondo se mantiene la división de 1936, entre “rojos” y “fascistas”. Aunque las denominaciones más frecuentes hoy son “progres” y “fachas”. Y con una peculiaridad: son términos empleados ante todo por los acusadores. En esencia, los dos significan lo mismo: “antidemócratas”. Lo cual tiene una pretensión violenta; porque, si nuestro sistema es la democracia, calificar a alguien de antidemócrata es sacarlo (o querer sacarlo) del sistema. En las acusaciones cruzadas de “fachas” y “progres”, o de “rojos” y “fascistas”, late un espíritu de expulsión.
Lo que se hace además es devaluar los términos: malgastarlos para cuando deban emplearse de verdad. Estos días asistimos a exhibiciones fascistas dentro del PP, por parte de determinados militantes. Quienes llamaron facha al PP improcedentemente, en otras ocasiones, quizá debieran callarse ahora: con aquellos tiros estropearon en ellos la palabra, que no puede significar lo mismo entonces (cuando no lo era) que ahora (que sí lo es). Somos los demás los que podemos emplearla y decir que sí, que estas son impresentables exhibiciones fascistas. Como desde el propio PP se ha denunciado.
Me acuerdo también de aquellas búsquedas de banderas franquistas en las manifestaciones antietarras. Por parte de ciertos medios, y por parte de ciertos articulistas, se iban expurgando con lupa las banderas constitucionales, en busca del aguilucho. No les bastaba con haber convertido “constitucionalista” en un insulto (algo que, según mi esquema anterior, vendría a significar querer expulsar del sistema al propio sistema): con esa peculiar lógica del odio, que diría Borges, acusaban a los manifestantes de ser a la vez constitucionalistas y franquistas. Siempre terminaba apareciendo algún aguilucho extraviado, y aquello era un festín. Como lo es ahora, cuando, en efecto, han aparecido aguiluchos. En estos resulta abyecto su fascismo; en los otros, su satisfacción.
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Si logramos traspasar la barrera del ruido, encontramos que el léxico también es guerracivilista. En el fondo se mantiene la división de 1936, entre “rojos” y “fascistas”. Aunque las denominaciones más frecuentes hoy son “progres” y “fachas”. Y con una peculiaridad: son términos empleados ante todo por los acusadores. En esencia, los dos significan lo mismo: “antidemócratas”. Lo cual tiene una pretensión violenta; porque, si nuestro sistema es la democracia, calificar a alguien de antidemócrata es sacarlo (o querer sacarlo) del sistema. En las acusaciones cruzadas de “fachas” y “progres”, o de “rojos” y “fascistas”, late un espíritu de expulsión.
Lo que se hace además es devaluar los términos: malgastarlos para cuando deban emplearse de verdad. Estos días asistimos a exhibiciones fascistas dentro del PP, por parte de determinados militantes. Quienes llamaron facha al PP improcedentemente, en otras ocasiones, quizá debieran callarse ahora: con aquellos tiros estropearon en ellos la palabra, que no puede significar lo mismo entonces (cuando no lo era) que ahora (que sí lo es). Somos los demás los que podemos emplearla y decir que sí, que estas son impresentables exhibiciones fascistas. Como desde el propio PP se ha denunciado.
Me acuerdo también de aquellas búsquedas de banderas franquistas en las manifestaciones antietarras. Por parte de ciertos medios, y por parte de ciertos articulistas, se iban expurgando con lupa las banderas constitucionales, en busca del aguilucho. No les bastaba con haber convertido “constitucionalista” en un insulto (algo que, según mi esquema anterior, vendría a significar querer expulsar del sistema al propio sistema): con esa peculiar lógica del odio, que diría Borges, acusaban a los manifestantes de ser a la vez constitucionalistas y franquistas. Siempre terminaba apareciendo algún aguilucho extraviado, y aquello era un festín. Como lo es ahora, cuando, en efecto, han aparecido aguiluchos. En estos resulta abyecto su fascismo; en los otros, su satisfacción.
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